Por Ana María Miquel
Ya les conté en otra oportunidad
que mi papá escribía cuadernos enteros en lápiz y que luego les dejaba como
tarea a mis hermanos que pasaran la pluma con tinta sobre sus escritos. Allí,
se podían encontrar copiados textos de algún libro, palabras sueltas, el
abecedario, números, poesías. Es decir, cualquier tipo de literatura. Con el
correr de los años, los tres hermanos tenemos la letra muy parecida. Y la de
él, de mi padre, era una letra estilizada, inclinada hacia la derecha, con unas
mayúsculas que parecían góticas y las minúsculas bajas, tanto como las que
pasan el renglón o bajan el renglón, todas a la misma altura.
Había estudiado en colegio de
curas.
Para mi papá, la educación era
fundamental y aprovechaba cualquier oportunidad para transmitir conocimientos a
sus hijos. Recuerdo un libro con hojas satinadas al cual ya le faltaban las
tapas que se llamaba “El libro de los por qué”. En él encontrábamos todo tipo
de respuestas a nuestros por qué, desde por qué los indios andaban desnudos o
hasta qué pasó con los dinosaurios. Otro de los libros importantes que andaba
en nuestras manos era “Upa”. Ese era mi libro de cabecera, me encantaban los
dibujos y los colores, las letras en cada dibujo. Yo todavía no iba a la
escuela, pero se ve que ese libro ya lo habían usado mis hermanos. Mi mamá se
enojaba, porque decía que así no se aprendía a leer o escribir, ya que veíamos
el dibujo y sabíamos lo que era. Decía que había que saber escribir y leer sin
ver dibujos.
Otra cosa que nunca faltó en las
casas que habité durante mi infancia y adolescencia era un gran pizarrón, como
el de las escuelas, pero en la cocina. Las cocinas eran siempre los lugares más
grandes de la casa y en la nuestra se instalaba nuestro pizarrón, y de la
familia y de los primos y amigos que jugaban en él.
Además, estaba la máquina de coser
Singer de mi mamá y en el medio una gran mesa rectangular de madera maciza y
unos bancos alargados tipo campo, fabricados por mi papá para los chicos,
además de las sillas para los mayores. La mesa tenía un cajón grande en el
medio donde se guardaban los manteles, la tabla de arriba estaba limpiada con
“Virulana” y lavandina, porque allí entre mi abuela y mi papá amasaban los
fideos para los domingos. El resto del tiempo permanecía cubierta con un hule.
En esa mesa se hacían los deberes.
Mientras yo seguía enamorada de mi
libro “Upa”, mis hermanos debían leer “La razón de mi vida” de Eva Duarte de
Perón.
Creo que este escrito está un poco
desordenado, pero son los recuerdos que vienen corriendo como potros
desbocados.
Vuelvo al pizarrón. Estaba pintado
de color negro –todos los años mi papá lo restauraba–, tenía un marco de madera
alrededor y el estantecito para apoyar el borrador y las tizas. Como lo
usábamos los tres, a veces lo dividían en tres partes para que todos lo
pudiéramos usar al mismo tiempo. Allí practicábamos cuentas. Se escribían las
tablas de multiplicar para memorizarlas y verlas durante todo el día. Nos
hacían dictados. Y cuando ya estaban terminados los deberes y realizada un poco
de práctica escolar, se nos permitía usarlo para dibujar.
Pero
llegados a ese punto mi hermano Miguel y yo preferíamos meternos debajo de la
mesa y jugar a la casita. Él trabajando con sus manos y fabricando, por ejemplo,
un telar o una máquina de lavar siguiendo las instrucciones de la revista “Billiken”,
que nos compraban semanalmente, y yo con mis muñecas siendo una abnegada mamá.
Ana María: reviví montones de cosas con tu Upa, "La Razón de mi vida", Billiquen, jugar a la casita. Cuántas memorias compartidas con los compañeros del curso. Me encantó tu texto.
ResponderEliminarSusana Olivera