martes, 5 de julio de 2022

Al frío no se lo come el lobo

Diana Kallmann

Llegaron de Galicia, España, expulsados por la Guerra Civil, por el hambre o por ambas cosas. No sé exactamente cuándo ni por qué, mis recuerdos son borrosos, se remontan a mis cuatro o cinco años. Supongo que habrán pisado la Argentina entre 1930 y 1940. Se afincaron en Riglos (La Pampa), en un enorme terreno donde construyeron su casa y otra modesta que nos alquilaban. Tuvieron dos hijos. Cuando llegamos, en los años 50, ya no vivían en el pueblo, se habían ido a Buenos Aires, ya casados. Doña Encarnación y don David vivían solos en la casa grande y alquilaban también alguna habitación que les sobraba a trabajadores eventuales que llegaban al pueblo.

Don David cultivaba verduras en una quinta que en verano daba zapallitos, chauchas, choclos, albahaca, perejil, lechuga, tomates, frutales y todo lo que podía crecer en esas tierras siempre amenazadas por el viento y las heladas invernales. Don David vendía las verduras a la gente del pueblo, algo que a mamá le encantaba porque las cosechaba en el momento en que las pedíamos. Nos mandaba a la mañana a comprar con un papelito, dinero y una bolsa. Lo divertido era seguirlo a la quinta, un lugar prohibido para nosotras porque, pese a que estábamos a pocos pasos, a don David no le gustaba que anduviéramos por allí. Nos encantaba ver los almácigos a la luz brillante de la mañana. Lo seguíamos haciendo equilibrio entre una hilera y otra para no pisar los canteros, bajo la mirada siempre vigilante del viejo. Cuando regresábamos con la bolsa, mamá celebraba el aroma de las verduras recién cortadas y las desplegaba en una mesada del patio para lavarlas, entre baldes y coladores.

Doña Encarnación permanecía recluida en su cocina casi todo el día. De allí salían olores sabrosos y desconocidos para nosotras. Hacía papas fritas en grasa, algo que no se usaba en nuestra casa, y guiso de lentejas. Atraídas por el aroma, nosotras comenzábamos a revolotear por allí y ella nos convidaba sus delicias.

En verano hacía dulces y conservas para el invierno. Como era de esperar, sobraban las frutas y verduras. A diferencia de su marido, doña Encarnación era generosa y le gustaba darlas a quienes las apreciaban. Cuando el viejo hacía la siesta, ella abría la ventana que daba a nuestro patio y susurraba, “Doña Cata, doña Cata”, llamando a mamá para entregarle una fuente repleta de los frutos de la quinta. No aceptaba el agradecimiento de mamá, levantaba una mano y decía “hala, hala”, como indicando que no tenía nada que agradecer.

Años después me pregunté si don David habrá sido tan temible como lo imaginábamos nosotras. Serio, enjuto, un tanto hosco, hablaba poco y parecía que solo se comunicaba con las plantas. Sin embargo, a pesar de todos sus reparos en el verano nos dejaba bañarnos en el tanque australiano que estaba cerca de los cultivos, amparado por una higuera. Pasábamos largas horas allí con mi hermana y nuestra amiga Irma, divirtiéndonos y saltando como locas. Supongo que sabía que sacábamos higos de las ramas que daban al tanque, pero nunca nos dijo nada. Creo que cuando se cansaba de nuestros gritos abría el agua del molino, que salía helada, pero nosotras no nos achicábamos y seguíamos en el tanque hasta agotarnos.

Cuando salíamos, alrededor de las seis o siete de la tarde, mamá nos esperaba con una ensalada de tomates y aceitunas verdes que nos encantaba. Nunca más encontré el sabor de aquellos tomates de la quinta.

Doña Encarnación conversaba en la ventana con mi mamá, escuchaba sus voces, pero nunca presté atención a lo que decían. Creo que ella recordaba cosas de su España natal y se las contaba a mamá, que a su vez hablaría del campo donde se crió. El clima y las cosas cotidianas seguramente formaban parte de esas conversaciones. Mientras jugábamos, escuchábamos frases y palabras sueltas que no nos interesaban.

Una mañana de invierno, mamá conversaba con ella en la ventana, supongo que se quejaban del frío, de la helada que había caído y había blanqueado el patio, la quinta y todo lo que nos rodeaba. En casa estaba calentito, papá había acondicionado la estufa de querosén para evitar que diera olor, algo que sentíamos en muchas casas de nuestros amigos del pueblo y nos molestaba. El querosén era el combustible que más se usaba, para calefacción, para la cocina y también para una heladera que prendían en verano y nunca entendí por qué para fabricar frío se necesitaba esa llama.

Pese al frío, ellas estaban conversando en el patio y nosotras aprovechamos para salir un rato. Entre todas esas palabras, de pronto una frase resonó en mis oídos y me impresionó. Doña Encarnación decía: “Y, doña Cata, no nos podemos quejar, llegó el invierno, al frío no se lo come el lobo”. Qué quería decir con eso, porqué hablaba de lobos si nunca habíamos visto uno. Preocupada, le pregunté a mamá dónde había lobos. Me explicó que en España, donde había nacido doña Encarnación, en invierno hacía mucho frío y bajaban los lobos en busca de alimento. Ella se había criado en el campo y había pasado mucho frío. Desde entonces, cada vez que la miraba mientras sus manos se movían en la cocina, me venía a la mente la solitaria imagen de una niña caminando por la nieve, con un pañuelo negro en la cabeza y con mucha ropa. En verdad solo había visto la nieve en las ilustraciones de aquellos enormes libros de cuentos que mis padres compraban a un vendedor que visitaba Riglos todos los meses. Pero desde ese día, doña Encarnación se transformó en la protagonista de todos los cuentos con campos nevados.

 

 

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