martes, 20 de octubre de 2015

Don Luis, mi viejo

Luis Zandri

Cuando nací, el 20 de marzo de 1944, mi padre tenía 39 años. Tenía dos hermanas, Nelly de 12 años y Aurelia de 8. Es decir que yo llegué a este mundo como peludo de regalo.
Esa brecha generacional y el carácter y la forma de ser de mi padre, poco afecto a demostraciones de cariño, hizo que siempre existiera una barrera invisible que me impedía comunicarme con él. Mi interlocutora era mi madre, todo lo hablaba con ella y, por medio de ella llegaba a él.
Mis hermanas no me tenían muy en cuenta, siempre estaban en sus cosas. Yo, simplemente era el revoltoso, díscolo y travieso que las molestaba y las interrumpía en sus ocupaciones con mis charlas, mis juegos y, a veces a propósito, para fastidiarlas, cuando me hacían enojar.
  Mi viejo trabajaba en el ferrocarril Mitre, en las instalaciones ubicadas en el sector de avenida Alberdi, Jorge Canning, Junín y avenida Caseros, y la playa de maniobras cercana al Cruce Alberdi. Él se desempeñaba en las oficinas en tareas administrativas. Escribía con lapicera con pluma y tinta, y tenía una letra preciosa, casi caligráfica. En esa época, tomando las décadas del 40 y 50, trabajar en el ferrocarril era un orgullo, ya que el transporte ferroviario estaba en su apogeo y pagaban muy buenos sueldos.
Trabajaba de lunes a sábados de 7 a 14 horas. Los sábados lo esperábamos ansiosamente, porque cuando salía del trabajo, se dirigía a un almacén de avenida Alberdi entre Junín y Vélez Sársfield, llamado Sabadotto, y traía queso, fiambres y dulces; y por ahí, algún juguetito para mí, lo cual nos ponía muy contentos a todos, porque éramos una familia a la que nunca le faltó nada, pero tampoco sobró, siempre vivimos con lo justo y necesario. Claro, el único que trabajaba era mi padre y su sueldo no daba para más. Mis hermanas comenzaron a trabajar cuando fueron mayores de edad.
Mi viejo tenía un bandoneón marca Luis XV. Era un hermoso instrumento de mayor tamaño que los comunes. La caja era de madera color negro con adornos nacarados, las varillas del fuelle niqueladas y las teclas de nácar. Creo que había muy pocos en el país, y tal vez en el mundo, de esa marca, ya que por su tamaño no era usado por los músicos profesionales. Mi viejo había tocado en su juventud allá por los años 1920 hasta 1930 y pico en la llamada “Guardia Vieja”.
Así que frecuentemente se sentaba en una silla de paja, colocaba el atril con las partituras y tocaba tangos, valses, milongas, pasodobles y, por ahí, alguna tarantela o alguna ranchera.
Teníamos un vecino, Federico Cardinali, que era músico y daba clases de bandoneón, acordeón a piano y contrabajo. Un día se pusieron de acuerdo entre ellos y decidieron que yo iba a estudiar bandoneón; así que, sin comerla ni beberla, apareció el bandoneón sobre mis piernas cuando tenía ocho años y me llegaba hasta el mentón. Entonces, comenzó mi relación con la música, con la cual por varias razones no pude desarrollar una carrera interesante, pero eso no importó para que toda mi vida siguiera ligado a ella, aún hasta la actualidad encarando el estudio del piano. Siempre suelo decir que soy el eterno estudiante y voy a morir estudiando algo.
También le gustaban los pájaros, de manera que tenía 15 o 20 jaulas y un jaulón, con cardenales, cardenales amarillos, jilgueros, mixtos, chilenos, paraguayitos, cabecitas negras y canarios. Los cuidaba mucho, todos los días les limpiaba las jaulitas, les cambiaba el agua y ponía semillas de alpiste o mijo en los comederos. En primavera, a los canarios les agregaba a la jaula una casillita para que hicieran su nido y se reprodujeran.
Nuestra casa tenía un patio en el fondo donde había una enorme higuera, que daba gran cantidad de frutas todos los años. Yo era el encargado de la cosecha, trepándome al árbol o subiendo al techo del galpón que estaba debajo de él. Me entusiasmaba más recoger los higos que comerlos, ya que no me gustaban mucho.
La separación de nuestra casa con el vecino del fondo estaba hecha con chapas, no había pared de ladrillos. En esa época, en los barrios era muy común el uso de chapas o alambrados para dividir los terrenos.
 En la esquina de mi casa, por Juan J. Paso estaba la fábrica de aceite “Santa Clara”, los fabricantes de aceites “Cocinero” y “Patito” y al oeste, la calle paralela era Corazzi (hoy avenida de la Travesía), que era de tierra y al costado pasaban las vías del Ferrocarril Mitre, elevadas sobre un terraplén.
Entre la fábrica y las vías del ferrocarril había un ramal de vías hasta donde llegaban los vagones cargados con bolsas de semillas de girasol utilizadas para la elaboración del aceite. Por medio de una cinta transportadora sinfín las introducían en la fábrica y, en su trayecto, un operario las pinchaba con una herramienta similar a una larga cuchilla curvada, para extraer muestras para su análisis. De manera que en los vagones vacíos y a lo largo del trayecto de la cinta, en los pastos de alrededor quedaban gran cantidad de semillas diseminadas. Eran nuestros terrenos de juego, así que todos los días estábamos con los bolsillos llenos de semillas de girasol, las cuales formaban parte de nuestra dieta.
Además, existían dos zanjones, uno al costado de la calle Corazzi y otro más profundo del otro lado de las vías, en las cuales la fábrica eliminaba las aguas servidas, y detrás del zanjón, a unos cinco metros comenzaban los terrenos del aserradero Muzzio, que se prolongaban unos 200 metros hacia el oeste por Juan J. Paso y, de allí, unos 150 metros al norte.
Todo eso hacía que en toda esa área proliferaran las ratas y desde allí se venían a visitar las casas del vecindario, y a la mía en particular, a comer los higos. Mi viejo era un crack con la gomera, tenía una puntería infalible. Se sentaba en una sillita baja de paja con su arma y una buena cantidad de piedras, que eran las municiones. A medida que iban apareciendo, dirigiéndose hacia la higuera las iba liquidando: “Uno, dos, tres, cuatro…”, contaba en voz alta las bajas del enemigo. Eran muchas y muy difíciles de combatir. Poníamos veneno y tramperas por todos los lugares en que solían andar y mi padre tenía que cuidar muy bien a los pájaros porque si no se encontraba con alguna baja producida por esos bichos repugnantes y astutos.
Él era un buen asador. Era de los que pregonan que el fuego hay que encenderlo temprano, con mucho tiempo para que una vez que estén listas las brasas, ir haciendo el asadito despacio, con poco fuego. Así que arrancaba de nueve a nueve treinta de la mañana para comer al mediodía, generalmente los domingos.
Cerca de la parrilla tenía un galpón con un pequeño banco carpintero y sus herramientas. Mientras hacía el asado o en ratos de ocio, se entretenía haciendo juguetes u objetos decorativos, tenía alma de artesano. Con cualquier material que tenía a mano armaba un autito, un camioncito, un trencito, algún animalito como una tortuga, un pez o un pájaro; en fin, según los materiales de que disponía pensaba que era lo que podía hacer.
Era de carácter nervioso, irritable, muchas veces reaccionaba mal con mi madre produciéndose constantes discusiones, era muy porfiado, siempre pretendía tener razón y cuando hablaba, a veces se extendía demasiado, se iba por las ramas. Lamentablemente, heredé algunas de esas características. Con el tiempo y los años he ido poniendo atención para evitarlo y pude modificar algo de esas manifestaciones negativas.
Él era hincha de Newell’s, no fanático, y desde pequeño me llevó muchas veces a ver los partidos, de manera que yo les fui tomando cariño a esos colores y también soy de “La Lepra”. Cuando tenía 13 años fui a jugar al fútbol al club Lanús, en una filial que tenía aquí en Rosario, y un señor que vivía a tres cuadra de mi casa era quien estaba encargado de la misma junto a otro llamado Wacker. Participamos en la Sexta División de la Asociación Rosarina y cuando nos tocó jugar contra Newell’s le hice un gol de tiro libre desde unos 35 a 40 metros (aclaro que la pelota era número 4, un poco más chica y liviana que la normal) y les ganamos 1 a 0. Al año siguiente, estaba jugando en el club de mis amores por pedido del técnico rojinegro. Jugué 2 años en la Quinta División, un gran gustazo para mí y también para mi padre. Lamentablemente, por la gran cantidad de jugadores que había y por los manejos de los dirigentes, para favorecer a los apradrinados por ellos no pude seguir avanzando, lo cual fue un sueño truncado para mí. Mi viejo me acompañaba a todos los partidos.
En avenida Alberdi y José Ingenieros estaba el Estadio Norte, regenteado por el señor Humberto Natale, donde los viernes y sábados se realizaban festivales de boxeo. Mi viejo me llevaba frecuentemente, junto a su amigo don Federico, mi maestro de música. En esa época era muy común el uso del “don”. A mi padre todos le decían don Luis, y los parientes Luisito, diminutivo que heredé.
Otros hobbies de mi padre eran jugar a las bochas y a las cartas. En distintas épocas de su vida lo hizo en uno u otro lugar. Un tiempo en el Club Industrial, de calle French al 2100, entre Bahía Blanca y República Dominicana, o en el Club Leña y Leña en bulevar Rondeau al 1800; y por último, y donde por más años concurrió hasta que por la edad y razones de salud ya no lo pudo hacer, fue el Club Náutico Sportivo Avellaneda, ubicado sobre la costa del río Paraná, desde Del Valle Iberlucea hasta José Ingenieros. 
A todos esos clubes yo lo acompañaba asiduamente. Me entretenía viendo los partidos de bochas. Cuando íbamos a Náutico Avellaneda, como las instalaciones eran muy amplias, recorría todo el club y muchas veces me arrimaba a algún grupo de chicos y jugaba con ellos. A veces, antes o después de jugar a las bochas, mi viejo se sentaba a una mesa con tres amigos o conocidos del club y jugaban a los naipes: al truco o al mus.
Cuando cumplió 50 años se jubiló. Estaba tan feliz de haberlo hecho, que a todos los conocidos o amigos que encontraba por la calle lo comentaba diciéndole: “¡Felicitame, me jubilé!”. Eran otras épocas.
Un par de años después comenzó a trabajar con un pariente que fabricaba cortinas enrollables metálicas para negocios o empresas y lo hizo durante ocho años, hasta que dejó de hacerlo, porque se corría el rumor de que a los jubilados que trabajaban les iban a quitar el sueldo.
Más o menos a los 60 años comenzó a tener mareos y varias veces se cayó en el club o en la vía pública, síntomas que con los años derivaron en el mal de Parkinson. Cuando comenzó con esos problemas, tenía un amigo llamado Pino que frecuentemente lo traía a casa con su auto desde el club y a veces también lo venía buscar para llevarlo. Más adelante, no recuerdo cuándo, tuvo que abandonar sus salidas por su enfermedad y el temor a las caídas.
Cuando tenía 81 años, un día le pregunté: “¿Querés ir al club?”. Lo llevé en mi auto y estaba muy feliz de reaparecer después de varios años en un lugar tan querido por él. Se encontró con varios amigos y, en un momento, se me ocurrió algo: jugar a las bochas con mi viejo. Se lo propuse y aceptó. Fue un buen momento, porque no había nadie jugando en ninguna de las tres canchas. Tomamos las bochas y comenzamos a realizar tiros de práctica lanzando el bochín y luego tratando de arrimar las bochas lo más cerca posible del mismo. Yo le alcanzaba las bochas para que él no se agachara tantas veces, por las dudas de que no fuera a agarrarle un mareo y se cayera. Después, apareció un señor con su nieto de unos 12 años y también se pusieron a practicar en la cancha de al lado nuestro. Al rato, le digo a mi padre: “¿Querés que les juguemos un partidito?”. Le pareció bien, así que se los propuse y aceptaron. El hombre estaba seguro de que nos iban a ganar y deseaba lucirse con su nieto, pero se llevó una gran sorpresa, mi viejo con sus 81 años no se había olvidado de cómo se jugaba y todavía se las rebuscaba bastante bien; yo puse mi granito de arena y ganamos nosotros, lo cual le dio una gran alegría y a mí también por supuesto, por haber podido jugar, aunque sea una sola vez, junto a mi viejo.
El 11 de agosto de 1983 falleció mi madre, cuando él tenía 78 años. Vivió durante 3 años solo, enfrente de mi casa. Mi hermana mayor, Nelly, se ocupaba de su ropa y de sus medicamentos. Tres años más tarde, después de una inundación que afectó nuestros hogares, mi hermana decidió llevarlo a vivir con ella, porque su casa había quedado con mucha humedad una vez que se retiró el agua y, además, para brindarle mejor atención por su estado de salud. Siete años después la situación se le hizo insostenible, mi viejo había empeorado y ella se estaba enfermando. Llegó un momento que se sintió desbordada y eso le produjo desequilibrios psíquicos, por lo que luego de varias charlas y debates con sus hijas y conmigo, decidimos llevarlo a un geriátrico.
Mi hermana iba todos los días a verlo y, como siempre, se ocupaba de su ropa y sus medicamentos. Yo lo hacía un par de veces en la semana y todos los domingos por las tardes, en las que me quedaba varias horas charlando con él y un compañero de habitación llamado Armando. Era un hombre de unos 45 años, de Buenos Aires. Todo un personaje, una persona muy pulcra, de buen vestir y siempre bien peinado, había sido vendedor de Max Factor, una importante empresa de perfumería y cosméticos y también había sido artista de teatro. Había trabajado con José Marrone y su esposa Juanita Martínez. Tenía un voluminoso álbum con las fotografías de su trayectoria que avalaban sus relatos. Era muy nervioso y a menudo protestaba en contra de la encargada y las mucamas del geriátrico, porque lo molestaban haciéndole bromas. Eran muy dicharacheras y pícaras; pero, asimismo, lo acompañaban a cobrar su sueldo, que era muy bueno, a comprar ropa o calzado, o a algún paseo que quería realizar; claro que él las gratificaba con buenas propinas.
Con el tiempo, llegamos a ser amigos y lo invité a venir a mi casa a compartir un almuerzo con mi familia. En esas tardes de domingo manteníamos largos diálogos con mi viejo, diálogos que durante nuestra vida no habíamos tenido, ya sea por los 39 años que nos separaban o por el carácter de mi padre y su manera de ser, había existido una barrera entre nosotros, que impedía nuestro acercamiento.
 De manera que en el transcurso de los siete años que él estuvo en ese lugar, comenzó a soltarse y a relatarme cosas y hechos de su vida que yo desconocía; y yo, por mi parte, pude hacer lo mismo con él. A pesar de su edad y del Parkinson que lo afectaba desde hacía muchos años, su mente estaba lúcida y, a veces, me repetía cosas que ya me había dicho, pero las contaba exactamente igual, sin cambiar una sola palabra. Algo muy risueño que siempre decía, era que había tenido 144 novias; se ve que mi viejo, en todas las correrías en que anduvo en sus años de músico, a todas las mujeres que se cruzaron en su camino circunstancialmente, las consideraba sus novias.
 De manera que en sus últimos años de vida fue cuando pude acercarme más a él, a su corazón y a sus pensamientos, lo cual fue gratificante para mí, porque ese es el último y vívido recuerdo que guardo de mi padre.
Dáas atrás cuando estaba escribiendo la llamé por teléfono a mi hermana para que me confirmara la fecha de fallecimiento de mi viejo, porque no la recordaba exactamente y me dijo que tenía todo anotado. Al día siguiente, me dio los datos y se llevó una sorpresa porque encontró entre los papeles guardados una poesía escrita por mi padre dedicada a su madre, o sea a mi abuela, a la cual no llegué a conocer. Se llamaba Rosa, por lo que supongo que la escribió en el mes de agosto, y dice así:
“Año 1926, Clase del 1905                           

Mi querida madrecita                    
desde esta prisión te escribo
donde me encuentro cautivo
y con nostalgia infinita.
Para decirte, no te aflijas,
y menos que te cause llanto,
Al no encontrarme en tus mantos,
Lleno de luz y armonía,     
pues quiero que sea alegría
en el día de tu santo.
No te aflijas madre buena,
Que ya se ha de terminar
El servicio militar,
Que tanto y tanto me apena,
Y entonces estas cadenas
que me tienen postrado,
sean de un golpe cortadas
como una opresión maldita,
y entonces ¡Sí, madrecita!,
he de estar siempre a tu lado”.

Nació el 26 de enero de 1905 y falleció a los 92 años, el 13 de mayo de 1997. Ese hombre fue don Luis, mi viejo, aunque yo le decía “Papi” y cuando lo nombraba “Papito”.

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