martes, 11 de octubre de 2016

Agosto de 1958

Haydée Sessarego

Fue una tarde de agosto frío, como solían ser siempre los inviernos de nuestra infancia. Me veo sentada en la mesa del comedor diario, leyendo un cuento y al rato diciéndole a mamá, que volvía de una reunión de profesores, “me duele mucho la cabeza”. Hacía unos días me había “curado” de varicela o “viruela boba”, como se la llamaba para diferenciarla de la temible viruela negra que hacía estragos con sus epidemias. Ya en esta época se había inventado la vacuna contra la misma.
Todas las infectocontagiosas, ¡todas! Sí, no me salvé ni de una solita; y en todas y cada una manifestaba mucha fiebre y vómitos, que según los saberes de ese entonces los ocasionaba la “acetona”. En esos años de mi niñez no existía ninguna vacuna que las previniese. Solo otras más graves como la de la polio desde el 56 y algunas más, desde antes.
Pero la varicela caló hondamente en mí, siendo una nena.
Esa tarde, Mamá, como nos jactamos todas las madres, tuvo ese sexto sentido que permite presentir, ver un poco más allá de lo visible. Algo le decía que no se quedara tranquila.
En la siguiente mañana al levantarme al baño, no tenía aún el alta para asistir a clases, digo “papi, estoy muy mareada, parezco una borracha”. Mi papá me dijo que no era más que un mareíto, siguiendo el siempre vigente refrán “en casa de herrero, cuchillo de palo”.
Más tarde me sentía muy decaída. Levanté unas líneas de fiebre, no tenía ganas de salir de la cama. Mamá me trajo el desayuno. Luego de un rato, se puso a jugar conmigo a la escoba de quince. No sé si me di cuenta de que su cara iba mutando hacia la preocupación. Recuerdo, sí, que me comentó “lo tengo que llamar a papi al consultorio de ‘La Fraternal’”. Al rato, llegó papá y me pidió que caminara. Se entendieron con la mirada que denotaba inquietud. Papá hizo un llamado telefónico y luego comenzó a caminar de punta a punta por nuestra casa como lo hizo siempre que la ansiedad le ganaba.
Por la tarde-noche, estando yo dormida, me despertaron porque me quería revisar el doctor Invaldi a quien toda la familia conocía porque era amigo de mi padre y uno, sino el mejor, especialista en infecciosas con reconocimiento internacional. Compartían uno de los lugares en donde ambos ejercían la profesión. El doctor me indicó que caminara, que mirara y tocara diferentes objetos que hoy no recuerdo, que pusiese mis brazos estirados, parada derecha, etcétera.
Se fueron los tres adultos al comedor y, ya de noche, escuché enseguida el llanto de mi padre y las palabras de mi mamá tratando de mantener la calma y el control como lo hizo siempre ante situaciones angustiantes.
Supe inmediatamente que me pasaba algo grave, aunque no comprendía de qué se trataba. Eso sí, me largué a llorar cuando escuché que tenían que ponerme inyecciones.
Para poner humor en este relato, tengo grabado que llorando le dije a mi pobre papá que no quería que él me pusiese las inyecciones, porque no quería que me viese la cola. Papá me miraba muy triste y me decía que ya en otras oportunidades me había tenido que inyectar. No hubo caso, no acepté ningún argumento. Mamá tomó la posta con el aplomo que la caracterizó siempre y dijo “yo me animo”. Así lo hizo aprendiendo, rápidamente, a inyectarme. Ella fue ella mi “enfermera de urgencia” durante creo que cerca de diez días o quizás más.
Mi cabecita de siete años cavilaba ¿será la que “se cura con la bolsita de alcanfor y pintando los árboles y cordones de las veredas con cal, bien blancos”? ¿Esa que vi en Buenos Aires cuando fuimos en vacaciones de invierno, que deja a los chicos en sillas de ruedas o los ponen en ese tubo que me dijeron que se llama pulmotor y que me impresiona mucho?
Supe de mucho más grande que el diagnóstico era “encefalitis”. También me explicó mi padre que fue una reacción alérgica al virus de la varicela y que es una de las posibles complicaciones de la misma.
Mis hermanos se contagiaron como fue y es siempre, a los quince días exactos. Se brotaron mucho más que yo y ni hablar de cómo dolía y picaban esas ampollitas o herpes.
 En esos días yo no caminaba bien, me afectó el equilibrio, el pulso, el habla y veía doble que es lo que notó mamá cuando desayuné y jugué a las barajas. Sé que estaba inflamado el cerebelo, que es donde se ubican varios sentidos.
 De todos modos me re-enojaba cuando querían llevarme alzada al baño porque podía caerme. Lo hacía solita y lo lograba yendo despacio y tomándome de las paredes y puertas. No quería ayudas, ni sentir que despertaba pena en las numerosas visitas de familiares y amiguitos que recibí.
En esos días me hacían todas las comidas que caprichosamente pedía, porque en no tenía dieta especial. Estoy sintiendo el perfume del ajito y perejil para una salsa blanca que era la que aderezaba a unos tallarines caseros. También el aroma a pescado a la marinera, que mamá cocinaba para mí; y varios menús más, a la carta.
Recibí muchos juguetes que me regalaban los allegados. Mi papi marchaba casi diariamente en su auto, a la juguetería “Pecos Bill” situada en la planta baja de la Galería Rosario, aún a riesgo de llevarse la barrera de calle Córdoba y Vera Mujica por delante, como casi sucedió en una oportunidad. Tan grande era su preocupación como papá y como médico.
Un vecino que vivía en el “conventillo” que mencioné en el relato acerca de mi barrio “Jardín”, tocó el timbre una mañana y le dijo a mamá: “Señora esta perrita es un regalo para su nenita que está enferma”. Fue un gesto que me emociona hasta hoy, porque fue muy cálido. Así, llegó a nuestra casa Lily 2, la de color té con leche. Desde ya que pedí que la cachorra, pomerania, peludita como un pompón, estuviese en la cama junto a mí. A mi médico tratante no lo seducía la idea. En esto de darle importancia a los afectos para el proceso de cura en los enfermos, especialmente niños, ha cambiado mucho por suerte en la medicina de hoy.
Mi maestra de segundo grado, la señorita Nenú Andújar, a la que adoré, me mandaba algunas tareas que traté de cumplir cuando mejoré. Viene a mi memoria el calendario de agosto o septiembre, no tengo certeza, con los clásicos cuadraditos de cartulina de colores en donde con goma de pegar se adhería una hoja cuadriculada y recortada con los días del mes al que había que dibujarle y pintarle, con lápices de colores, el sol, la nube o el paragüitas. ¡No se imaginan lo feo y desprolijo que me salió! Era una secuela momentánea, por suerte.
Sé cabalmente que el 17 de agosto le rogué al doctor Invaldi que me dejara levantar a almorzar. Aguante solo un rato y así varios días en los que por la tardecita, me cansaba y me acostaba. La cara de felicidad de papá el primer día que estuve en pie hasta la hora en que todos los chicos nos íbamos a dormir, cerca de las 21 como mucho.
¡Ni hablar de ir al colegio con pantalones largos debajo del guardapolvo por el frío! ¡Noooo, nunca! No acepté contradiciendo las indicaciones médicas.
La escuela, llegado el momento de regresar, fue otro, ¡temazo! Mis compañeritas me preguntaban de qué me había enfermado y yo les trataba de explicar que era algo como la parálisis infantil. Hasta entrada la primavera no me dejaron salir a los recreos en el enorme jardín del Normal número 1, que da a la plaza Sarmiento. Cuando comencé a hacer mis recreos al aire libre, los palos borrachos estaban florecidos como también los ligustros o arbustos redonditos que marcaban el camino de entrada a las puertas principales de la escuela, plantas con florcitas amarillas, y muchos y variados pájaros.
En esa época con mi hermano mayor y mi hermana menor jugábamos campeonatos de escoba de quince. Cuando me enfermé, mi hermano, Charlie, escribió en mi casillero: “Abandonó por enfermedad”. Puso en práctica la crueldad inocente y típica de los niños. Ya crecida y aún hoy, al recordarlo nos da muchísima risa. Innegablemente, la encefalitis marcó duramente mi infancia e incrementaron muchísimo los temores de mis padres ante otra infectocontagiosa que tuve después, a mis quince años, la rubeola.
El 7 de octubre de ese año, 1958, tomé la primera comunión, en el camarín de la virgen del Rosario, en la Iglesia Catedral, solita, esto era sin otros chicos en la misma situación. El vestido, muy bello, me lo hizo mi abuela paterna, María.
Mientras tanto, detrás de la iglesia se escuchaban los tiros que provenían de los enfrentamientos entre los defensores de la enseñanza laica y sus adversarios los” libres”. De más está decir que mis padres defendían la enseñanza laica y los tres hijos concurríamos a nuestras escuelas con la cinta violeta, símbolo de la escuela pública, prendidas en nuestros guardapolvos. En muchas oportunidades ya siendo adulta, pensé qué contradictoria fue esa comunión, en esas particulares circunstancias de nuestra historia.
Muchos años después en 1980 cuando tuvieron varicela mi hija e hijo mayores, estando papá aún vivo, me volvió loca con sus temores. Para tranquilidad de la familia nada fuera de lo común sucedió, ni a ellos, ni a mi hija menor años más tarde, ni a los hijos de mis hermanos; porque, insisto, todavía no se había descubierto la vacuna para la misma, como sí las había, creo rememorar, para todas las demás.
Fue un tiempo bastante duro emocionalmente, ya que me dejó mucha inseguridad fantaseando que podía tener retrasos, pese a que también escuché cuando el médico especialista, ante la pregunta de mi padre al respecto, le respondió algo que me fue explicado siendo más grande y si mal no recuerdo era así: “Sessarego, esta enfermedad no deja secuelas que luego se hagan presentes, retrasa desde un comienzo o mata, no hay medias tintas. La de tu nena ha sido muy suave .No te preocupes que está perfectamente sana”. Así ha de haber sido así, ya que siempre estuve consciente, nunca internada y como se podrá observar sin ninguna rastro.

Este recuerdo surgió en el marco de varios encuentros en los que hemos mencionados esas “pestes” tan comunes en nuestra infancia y a otras propias de tiempo más remotos.

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