jueves, 29 de junio de 2017

Querida “258”

Fabiana Migoni

Allá por el año 1968 recién terminaba la educación inicial y mi mamá se alistaba para inscribirme en un colegio primario, buscando la mejor formación para mí, ya que ella no había tenido ni siquiera la posibilidad de estudiar.
Yo había terminado mi jardín de infantes y preescolar en un establecimiento público el número 98, “Magdalena Güemes”. La experiencia allí fue enriquecedora, porque con gran libertad y en un ambiente armónico y lleno de afecto pude descubrir habilidades que jamás pensé que tenía. Me costó mucho desprenderme de ese lugar.
Mi madre seguía averiguando dentro de barrio Echesortu, lugar donde residíamos, cuál era el colegio mejor catalogado para así anotarme. El que más la convenció fue el “San Miguel Arcángel”, institución católica y solo para señoritas. No me gustó mucho la idea, pero con tan escasos años mi opinión no contaba demasiado.
Había que ir uniformado como soldados para una guerra: camisita blanca con moño, pulóver, pollera y boina color gris, zapatos Guillermina negros y medias azules. Los pantalones, totalmente prohibidos.
Este nuevo ciclo no me entusiasmaba en absoluto, pensaba en el frio invierno con mis piernas al aire y se me congelaba el alma.
Ese no era mi sitio, pero debía respetar la decisión de los mayores, no me complacía ese gélido edificio tan perfecto y estructurado, no faltaba nada pero faltaba todo ante mi mirada. De acuerdo al estatus social que tenías, eras incluida o no. Todo era formación reglamentaria, había que asistir a misa los días establecidos, saludar al unísono con cuerpo erguido y tieso a todo el personal docente, monjas y sacerdotes. Éramos reclutas adoctrinándose en la milicia o, por lo menos, esa era mi sensación.
Cuando fui creciendo, fui notando más aun las diferencias que se hacían con los alumnos. No había un desarrollo educativo armónico, todo se aprendía bajo presión. Yo siempre observaba para ver si algo me agradaba, pero eso no sucedía. Tampoco nadie lo decía y muchas de mis compañeras sentían lo mismo que yo.
Ya cursando el último año de primaria, le hice saber a mis padres de mi incomodidad en ese espacio y mi firme propósito de arrancar la secundaria en una escuela pública. No los sedujo demasiado la idea, pero ante tanta insistencia aprobaron mi decisión y fue así como el ciclo secundario lo comencé en la escuela de enseñanza media número 258, que mucho tiempo después se llamaría “Soldados Argentinos”.
Cuando llegué por primera vez al establecimiento, me asombré del deterioro de su edificio. Yo venía de otra realidad, donde todo rondaba la perfección. El material de estudio, las aulas, todo era ideal, cosa que no sucedía en este colegio. Pero como dice Saint-Exupery “lo esencial es invisible a los ojos” y así fue, ediliciamente estaba dañado pero en su interior había un grupo humano que nos hacía sentir su afecto y compromiso para educarnos. Ahí me sentí libre, me moví como si fuera mi hogar, te dejaban pensar por supuesto cuidándote de las botas que no dejaban de rondar; pero era posible razonar con soltura, podías debatir, proyectar, dialogar con los docentes como si fueran familia. Aprender siempre es un proceso de construcción de saberes que interactúan con la realidad y gracias a todos el grupo de educadores de la escuela logramos aplicarlo. 
Fue una etapa magnifica e inolvidable, que reafirmó fuertemente mis convicciones en el apoyo definitivo a la escuela pública, donde aprendí y viví los mejores momentos de mi adolescencia. Allí, fui contenida cuando lo necesité, protegida e incentivada. Tan fuerte fue ese ciclo que gane amistades profundas de parte de compañeros y profesores con los que actualmente y casi de forma semanal no dejamos de reunirnos para celebrar, recordar y seguir disfrutando de habernos conocido en la querida “258”.

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