Guillermo Pochettino
Mi
pasión por el futbol nació no sé cuándo, pero sí sé que fue muy temprano y potente,
por ello recuerdo muchos momentos asociados con el mismo. Nací en un pueblo,
Armstrong, aquí en la provincia de Santa Fe. En aquellos años las
comunicaciones eran muy distintas a las que hoy conocemos y la radio y los
medios gráficos como “La Capital” o “El Gráfico” eran los que se hacían
presentes con las noticias políticas, policiales y deportivas. Recuerdo que mis
padres estaban preocupados, porque en agosto del año que comencé la escuela
primaria aún no leía, pero inmensa fue la sorpresa cuando me encontraron
acostado en el piso leyendo de corrido la reseña en el diario de un partido de
River del que me había hecho fanático.
Por
esa misma fecha, hubo un acontecimiento raro por cuanto jugaron el clásico más
clásico, de mañana. Como siempre, me dispuse a escuchar el partido junto a mi
padre en una radio a válvula, del tamaño de un televisor de catorce pulgadas; y
el vibrante relato era acompañado por una “freidora” que por momentos hacía
inaudible el mismo. Perdimos por goleada lo cual con el correr de los años se
me hizo una costumbre, pero el tercer gol de los cuatro con que se despacharon,
despertó en mí una reacción inesperada. Fue un violento cross al paño que cubría el parlante, como no queriendo escuchar más
la tortura a que era sometido, y mi inmediata fuga perseguido por mi viejo
quien tan solo se calmó cuando la voz del relator continuó escuchándose.
Que
yo me hiciera hincha de River no era una sorpresa en mi pueblo, puesto que la
población se dividía mayoritariamente entre millonarios
y xeneixes dejando muy poco espacio
para algunos despistados de San Lorenzo, Racing o Independiente, todos clubes
de Buenos Aires. Lamentablemente ni Central ni Ñuls formaban parte de las
preferencias pueblerinas en ese entonces. Creo que esas proporciones variaron
en forma considerable en las últimas décadas, favorecidos por sus campeonatos y
por la posibilidad de verlos en la televisión.
Al
igual que para la mayoría de los niños y jóvenes de la época, el futbol era el
deporte que practicábamos, el deporte que primaba casi en exclusiva salvo para algunos
que hacían basquetbol. Hice mi primaria concurriendo en el turno tarde, razón
por lo cual salía corriendo de la escuela, ubicada frente a mi casa, comía
rápido medio pan francés con manteca y alguna chocolatada que mi querida madre
me tenía preparada, y me iba disparado hacia el “campito” a tiempo para jugar
un muy buen a rato a la pelota. Porque nosotros “jugábamos” a la pelota sin
táctica ni estrategia, donde sobresalían los habilidosos pero donde también
había lugar para los troncos como el que suscribe.
El campito o también llamado potrero, el lugar
físico en que transcurría nuestra práctica, era cualquier lugar abierto,
generalmente de tierra, rara vez cubierto por un pasto duro y escaso. Los arcos
se hacían con algunos pulóveres o camisas dispuestas como remedos de palos, y
el travesaño… no existía. El tiempo de juego era cuasi infinito y tan solo la
oscuridad y el llamado estentóreo de algún padre o madre decidían la
finalización del partido. No necesitábamos ni camisetas especiales, mucho menos
los coloridos botines de hoy, y no eran pocos los que jugaban en patas. Los
árbitros eran el consenso de lo evidente y cuando ello no era posible –la duda
si pasó o no por encima de la vestimenta, que decidía si era gol o no– podía
dirimirse en algún empujón o alguna trompada, violencia que terminaba cuando concluía
el juego, puesto que este seguía al día siguiente en el que el “pan y queso” decidía
si estabas en el mismo equipo o no.
Tendría
diez años cuando un señor ya mayor del barrio, que no tenía hijos varones, nos
propuso a nuestra barrita (seis o siete mocosos que teníamos una diferencia de
entre uno o dos años) preparar una verdadera canchita. Si mi memoria no falla,
los nombres de los que formábamos tal barrita eran Titín, Ricardo, Poli, Pilo,
Carlitos y el Gordo, que era yo, más algún otro que se me ha olvidado. Canchita
que tuviera un aspecto más parecido a una cancha regular, marcada sus líneas y
erigidas las metas con parantes verticales y el horizontal de madera. Sin dudas
éramos la proyección de su deseo paterno masculino… y lo bien que nos hizo. La
idea era ocupar un terreno que había sido anteriormente silos subterráneos para
almacenamiento de cereales, dejada en abandono por la construcción de unos
silos verticales más grandes. La propuesta era tentadora, pero requería de
nuestra parte la decisión de realizar un esfuerzo físico al que no estábamos
acostumbrados.
El
deseo de parecernos a un equipo de club nos decidió y nos comprometimos
fieramente a esa tarea. Primera etapa alisar el terreno, bastante irregular y
muy pedregoso por su anterior funcionamiento. Pala y rastrillo varios días con
la dirección de don Enrique (no recuerdo su apellido), sudor y alegría que se
esparcía por esos cincuenta por veinte metros soñando que, algún día, eso se
pareciera a una canchita. Limpiar parte de los viejos silos que emergían apenas
de la superficie y que serían nuestros vestuarios, constituyó la segunda etapa.
Nuestro padrino mandó a hacer los parantes de madera, que en la tercera etapa
se constituyeron en los arcos. La cuarta etapa fue el señalamiento de las
líneas, ejecutadas con la precisión que nos impuso el tendido del piolín y
marcadas esmeradamente.
No
recuerdo por qué surgió como nombre del clubsito,
que nacía como “el Vesubio”. Alguno de nosotros habría conocido esos días la
existencia de un volcán llamado así y lo propuso y, como el objetivo estaba en
el juego y no en los nombres, lo habremos adoptado sin más.
Invitamos
para la inauguración a otro grupo de chicos de nuestra edad y no me parece que
haya sucedido algo memorable en esa circunstancia. Sí puedo suponer que el
orgullo que teníamos de haber construido con nuestras manos y nuestro esfuerzo,
debe haber sido mayúsculo y haber representado en nuestro interior una
enseñanza que en más de una oportunidad nuestra vida posterior aprovechó aun
inconscientemente. Aprendimos de una manera concreta, pero ligado a lo lúdico,
la importancia del esfuerzo y el compromiso con el otro para arribar al
objetivo propuesto. A la distancia, también es posible recuperar hoy el
esfuerzo de una gran cantidad de Enriques que se acercan a los pibes y se brindan
desinteresadamente para su felicidad.
Después
de algunos días en que practicamos nuestro juego en ese predio, los “chicos de
atrás de la vía” se hicieron cargo de nuestra canchita. Ellos eran más grandes
y dispuestos a la pelea, por lo que al principio lo vivimos con mucha
frustración; pero como niños que éramos primó nuestro interés por el juego
mismo y adoptamos una solución sino pensada, seguramente inteligente:
compartimos el terreno, jugamos y no nos interesó si éramos “los dueños”.
¿Habremos arrugado? Posiblemente, pero que importó si terminamos jugando.
Mi
pasión por el fútbol y River siguen vigentes, pero ya aprendí que no vale la
pena pegarle a la radio porque sobre esa pasión juegan intereses que los
fanáticos no controlamos. Hoy, disfruto si hay un buen juego y soporto las
broncas de mi mujer cuando esa pasión se interpone con una salida y tan solo
lamento por un instante no haber logrado que mi hijo fuera un gallina de ley. Es tan solo un instante
puesto que, al hacerse canalla, respeté el derecho a sus propias opciones y
ello es una victoria en lo siempre difícil (aún en las pequeñas cosas) de aceptar
a nuestros hijos como quieran ser.
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