Susana
Olivera
“Yo tengo
vergüenza de decirte esto”, dijo.
La mesa estaba cubierta de
telas, de restos de distintos colores, de tijeras, de agujas y alfileres
prendidos en almohadillas que parecían erizos, de flores artificiales blancas,
de perlas y piedrecillas de colores. Era increíble cómo ese grupo de mujeres de
edades parecidas podían saber dónde estaba cada cosa. Era un murmullo continuo,
un charlar, opinar, pedir, un ruido de tijeras que se caían o apoyaban
violentamente sobre la mesa. Un traqueteo de la máquina de coser. Un preguntar:
—¿Qué te parece
cómo me quedó la puntilla para el escote del camisón?
—Me gustaría más
que la cerraras con el abaniquito de siete varetas…
—¿No quedará muy
grueso?
—Probá…
—Mirá cómo me
quedaron estos pañuelos con el borde de frivolité…
—Finísimos…
Después, cuando termines, pasame la naveta.
Y no venía el silencio. Seguían
los comentarios, las preguntas, el rumor del trabajo en conjunto. Las risas y
las bromas.
Corría el mate de mano en
mano. La pavita estaba sobre un banco cubierto con una servilleta a cuadros. Se
olía a yerba, a telas nuevas, a pan tostado, a torta recién horneada.
Una confidencia antes de la
boda. Una confidencia obligada porque había habido problemas con la
documentación de Lucrezia, la novia.
—No se haga
problema, m’hija. Yo le arreglo el
asunto en un momento. Para eso estoy en la Policía. Y soy el comisario.
—Es mi partida
de nacimiento, padre. Sale con errores… Errores en las fechas, en los nombres.
—No se haga
problema, no se haga problema. Yo se lo arreglo. Mañana mismo se lo arreglo.
Los Saitta eran amigos de mi
abuela y habían venido de Sancti Spiritu a preparar el ajuar de novia, de la
hija mayor que se casaba en un mes. La abuela y todas mis tías contribuían.
Habían hospedado a Carlotta, la madre, y a Lucrezia en una de las habitaciones
del patio del fondo. Alessio, el padre, había quedado en casa debido a su
trabajo. “Son cosas de mujeres eso del ajuar.”
La abuela con sus sabias
manos, ya había cortado el vestido de novia que sería largo, pero muy sencillo.
Presentación, su ayudante de siempre, lo hilvanaba. Cada una de las tías,
movidas por el afecto, ayudaban a hacer de ese acontecimiento un momento feliz
para Lucrezia. Sabían de su triste historia. Historia que la jovencita conoció
antes de viajar a Rosario a casa de abuela María. Fue cuando buscó la
documentación para casarse. Pero esa situación la sufrió desde que tiene
recuerdo.
—Yo tengo
vergüenza de decirte esto. Yo ya estaba embarazada cuando me casé con Alessio.
Por eso, es que no coincide la fecha de nacimiento tuya con la partida de
casamiento nuestra. Alessio no es tu padre. Yo ya estaba embarazada. Él se
enteró cuando naciste. Tu nacimiento fue prematuro. Así que más evidente
todavía. Y él me obligó a confesárselo.
—¿Por qué se
casó usted mamá, si él no era el padre?– preguntó Lucrezia.
—Cosas que
ocurrían en esa época, querida. En 1944 una jovencita no podía estar embarazada
y ser soltera. Y menos en nuestro pueblo. Mi padre habló con Alessio y
arreglaron el casamiento. Alessio, vos lo sabés, es veinte años mayor que yo.
Yo, en el momento de la boda
de Lucrezia era también como ella veinteañera. Y también estaba enamorada y
próxima a casarme. Compartíamos nuestra juventud y nuestros amores, de manera
que las confidencias no tardaron en suceder.
Estábamos felices, llenas de
ilusiones porque nos casábamos con quién habíamos elegido. Lucrezia sentía que su
momento de libertad y de vivir había llegado.
Me contó que después de
conocer la verdad sobre su origen pudo entender muchas cosas. Ella era morena
de enormes ojos negros sombreados y tristes y sus hermanos menores, dos varones
y dos niñas eran rubios, de ojos claros y piel muy blanca.
Entender, pero no aceptar.
Las diferencias en su hogar no eran solo el color de la piel: había diferencias
en todo.
Lucrezia no tenía habitación
propia como sus hermanos. Ella dormía en un catre que abría en la cocina todas
las noches. Carlotta le había explicado mucho tiempo atrás que era para que
estuviera más calentita y además, más cerca de las hornallas para preparar el
desayuno para todos. Las cosas eran así. También debía aceptar que ella era la
encargada de buscar la leche todas las mañanas a un tambo que estaba a un
kilómetro de la casa. En las madrugadas de invierno, cuando todavía no había
amanecido, el camino estaba cubierto de hielo. Ella nunca tuvo zapatos: calzaba
alpargatas de tela con las que se le congelaban los pies. Cuando ya fue mayor y
sus hermanas también supo usar los zapatitos que dejaban las niñas.
¿Y su ropa? Nunca tuvo ropa
propia: su madre, hábil en la costura, le hacía faldas y camperas con restos de
su ropa o la de sus otros hijos.
—Pero, ¿vos no
hablabas con tu mamá?
Lucrezia respondió todavía doliéndole el
recuerdo: “Sí… varias veces, no muchas. Hablé con mamá. Ella nunca fue clara.
Decía que yo era la mayor, que mis hermanos eran más pequeños, que debía ser
así. Que yo era una gran ayuda para ella. Y a mí me movía el cariño por ella y
por los chicos. Y callaba”.
Sí. Alguna vez preguntó a su
madre. Alguna vez pidió. Nunca la escucharon.
Ella guardaba los juguetes
de todos, hacía las camas tanto de las nenas como de sus hermanos, limpiaba, ponía
la mesa, lavaba los platos. Y no tenía todavía seis años.
Cuando llegó la época de ir
a la escuela Carlotta le hizo un guardapolvo usando sábanas viejas, le compró
un cuadernito de tapas blandas y juntó lápices de colores que dejaban los más
pequeños ya muy gastados. Sus útiles escolares fueron siempre los que dejaban
de usar sus hermanos.Tampoco tuvo juguetes. “No le hacen falta”, decía el
padre. Y debía ser así. No había dinero para ella.
—¿ Y tu papá,
Lucrezia? ¿Cómo era tu trato con él?
—Debía tratarlo
de usted. A mamá también. Cosa que no hacían mis hermanos. Casi no hablábamos.
Y si yo hacía algo mal o me peleaba con los chicos, era la castigada. Yo tenía
siempre la culpa por ser la mayor. Yo le tenía miedo. Trataba de evitarlo a
toda costa. Es que había conocido su cinturón y del lado de la hebilla. Cuando
estuve en primer grado tuve que guardar cama por golpes recibidos…
—Pero, ¿y tu
mamá? ¿No te defendía?
—Mamá también le
tenía miedo. También había conocido su mano pesada. Y mi padre tenía otra forma
de dominarla y era con el dinero. Lo que le daba debía alcanzar para todo. Si
no, había problemas.
—¿Qué clase de
problemas?
—Gritos, escenas
y mamá llorando en su habitación.
—La maltrataba…
Le pegaría.
—Sí, yo muchas
veces fui testigo. Y generalmente me sentía culpable de ese castigo.
—Pero, ¿por qué
se quedaba? ¿Por qué no se iba con sus hijos?
—No tenía dinero
y no tenía dónde ir. Mamá solo trabajaba en casa. Y ¡cómo trabajaba! Además
hacía la huerta y cosía toda nuestra ropa.
Lucrezia no había terminado
la escuela primaria. En el pueblo solo había los primeros grados, hasta cuarto.
Los demás debían ser cursados en otro pueblo o en Rosario. Sus hermanos los
completaron, también la escuela secundaria. Ella no tuvo la posibilidad.
—Tuviste
problemas cuando empezaste a salir con Juan Carlos?
—Claro que sí.
No tenía permiso para recibirlo en casa o salir con él. Mamá muchas veces me
ayudó, a pesar de que sabía lo que era no respetar las órdenes de mi padre.
—Pero ustedes se
arreglarían para encontrarse. ¡El amor vence todo!
—Sí. Cansado de
la situación Juan Carlos fue a ver a mi padre a la comisaría. Allí lo conoció y
le dijo que quería casarse conmigo. Mi padre aceptó enseguida. Era una forma de
que yo me fuera de casa. No me importa. Es lo que yo quería, irme y tener mi
propia familia…
—¿Van a vivir en
tu pueblo?
—Por poco
tiempo. Los padres de Juan Carlos nos prestan una casita cerca de donde ellos
viven. Pero Juan Carlos ha pedido traslado a Venado Tuerto. En realidad todo
esto es un sueño. Nunca me he sentido tan feliz. No me importa donde vivamos
mientras estemos juntos.
Me quedé pensando qué
distinta había sido mi vida con padres amantes y esta familia de mujeres –abuela
y tías– que me querían mucho. Me sorprendía ver cómo hay personas que pueden
llevar su rencor hasta extremos de martirizar a un inocente.
“Lucrezia, vení a probarte
tu vestido de novia. Todo el mundo afuera del probador. No se puede ver a la
novia con su traje antes de la boda”, llamaba abuela María con su sonrisa
fresca y esgrimiendo un montoncito de tela blanca.
"Yo me quedo, abuela. Así te ayudo a medir", dije.
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