martes, 20 de octubre de 2015

Doña Rosa

Teresita Giuliano

Mi mamá tuvo cuatro hijos, todos nacidos en su casa, en su cama. En cada ocasión fue atendida por doña Rosa, la partera del pueblo.
Doña Rosa era todo un personaje y su palabra era ley. Había trabajado junto al doctor Silvestre Begnis, médico rural y cirujano, (gobernador de Santa Fe en el año 1959) a quien la unía una estrecha amistad y se refería a él de una manera campechana, de tal manera que en mi familia solíamos aludir a Doña Rosa como la “che Silvestre”.
Ayudó a nacer a varias generaciones y se la consideraba miembro de todas y cada una de las familias del pueblo.
Experta, autoritaria, carismática, sabihonda, profundamente humana (y cómo no, con tal profesión), recibía el respeto de grandes y chicos.
Era invitada de honor en bautismos, comuniones, cumpleaños y casamientos.
Sus honorarios variaban de acuerdo a las posibilidades de cada paciente. Generalmente cobraba en especie: huevos, gallinas, embutidos, lechones, una carpetita tejida a mano o un pan casero… todo recibía, el que podía le pagaba o le daba algo y el que no, le ofrecía sus servicios para limpiarle el patio o pintarle la casa.
Todos sentían agradecimiento hacia doña Rosa, a quien no le importaba el clima ni la distancia para atender a una parturienta. Iba en sulky, en carro y hasta a caballo a los hogares de la zona rural.
Llegaba con su instrumental en un maletín, dando órdenes a las mujeres de la casa, ocupando a los hombres y con palabras de aliento para su paciente. Más de una vez era invitada a colaborar en la elección del nombre del recién nacido y ella apelaba al santoral o a homónimos familiares, ya que conocía el árbol genealógico de todos.
Una vez cumplida su tarea, dejaba indicaciones y consejos a diestra y siniestra, que se observaban como palabra santa. Las abuelas corrían al gallinero a matar la gallina, que convertirían en sopa para que la nueva madre recupere energías y el flamante padre al almacén a comprar cerveza de malta, que también debía tomar la parturienta para tener mucha y buena leche para el bebé.
  Mi madre solía contarme que con ella ninguna podía sentirse floja, sabía qué decirles y dónde tocarlas para que apuraran “el trámite”, sin demasiados aspavientos.
  Recuerdo cuando nació mi hermano menor, mi mamá en el dormitorio y nosotros esperando en la cocina, pared por medio. No sentí ni un pequeño grito, ni una mínima queja. Con la adultez, recordando ese momento, le pregunté a mamá si no había sentido necesidad de gritar o llorar… ¡estaba pariendo!. Ella me respondió que no podía hacerlo, porque nosotros estábamos muy cerca y que la presencia de doña Rosa y sus palabras la tranquilizaban.
  Doña Rosa murió cuando era muy anciana, manteniendo hasta el final de sus días su porte altivo y orgulloso.
  Ya no hubo más parteras en el pueblo.

2 comentarios:

  1. Felicitaciones Teresita! Me encantó tu relato. Cuánta sabiduría debería de albergar Da. Rosa. Cariños. Ana María.

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    1. Ya lo creo Ana María!. Gracias.
      Cariños.
      Teresita

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