domingo, 13 de agosto de 2017

Viaje a las sierras cordobesas

Ana Ratti

Los Reartes. Cuando viajo allí y me siento a la vera de su río homónimo, aparecen en mi mente recuerdos de mis estadías veraniegas durante mi infancia y parte de mi adolescencia en la cercana y antigua ciudad de Alta Gracia, distante solo unos pocos kilómetros de aquel lugar. Al nombrarla aparecen en mi mente como una película aquellos momentos.
Mi familia paterna, abuelos tíos y primos, incluso mi padre, pertenecieron a ese lugar durante gran parte de sus vidas. Actualmente, quedan dos primos con sus familias. En esa época cuando nos reuníamos en ese lugar, sobre todo en verano, formábamos una de lo que se llama familia numerosa. Fotos y relatos dan fe de ello. Desde muy pequeña tuve contacto con ese lugar maravilloso. Según el relato de mis padres casi mi nacimiento se hubiera producido allí, pues ellos ayudaban a mis abuelos junto con mis tíos en una pensión que tenían en un chalé al cual se lo conocía como “Chalé 14”. Este se encontraba lindero a uno muy parecido en su construcción donde vivió por temporadas, siendo un niño, el Che Guevara, que padecía problemas respiratorios y el clima de ese lugar de las sierras lo beneficiaba en su salud. El chalé de mis abuelos se vendió, pero siempre que voy a Alta Gracia, lo visito y aprovecho para recorrer el museo en el que se ha transformado aquella antigua residencia del niño Guevara. Mi prima conserva su casa en la cuadra paralela, pues los terrenos en ese entonces se comunicaban. Actualmente está todo cambiado, las calles se asfaltaron, pero se conservan las fachadas de las casas, bajas y muy pintorescas. Gran parte de mi infancia, adolescencia y juventud compartía mis veranos con mis primos, en el arroyo El Cañito, llamado así por su escaso caudal, con un entorno hermoso: montañas, muchas piedras y una arboleda muy frondosa. Es un balneario típico de los cordobeses que transforman hasta lo más insignificante en un lugar turístico, bien para ellos y su provincia. Mis primos conocían muy bien los atajos para llegar más rápido y allí marchábamos en fila india, por esos caminos montañosos. Mis primos mayores adelante y los más pequeños atrás, yo incluida, con nuestras cañas de pescar hechas con ramas e hilos muy artesanales y nuestra merienda: sándwiches de queso y dulce de batata con pan casero, que hacía la familia en un horno de barro que había en el chalé pensión. Mis abuelos la administraban y mi abuela, excelente cocinera, preparaba los menúes para los turistas y sociabilizaba con ellos, quienes repetían las visitas año tras año. Recuerdo que para llegar a Alta Gracia, en la década del 60 y 70 se tardaba mucho tiempo. Cuando me decían “vamos este verano a Córdoba”, me parecía que nos trasladábamos a un lugar muy lejano. A medida que fui creciendo, los tiempos se fueron acortando con otras vías de acceso y mejores transportes. En esa época, había que hacer trasbordo en la ciudad de Córdoba, los transportes no tenían aire acondicionado, así que al tiempo había que agregarle el agobiante calor de pleno enero. Las tardes en el arroyo, recuerdo, eran hermosas, y ese entorno de paz quedó sellado en mi alma, y aunque pasen los años, no se borra. Las noches de verano eran espectaculares con un cielo estrellado, que no se veía en las grandes ciudades. Acostados en el pasto del chalé rememorábamos con mis primas el día pasado, mientras los varones desplegaban su malicioso ingenio, quemando con fósforos los alacranes que encontraban en el lugar. “¡Qué fea diversión!”, decíamos, pero ellos continuaban con su tarea. Todos sabíamos que picaban, pero el entorno del lugar hacía que todo fuera más benévolo. El día en la casa de mis primos, a una cuadra del chalé pensión, comenzaba con gran bullicio. Ellos me despertaban con el ruido de dos tapas de cacerolas, que en ese entonces parecía una gran orquesta en mi imaginación y buen gusto, para comenzar un día que vaticinaba ser divertido. La visita al centro de Alta Gracia era toda una hazaña y el Tajamar observado con mis ojos infantiles era inmenso y en realidad no es tan así. Por esos años, yo recorría el camino desde el chalé hasta el Tajamar caminando, con mucha seguridad, disfrutando a cada paso la naturaleza del lugar. Si hoy lo quisiera hacer, seguramente no llegaría a destino, cosas que uno hace en los años jóvenes. Nos deleitábamos también montando burritos o sulkys: ¡era muy divertido! Las sierras siempre me atrajeron y me siguen produciendo sentimientos y emociones inexplicables, es como si hubiera encontrado mi lugar en el mundo.

Observando el río Los Reartes, cuando lo visito, se aparecen en mi mente, imágenes como si en ese lugar estuviéramos correteando, nadando, pescando, como lo hacíamos, cuando éramos pequeños. Los olores, los colores, tocar el pasto, sumergirme en el agua, escuchar el canto de los pájaros, observando sus vuelos, contribuye a que experimente los sentimientos de aquella añorada etapa de mi vida, que seguramente fue muy linda y por ello repito mis visitas a esos lugares para lavar las heridas provocadas por las pérdidas y el paso del tiempo. A todos los que partieron los percibo allí, en las sierras, como si estas cobijaran sus almas, esperando mi retorno y poder sentir y recrear en lo profundo de mi corazón el afecto de un entorno familiar, cuyo recuerdo comparto con mis hijos y nietas, quienes a veces escuchan extrañados mis historias de aquellas épocas pasadas.

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