martes, 22 de agosto de 2017

Otras costumbres VI. La fiesta continúa (final)

Ana María Miquel

Como por arte de magia, volvieron a poner la mesa en ese comedor tan luminoso y lleno de muebles casi blancos. Cuando nos sentamos, Vera no llegaba y por supuesto no podíamos empezar a comer. Hasta que apareció con Ira trayendo una especie de panqueques con forma de pañuelitos, rellenos de carne y luego fritos en manteca. Deliciosos. Además, llegó con una fuente con los que para nosotros serían capellettinis, que ellos comían con un chorro de aceto balsámico.
En medio de la comida, Ira se levantó y comenzó a hacer espacio en la mesa, porque llegaban más visitas: Anika y Boris con su hija, yerno, sus dos hijos y un primito. La mesa se volvió a estirar y se siguió con lo ya contado con respecto a la comida y las bebidas.
Boris y Vladimir (padre) no dejaban de tomar y de hablar de la pesca y la matanza del cerdo. Cuando hubo que encender luces porque comenzaba a caer la noche, Vera estaba muy enojada con su esposo y desde mi lugar veía cómo lo miraba con cara de pocos amigos, cuando él intentaba tocarle las piernas por debajo de la mesa o abrazarla. También abrazaba y acariciaba la cabeza de Guillermo. Anastasia nos comentó que Vera estaba muy enojada, porque Vladimir se había puesto borracho y que en cualquier momento se iría a recorrer la casa de los vecinos para seguir tomando.
En un momento dado, Guillermo me murmura al oído: “Harán entrega de regalos y habrá discursos. Te corresponde a vos hablar”.
No me asustaba ni me avergonzaba hablar, ya que lo haría en español y pasaría por dos traducciones, tanto Guillermo como Anastasia, sabrían lo que tendría que decir o querían que dijera.
Las dos hermanas se pusieron de pie y comenzaron a aparecer paquetes, que nos iban entregando. Nosotros, que pensábamos que volveríamos livianos de equipaje, nos dimos cuenta que retornaríamos más cargados que antes. La funda de terciopelo para mi inodoro, tiaras de flores para mis nietas, tazas de distintas formas y colores para mi hija, mi marido y mis nietas, cajas de chocolate. Una estructura en forma de violín conteniendo una botella de coñac y otra muñeca de cerámica conteniendo vodka para Guillermo, huevos trabajados con íconos religiosos en mostacillas para mi marido, agarraderas y repasadores para la cocina con figuras de campesinas. Sé que me olvido de cosas, pero la generosidad que tuvieron para con toda la familia me llenó de admiración.
Cuando la casa quedó más tranquila y sin visitas, nos pusimos a tratar de embalar todo lo que nos habían dado –una hace malabares con las maletas–, pero a cada rato entraba alguno para seguir charlando un ratito. Hasta las mellicitas que ya habían puesto a dormir, se vinieron a nuestro lado, y Vera, que iba y venía con cara de pocos amigos pensando en su marido, que al final se había ido a casa de algún vecino. Ella, mientras miraba a mi hijo con toda ternura, lo tomaba de las manos y le decía: “Qué feliz hubiera sido mi papá de tenerte en la casa. Y dile a mi primo que estoy muy enojada con él por no haber venido. Y que haya estado en Polonia el año pasado y que no viniera no se lo perdono”.
Todo se fue aquietando, volvió Vladimir repartiendo besos y abrazos a diestra y siniestra, hasta que lo mandaron a dormir. Y el resto siguió el mismo camino; ya que a la mañana siguiente debíamos levantarnos a las cinco y media de la mañana para partir.
Dormimos unas pocas horas y nos levantamos. Todavía era noche cerrada y Vera ya estaba en la mesa de la cocina preparando panes con manteca. En un momento quedamos Guillermo y yo solos con ella y mi hijo con las pocas palabras que había aprendido sobre la marcha, puso en las manos de Vera unos dólares. No los contó ni los rechazó, los metió en el bolsillo de su batón y la cara se le transformó con una amplia sonrisa.
Llegó el taxi a buscarnos. En realidad, no era un taxi. Era un amigo de Ira que tenía auto y se ganaría unos pesos extras llevándonos a Ternopil, antes de entrar a su trabajo. Menos las mellicitas, todos estaban en la puerta despidiéndonos con lágrimas en los ojos e insistiendo en que volviéramos.
Cuando llegamos a la estación de trenes, Guillermo me informa: “Tenemos solo seis minutos para subir al tren que viene de Odesa. No sabemos si llega desde la derecha o desde la izquierda. Como nuestro vagón es el primero, nos quedamos parados acá en el medio. Cuando lo escuchemos llegar, correremos hacia el lugar que corresponde. Vos solo hacete cargo de tu cartera”.
Esos son los beneficios de viajar con un hijo y gente joven. No sé cómo lograron llegar corriendo con tanto equipaje y tan pesado, y subirlo al tren en menos de seis minutos. Cuando llegué al lado de ellos, tenía la lengua afuera como un perro cansado de correr, pero feliz como pocas veces en mi vida. Había conocido nuevos lugares, nuevas culturas, nuevas costumbres, nueva familia y, por sobre todas las cosas, habíamos logrado develar grandes secretos familiares. 
Ahora pienso: "El que esté libre de culpas, que arroje la primera piedra". O también aquel refrán que dice: "En todas las casas se cuecen habas, pero en la mía cacerolazas".

1 comentario:

  1. Y yo disfrutando tu relato como lo hacía antes, ha pasado tiempo pero no pierdes tu impronta.
    Un abrazo amiga!
    Luis A. Molina

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