miércoles, 27 de mayo de 2015

La escuela en casa

Por Ana María Miquel

Ya les conté en otra oportunidad que mi papá escribía cuadernos enteros en lápiz y que luego les dejaba como tarea a mis hermanos que pasaran la pluma con tinta sobre sus escritos. Allí, se podían encontrar copiados textos de algún libro, palabras sueltas, el abecedario, números, poesías. Es decir, cualquier tipo de literatura. Con el correr de los años, los tres hermanos tenemos la letra muy parecida. Y la de él, de mi padre, era una letra estilizada, inclinada hacia la derecha, con unas mayúsculas que parecían góticas y las minúsculas bajas, tanto como las que pasan el renglón o bajan el renglón, todas a la misma altura.
Había estudiado en colegio de curas.
Para mi papá, la educación era fundamental y aprovechaba cualquier oportunidad para transmitir conocimientos a sus hijos. Recuerdo un libro con hojas satinadas al cual ya le faltaban las tapas que se llamaba “El libro de los por qué”. En él encontrábamos todo tipo de respuestas a nuestros por qué, desde por qué los indios andaban desnudos o hasta qué pasó con los dinosaurios. Otro de los libros importantes que andaba en nuestras manos era “Upa”. Ese era mi libro de cabecera, me encantaban los dibujos y los colores, las letras en cada dibujo. Yo todavía no iba a la escuela, pero se ve que ese libro ya lo habían usado mis hermanos. Mi mamá se enojaba, porque decía que así no se aprendía a leer o escribir, ya que veíamos el dibujo y sabíamos lo que era. Decía que había que saber escribir y leer sin ver dibujos.
Otra cosa que nunca faltó en las casas que habité durante mi infancia y adolescencia era un gran pizarrón, como el de las escuelas, pero en la cocina. Las cocinas eran siempre los lugares más grandes de la casa y en la nuestra se instalaba nuestro pizarrón, y de la familia y de los primos y amigos que jugaban en él.
Además, estaba la máquina de coser Singer de mi mamá y en el medio una gran mesa rectangular de madera maciza y unos bancos alargados tipo campo, fabricados por mi papá para los chicos, además de las sillas para los mayores. La mesa tenía un cajón grande en el medio donde se guardaban los manteles, la tabla de arriba estaba limpiada con “Virulana” y lavandina, porque allí entre mi abuela y mi papá amasaban los fideos para los domingos. El resto del tiempo permanecía cubierta con un hule. En esa mesa se hacían los deberes.
Mientras yo seguía enamorada de mi libro “Upa”, mis hermanos debían leer “La razón de mi vida” de Eva Duarte de Perón.
Creo que este escrito está un poco desordenado, pero son los recuerdos que vienen corriendo como potros desbocados.
Vuelvo al pizarrón. Estaba pintado de color negro –todos los años mi papá lo restauraba–, tenía un marco de madera alrededor y el estantecito para apoyar el borrador y las tizas. Como lo usábamos los tres, a veces lo dividían en tres partes para que todos lo pudiéramos usar al mismo tiempo. Allí practicábamos cuentas. Se escribían las tablas de multiplicar para memorizarlas y verlas durante todo el día. Nos hacían dictados. Y cuando ya estaban terminados los deberes y realizada un poco de práctica escolar, se nos permitía usarlo para dibujar.
Pero llegados a ese punto mi hermano Miguel y yo preferíamos meternos debajo de la mesa y jugar a la casita. Él trabajando con sus manos y fabricando, por ejemplo, un telar o una máquina de lavar siguiendo las instrucciones de la revista “Billiken”, que nos compraban semanalmente, y yo con mis muñecas siendo una abnegada mamá.

1 comentario:

  1. Ana María: reviví montones de cosas con tu Upa, "La Razón de mi vida", Billiquen, jugar a la casita. Cuántas memorias compartidas con los compañeros del curso. Me encantó tu texto.
    Susana Olivera

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