miércoles, 26 de noviembre de 2014

El gato en la oscuridad

Por Celia Novelli

Una vieja melodía resuena en mi cabeza una y otra vez. La tarareo, pero no logro recordar la letra en su totalidad. Me decido y voy a la computadora en busca de ayuda. Estoy sola en casa. Nadie puede interrumpirme. Busco en Youtube: “El gato en la oscuridad”, de Roberto Carlos. Instantáneamente la pantalla se abre y me tira como por arte de magia varias versiones del tema en cuestión, hasta una versión remixada. Le doy “play”, salto el molesto anuncio y al instante empiezan a sonar los primeros acordes del tema y luego la dulce voz de un Roberto Carlos, joven, melancólico, sencillo, con abundante cabello oscuro y ondulado, entona las primeras estrofas:
                    “Cuando era un chiquillo, qué alegría,
                    jugando a la guerra noche y día
                    saltando una verja, verte a ti
                    y así , en tus ojos, algo nuevo descubrir.
                    las rosas decían que eras mía
                    y un gato me hacía compañía”
Cierro mis ojos y la música me transporta a mi adolescencia. Estoy con mis amigas del barrio, en el pasillo de su casa por calle Viamonte. “El gato en la oscuridad” está sonando en el viejo Wincofon… Mientras mis amigas conversan, yo me muevo lenta y sensualmente al compás de la canción, mientras la tarareo. Estoy enamorada por primera vez y pienso en el chico que me desvela. ¡Cómo me gusta! ¡No hago otra cosa que pensar en él! De pronto, alguien toca mi hombro y me hace volver a la realidad. ¡Es él! Las mariposas comienzan a revolotear en mi estómago.
—¿Qué hacés? ¿Bailás sola? ¡Dale, dejá de escuchar a ese meloso y poné algo más movido!
La magia llega a su fin. Pongo otro tema, de los Rolling Stones creo, no me importa total voy a compartir un rato con él y con el grupo. Los minutos vuelan y la reunión llega a su fin. Nos despedimos con la promesa de reunirnos pronto. Guardo en mi memoria sus palabras, sus chistes, su risa contagiosa, sus gestos facheros, hasta el próximo encuentro.
Como escuché decir alguna vez, uno casi nunca se casa con el primer amor, pero las canciones de Roberto Carlos siempre erizarán mi piel y me llevarán a mis quince años, a esa época de ensoñación, de enamoramiento constante, de magia, de estar casi siempre flotando entre nubes de algodón y pensando en el amor.
El tema llega a su fin y vuelvo a la realidad, al presente maravilloso que me dio la vida: dos hijas bellas y un marido casi ejemplar. Tengo que preparar el almuerzo, pronto irán cayendo de a uno a comer. Te encierro, Roberto, en la compu. ¡Perdón! Hasta la próxima vez, cuando algo o alguien despierten en mí nuevamente los recuerdos más íntimos de mi inocente adolescencia.

A mi madre

Por Celia Novelli

Aquel día plomizo de invierno, la recuerdo con lágrimas en los ojos, arrojando a la pequeña hoguera, uno a uno, los fascículos que integraban la colección que había logrado armar con esfuerzo y con una considerable inversión de sus ahorros.
Sí, mi madre se estaba deshaciendo de aquellas revistas que hablaban de su ídolo, del hombre que para ella había reivindicado el derecho de todos los trabajadores y se había puesto del lado del pueblo. Recuerdo que no paraba de llorar mientras el fuego iba consumiendo aquellas hojas brillantes que hablaban sobre la vida y la obra de Juan Domingo Perón.
Mercedes, Mecha o Mechita, como la llamaban los más allegados, sabía que en aquellos días, el gobierno militar de facto de Videla, irrumpía en las casas, preferente de noche, sin aviso, y secuestraba víctimas a la vista de sus familiares. En nuestra cuadra ya habían realizado dos de esos nefastos procedimientos, secuestrando a una profesora universitaria que vivía cerca de la esquina. Mi madre, como todos, vivía aterrorizada, más que nada por nosotras, sus hijas, que en aquella época éramos estudiantes. Por eso, pensó que aquella colección podía ser comprometedora y fue así como decidió quemarla, con todo el dolor que eso le provocaba.
Modista de profesión, el hilo, la aguja, el dedal y el centímetro, siempre la acompañaban y la convirtieron desde muy joven en una costurera querida y reconocida por su prolijidad y dedicación. Desde antes de casarse, y bastante tiempo después de hacerlo, acarreando las sencillas herramientas que le permitirían realizar sus labores, tomaba el colectivo en una esquina de su querido barrio Belgrano hasta Fisherton. Allí, la esperaban en sus caserones de estilo inglés, las señoras pudientes con miles de arreglos de costura para realizar en una tarde. Todos la apreciaban y ella siempre se jactaba contando sobre el rico té, al mejor estilo inglés, que le servían las mucamas de la casa donde le había tocado trabajar ese día. Mi hermana y yo escuchábamos pacientemente sus anécdotas con aquellas familias adineradas, de apellidos muy importantes e ilustres cuyas costumbres eran tan distintas a las nuestras. De vez en cuando, las señoras muy agradecidas, agregaban unos pesitos de más a sus modestos honorarios y ella llegaba a casa feliz, porque podría comprar algún regalito extra a sus amadas hijas.
Su pelo corto, ondulado y prolijo, su aspecto de señora decente, su boca llena de consejos e historias y su mirada protectora van a fijarse por siempre en mi mente.
Hoy, a la distancia, me doy cuenta de qué poco se ocupó de ella misma, de tanto tener la mirada puesta en sus hijas; y, después, en sus nietos, esa mirada que muchas veces pesaba; pero que ahora, siendo yo también madre, comprendo y agradezco, ya que nos permitió a mi hermana y a mí, convertirnos en mujeres de bien, responsables, de valores muy arraigados, tener una profesión y ejercerla con respeto y responsabilidad.
Hace cuatro años que te fuiste para siempre, pero tu recuerdo siempre estará con nosotros, tus descendientes, y nos llenará el alma de fuerza y entereza para seguir adelante. ¡Gracias Mamá!

martes, 25 de noviembre de 2014

La libreta de Tito

Por Ana Inés Otaegui

Ha pasado tanto tiempo. Todo o casi todo ha cambiado. Mi padre en el escritorio, leyendo las “Selecciones”. Mi mamá, hojeando “La Capital” y por allá lejos una radio encendida, donde frecuentaban anuncios del gobierno de Onganía, eran las postales de aquellos tiempos. Tiempos donde lo cotidiano transcurría lentamente. Tiempo para hablar, para estudiar, para jugar y tantas otras cosas más. Tiempos, donde la palabra tenía valor.
Durante muchos años, en mi casa, como en la gran mayoría, existía una libreta donde se anotaba lo que se iba gastando en el almacén, mes por mes. Libreta de tapa dura, forrada de cuerina negra, hojas rayadas, donde cuidadosamente, “Tito”, el almacenero, de la calle Viamonte al 700, iba anotando día por día lo que comprábamos: manteca, leche, harina, yerba… Los números bien claros y prolijamente encolumnados nos facilitaba la suma, que se realizaba al finalizar el mes.
Tito era un hombre muy querido y respetado por todos los vecinos. Buen cocinero. Sus empanadas, fritas por cierto, eran muy famosas, no solo en el barrio sino también en otros lugares de Rosario.
La libreta sobrevivió muchos años. Ya no estaba Tito; era su esposa “La Pocha”, la que se encargó del almacén por mucho tiempo más. Y continuaba la misma rutina: anotar en esa pequeña libreta todo lo que se compraba. Al principio, los precios estaban expresados en moneda nacional y, luego, por reformas económicas, expresados de acuerdo a la  ley 18.188.
Al comienzo de esta modalidad, la suma la hacía mi mamá manualmente; luego nosotras, sus hijas. Y era muy divertido, porque usábamos la máquina de calcular de mi papá, que celosamente él cuidaba: una Olivetti de color azul metalizado, con una palanca al costado. Colocábamos el rollo de papel, lo hacíamos correr un ratito, hasta que se asomara, y recién entonces podíamos comenzar a sumar, Sacábamos el subtotal por cada hoja, hasta llegar a la última, con el total final. Este era comparado con el que hacía el almacenero.
Nunca, pero nunca hubo diferencias.
Se pagaba religiosamente, el último día del mes. Todos sus clientes, tenían una conducta natural: “pagar en tiempo y forma”.
Con la madurez de adulto, uno toma conciencia de todo lo que significaron esas libretas, en la economía familiar:
Pequeña libreta, sin secretos
llena de números con decimal,
hoy revivo en mis recuerdos
            ese momento tan especial.

La cuadra de mi infancia

Por José Mario Lombardo

Los personajes y los hechos narrados son verdaderos. Las situaciones se relatan sin el permiso de sus protagonistas. Estoy convencido que ninguno pondría objeciones para que las mismas trasciendan.
La calle Alvear corre de Este a Oeste, paralela a las vías del Ferrocarril Sarmiento; por eso, tiene una vereda sola. En la esquina Este, antes de cruzar, vivían los Piacentini; el padre, Armando, era guarda hilos del ferrocarril; la madre, Blanca, maestra de maestras; y los hijos, Mario y Susana. Cruzando hacia el oeste, Caíto Olano tenía en el patio un brioso caballo que ensillaba a diario para ir hasta el campo. Después, venía la herrería de mi tío Miguel; quien vivía allí con su mujer, La Negra y sus hijos Ester, Gueley, Lili, Martín, Susi y Pablo. Al lado, los Mateu, don Enrique y señora con sus hijos Marta y Enrique. Continuaba Don Floriano Mendoza como dueño de casa y obrero del Molino, su mujer y sus hijos: Ñata, Pocho, Felipe, Idelba y el Coco. Siguiendo hacia el Oeste, don Nicanor Sienra, que era experto soldador en el taller de los Pico, su señora, El Laly, La Norma y el Fernando que le decíamos “El Negro”. Su vecino era el electricista del barrio, Vicente Pereyra, su señora y su hijo Rodolfo; y, después, veníamos nosotros: Pepe, empleado de farmacia; Angelita profesora de corte y confección; Bocha y Cacho. A nuestro lado, los Galo tenían un mercado de frutas y la familia estaba formada por don Antonio, doña Pepa, el José, el Pily y la Antonia; y para terminar la cuadra estaba don Raúl Molinari, que además de almacén y metegoles, tenía una calesita, una estanciera IKA que hacía de taxi; su señora, que para nosotros era “Doña Susana”, y sus hijos Mariela y el Tedy.
Y en verdad sería una picardía perder, ante semejante elenco, la posibilidad de otorgar algunas señales de vida del vecindario que aquí evoco. Mi buena memoria tiene grabadas ciertas escenas que acaso logren transformar esa mera lista de nombres en queridos recuerdos que regresen por la cuadra de mi infancia, como cuando nos sentamos en rueda de amigos y, mates mediante, volvemos por viejas historias acaecidas allá lejos en el tiempo; y sus actores, se cruzan, se chocan, se agrupan, se unen o se separan tejiendo una trama muy sutil, una urdimbre vital e ineludible que se genera por el simple hecho de vivir y convivir.
Cuando estaba por segundo o tercer grado, mis faltas de ortografía me llevaron a pasar mis vacaciones veraniegas en la casa de Blanca, la maestra. Fue arduo y muy riguroso su trabajo tratando de remediar mis carencias, hasta que por fin, llegando abril, al dar por terminado aquel apoyo escolar, yo quise retribuir mi agradecimiento hacia Blanca obsequiándole un dibujo donde aparecía un paisaje muy pampeano. Me había quedado muy lindo el paisaje. Todo hubiese sido exitoso si no hubiera insistido en ponerle título a mi obra. Le puse: “El horizonte, el rancho y el ombú “. Claro, pero ocurrió que la “H” que puse, en cualquier lado la puse, pues en realidad, en hermosas letras góticas mi dibujo exhibía orgullosamente su título, con la bendita “H” que se había fugado del “Horizonte” y había ido a guarecerse en el mismísimo “Ombú”.
Cuando había que enllantar, mi tío lo llamaba al Coco para que colaborase. La llanta, en los carros con rueda de madera, es ese aro de hierro que cubre la rueda, la protege y logra que la misma no se desarme. Para enllantar una rueda se ponía la misma en una especie de mesa circular con un eje central que sujetaba la rueda por su buje. La llanta era calentada en el suelo por medio de pequeñas fogatas distribuidas a su alrededor, de manera que ese aro metálico se dilatara. Entre tres o cuatro personas se levantaba la llanta con unas tenazas, se la colocaba en la rueda y luego se la enfriaba rápidamente con agua. La llanta, al contraerse, se ajustaba firmemente al aro de madera. Esa era una de las tantas tareas que se realizaban en aquel taller. Un día, en la herrería saltó el manómetro de la soldadora. Se formó una gran nube de polvo que impedía ver lo que ocurría en el interior del galpón. Ante semejante polvareda, se había congregado allí todo el barrio. Por suerte, en ese momento pasaba Don Nicanor Sienra que, experto soldador como era, se tiró cuerpo a tierra para llegar hasta la soldadora y solucionar rápidamente el inconveniente. Mientras realizaba su trabajo, Don Nicanor perdió uno de sus borceguíes que quedó junto al portón de la herrería. Alguien lo vio y ni corto ni perezoso lo tiró a la vereda de enfrente, que en realidad eran las vías del ferrocarril. Don Nicanor, todo negro por la tierra, no entendió nunca como su zapato se había volado hasta el otro lado de la calle.
Fernando, el menor de los Sienra, todas las tardes acostumbraba visitarnos. Con sus escasos cinco años aparecía en su bicicleta amarilla de piñón fijo que manejaba como nadie y pasaba sus buenos ratos en mi casa. A mi padre le gustaba hacerlo recitar y Fernando, subido a un cajón de manzanas que siempre teníamos en el patio, nos decía con su media lengua los versos de “El desafío”: “Le corro con mi manchao al alazán de Cirilo…” hasta que en el final, en un alarde de histrionismo exclamaba alzando los brazos: “Y el juez gritó sentencioso… ¡Puesta nomás caballeros!...”, para después alejarse muy ufano montado en su bicicleta intentando imitar la carrera cuadrera que terminaba de relatar.
Don Antonio Galo, además de su mercadito de frutas, comenzó en una época a comercializar quesos. Principalmente quesos duros. De rallar. Para ello, almacenaba en una salita vecina a su negocio una gran cantidad de hormas. Coco Mendoza fue su ayudante. En medio de un olor a queso realmente notable, el Coco limpiaba prolijamente las cáscaras para luego proceder a pintarlos y embalarlos. No era muy agradable la tarea del aquel fiel ayudante, pues el olor de los quesos se le impregnaba en la ropa, en el cuerpo y hasta en los cabellos. En esos tiempos uno siempre sabía cuando el Coco se acercaba.
Don Raúl Molinari con doña Susana atendían el almacén de la esquina. Como complemento, don Raúl instaló en el salón un par de mesas de metegol. Inmediatamente su idea se encaminó hacia el éxito. Ese lugar se convirtió en nuestro principal punto de reunión. Todas las tardes librábamos ardorosos torneos de ese juego tan afín a nuestro fútbol. En esos partidos no cabía el empate pues se jugaba con siete pelotitas. Quedaba la pareja ganadora y la perdedora era remplazada por los que seguían en la cola. Mientras se esperaba el turno para jugar, se podían leer los libritos de bolsillo de la colección “Rastros” o las novelas de “Corín Tellado”, que siempre estaban a nuestra disposición en una improvisada biblioteca. Don Raúl, también tenía las instalaciones de un pequeño parque de diversiones. En el invierno, cuando no salía de gira, armaba la calesita en el patio. Como no le conectaba el motor, a la calesita había que movilizarla a mano, quedaba así a nuestra entera disposición, de manera que la hacíamos girar a una velocidad digamos que un poco vertiginosa. Quienes se aventuraban a subir a esa especie de ventilador horizontal debían aferrarse al elemento que tuviesen a mano: avión, auto, cebra, caballo, cisne, etcétera, para evitar salir despedidos de aquella amenazante plataforma giratoria.
Ahora, muchos años después, faltan varios habitantes de entonces, se han agregado algunas viviendas, han desaparecido otras y el paisaje algo ha cambiado. Pero la historia continúa. Con otras formas y otros modos, los lazos que urden la trama de las cosas nuestras, insisten en la constante tarea de trazar el camino de la vida.
Miguel ya no está, pero el galpón de la herrería encierra aún todas sus herramientas de trabajo y en la casa continúa viviendo su mujer con el menor de los hijos. Mario, el hijo de Blanca, la maestra, organizó una radio FM y un diario que aún funcionan. En ese diario yo pude colaborar con algunos artículos. Allí, también pude leer buenos relatos de viajes de mi primo Gueley. Un día, pasó por la redacción del diario Pocho Mendoza y dijo que él también quería escribir y, dejando muestras de una buena memoria y un gran conocimiento de la gente del pueblo, contó de la vida de los comercios, sus empleados, los patrones. Y por si algo hiciera falta para terminar de unir lazos desde el pasado, Fernando, el Negro, el de la bicicleta amarilla, hoy sigue día a día colaborando con su histrionismo de siempre, en los programas de la tarde, en la FM del Mario.

Historias en el día de cobro de la jubilación

Por Susana O.

Historia 1

Como de costumbre el banco Supervielle de Sarmiento y San Lorenzo, repleto. Lleno de jubilados con sus historias, sus problemas, sus necesidades. Algunos con sus mejores ropas y peinados de peluquería hechos especialmente para la ocasión; otros, vestidos con sus hábitos cotidianos, usados y vueltos a usar. Con bastones, sillas de ruedas, anteojos, audífonos, algunos engalanados y perfumados, otros solos, o acompañados de gente joven o empleadas. Señoras muy producidas, atropelladoras. Señoras muy humildes y tímidas en el banco. Todos con una sonrisa oculta: día de cobro.
Ese día yo, como lo hago siempre, había sacado número en la máquina cerca de la puerta de entrada y estaba dispuesta a hacer algunas diligencias fuera del banco o tomar un cafecito en la cafetería de enfrente, mientras llegaba mi turno: siempre hay que esperar alrededor de una hora.
Ustedes me preguntarán si tengo tarjeta para ir al cajero y terminar más rápido. Sí que la tengo y la uso; pero es toda una fiesta eso de ir el día de cobro.
Estaba por salir, cuando fue entonces que escuché una ¿discusión? en la calle: era un anciano con un cuzquito que se negaba terminantemente a entrar al banco y el hombre trataba de convencerlo hablándole como si fuera una persona. Por supuesto, me detuve para ver cómo terminaba el entredicho. Finalmente, al no poder hacerlo entrar en razones, el hombre arrastró al perro por la correa y lo llevó patinando sentado en el suelo y a los ladridos mordiendo la correa adentro del banco. Todos mirábamos sonriendo la lucha hombre-perro. También lo vio el guardia de seguridad, que llegó muy violento a la puerta:
—Señor, señor, no puede entrar con el perro. Por favor, retírese.
—Sólo quiero sacar número, así adelanto el turno de la patrona.
—Con animales no puede entrar al Banco. Por favor retírese.

Otra patinada del cuzco y ladridos agudos mientras el hombre salía. Algunos comedidos le sostenían la puerta, le abrían paso, le hacían lugar para que pasara. Lamentablemente, a nadie se le ocurrió por entonces llegarse a la máquina y retirar un número para el dueño del perro caprichoso.
Seguridad se quedó un momento esperando que el anciano se retirara. En cuanto el guardia desapareció, otra vez el hombre con el perrito patinando y a los ladridos adentro del banco. Y otra vez el guardia corriendo para echarlo. Yo diría que todo el banco estaba pendiente de la situación: un silencio total sacudía al público que escondía la risa tras la expectativa.
—Señor, le dije que se retirara con ese perro. Es una disposición: no se puede entrar con animales.
—Es que saco número y me voy. Lo hago siempre. Es para la patrona, ¿sabe? Ella no puede venir y esperar tanto tiempo. Yo le adelanto… y aprovechando que saqué a pasear al Tobi…
—Con el perro no puede entrar, se lo repito.

A todo esto, el cuzco se arrimó al zapato del guardia, lo olió meticulosamente, levantó la pata y despachó una larga y olorosa meada a los pies del enojado guardia.

Cuando se dio cuenta de que tenía sus pies chapoteando en el charco gritó:
—Perro de mier… Fuera de acá.
—Pero, saco el número y me voy…
—Se retira inmediatamente, señor.

Salió el anciano con su perro patinando detrás de él, mientras una mujer disimuladamente le ponía en la mano el turno que le acababa de sacar para la patrona.

Historia 2

Un grupo de señoras detrás de mí conversando en voz muy baja…
—Ay, yo hace tres días que no puedo mover el vientre.
—Noo, es muy malo retener, se intoxica uno. Mire señora, yo tengo el mismo problema, pero ¿sabe qué hago? La noche antes pongo ciruelas negras en un vaso con agua y a la mañana, en ayunas, me tomo el líquido y me como las ciruelas. Después, me acuesto sobre el lado derecho más o menos media hora para que drene el hígado y, así, seguro, como un relojito, voy.
—Mire, voy a probar la receta, pero yo soy diabética y no puedo comer cosas dulces.
—No le hace nada, porque con tres o cuatro ciruelas, basta. Además pruebe solamente con el líquido, no se coma las ciruelas, eso la va a hacer ir.
—No, mire –intervino otra– yo no tengo paciencia para todos esos preparativos. En cuanto me despierto, me levanto, así preparo el desayuno para el viejo que ya hace un par de horas que seguro se levantó. Tiene insomnio, ¿sabe? El médico de cabecera del Pami me receta unas grageas blandas que usted tiene que tomar antes de acostarse y todos los días, mientras se calienta el agua para el mate, voy y muevo el vientre. Es lo más rápido.
—Perdone que esté escuchando, pero yo también soy muy seca y no puedo tomar nada de lo que ustedes dicen, porque me descompongo- añadió una cuarta señora que estaba en el asiento de adelante. Yo uso supositorios… los de glicerina para adultos, ¿vio? y día por medio, no bien me levanto, me pongo uno y sin tomar medicación soluciono el problema.
—Pero, se tiene que estar poniendo supositorios. Eso yo no lo haría, puede producir inflamación ahí abajo, lo mejor y más rápido son las grageas, son muy baratas si va con la receta del Pami. Además son totalmente inofensivas.
—A mí me sabe dar mucho resultado la gimnasia -dijo otra participante. Mire usted, no bien se despierta, se pone de pie levantando los brazos, usted contrae y suelta la barriga varias veces, más o menos diez, haciendo mucha fuerza y eso le hace bajar lo que está arriba. A mí me da muy buen resultado.
—Para mí lo mejor son las fibras, se compran en la farmacia o en las dietéticas.
—¡Ay! Me parece que se me pasó mi número. Me distraje con la conversación
—¿Qué número tiene?
—510.
—No, tiene que ponerse en la fila de pre-atención. Todavía está a tiempo.

Historia 3

Me acerco a la máquina para sacar número y entro al banco para retirar el recibo de sueldo. Había quedado con una amiga en reunirnos en Falabella para comprar un regalo. Una señora se me acerca y en secreto me pregunta qué número tengo. Le muestro y me alcanza otro mucho más bajo. Le agradezco. Ella me pide que le entregue el que yo acababa de sacar para darlo a otra persona. Se lo doy. Y salgo para encontrarme con mi amiga.
A la hora regreso, faltaba todavía para que llegara mi turno. Fue entonces cuando se me acerca la misma señora para preguntarme otra vez.
—Señora, ¿que número tiene?
 —Ah,¿cómo le va? Usted me cambió mi turno cuando llegué y me dio éste.
—Mire, tengo este otro para cambiarle. Le conviene, casi, casi está por tocarle.
—Gracias, pero ¿y usted?
—No, yo ya cobré hoy temprano. Vaya, vaya, que le toca…

Pasé por ventanilla, cobré, aproveché para pagar varios impuestos y al salir, veo a la misma señora en la puerta de entrada, cerca de la máquina expendedora de números cambiando turnos a la gente que recién entraba.
Me acerqué a ella y charlamos un rato. Le pregunté si esperaba a alguien, por qué no se iba si ya había cobrado. Me respondió:
—No, mire, no tengo nada que hacer y, mientras me entretengo, le doy una alegría a la gente haciéndoles más cortita la espera. A todos nos gusta adelantar, ¿no es cierto? Les pido el número que no utilizan y se los cambio al que recién llega. Además, recorro los asientos y siempre hay alguien que le conviene el número que yo tengo. Mientras, charlo un rato.

Historias a la hora de cobrar la jubilación, interlocutores casuales, seres hermosos y solidarios algunos, otros escapando a la soledad. Circunstancias fortuitas que muchas veces alegran la espera.

¿Les parece mal estar siempre con el oído atento para escuchar lo que se habla por ahí y participar en las charlas de jubilados? ¿Me estaré poniendo muy jubilada?

La vida en la adolescencia

Por Norma Azucena Cofré

Las fantasías, los sueños, eran parte de mi vida. Cumplir quince años es el sueño de toda niña. Yo no esperaba una fiesta, ni vestido blanco, ni viaje a Disney, que ni sabía que existía, simplemente los esperaba, porque soñaba con un cambio radical, pasar de niña a señorita. A pesar de ser tan soñadora, era muy educada o recatada en mis actitudes. Tía Rosa, soltera, muy coqueta ella, me regaló, una cartera, tipo bandolera pero de vestir y un par de guantes de seda ambas de color rosa saturado. ¡Qué felicidad!. Me sentía una mujer de sociedad, una actriz… elegante distinta a la niña que ya no quería ser.
Cumplí los quince y no dejé de soñar.
Mis sueños tenían otro vuelo, quería una ciudad para vivir, llena de luces, gente, autos, todo lo que veía en la televisión, que hacía muy poco había llegado a Cutral Có. Tenía diecisiete años cuando conocí la Capital. Mi tío le regalaba a Ada, mi prima, el viaje a Buenos Aires y me invita para que la acompañe en sus quince años. ¡ Mi Dios! Uno de mis sueños se cumplía: conocer esa ciudad llena de luces, autos, gentes, bares, Constitución, Aeroparque. ¡Gente negra, que ni en mi imaginación existía! No podía creer que fuera real, donde vivía, había gente morocha.
Fue lo mejor que me pudo suceder. Pasamos unos días maravillosos. Tío Orlando nos llevaba a todos lados, solo de día. Me impactaron las calles con adoquines, las vidrieras exponiendo comidas, el aroma a café, los subtes…. ¡iban bajo tierra!
Estábamos ubicados en un departamento en la calle 9 de Julio, en el séptimo piso, frente al Obelisco. Todas las noche nos íbamos al balcón a observar la noche de Buenos Aires, hasta la madrugada o hasta que tío se levantaba y nos mandaba a la cama. La ciudad era para mí, ¿qué hacía viviendo en Cutral Có? Debía haber nacido en ella, ¡ Ese paseo me hizo inmensamente feliz!
La adolescencia estaba terminando y comenzábamos a sentir la necesidad de coquetear. No me gustaba Cutral Có. Quería vivir en una ciudad. Las chicas nos juntábamos en el recreo para charlar de nuestros gustos y sueños. Aunque no tenía oportunidad de encontrar novio, porque no nos dejaban salir, sí me dieron la oportunidad de hacer el viaje de estudios. Fuimos a Mar del Plata, otra ciudad que me cautivó. Ahí, sí fui a bailar. Caminábamos por la costanera, íbamos a la playa, las calles, volvía a sentir que quería una ciudad para vivir.
Vuelvo a las charlas con las chicas. Nos preguntábamos qué tipo de muchacho nos gustaba: rubio, morocho, alto, etcétera. Yo decía “Quiera Dios, que el día que me case, sea con un, rubio, ojos azules, colorado, que viva en la ciudad y en quién pueda apoyar mi cabeza”. ¡Él se apoyaba en mí! Otro de mis sueños era que mis hijos fueran a la escuela en colectivo, porque no me gustaba caminar quince cuadras de tierra para llegar a la escuela.
Mi padre trabajaba YPF, asignado al laboratorio físico químico de Plaza Huincul. Un día, como tantos otros, tiene que viajar a Rincón de los Sauces, lugar al que iban en avioneta de la empresa, porque era la única forma de llegar. Todos en el laboratorio sabían los días y horarios de salida de la avioneta que transportaba al personal. Mi padre esa mañana se va. A la hora que la avioneta se había ido, había salido a la calle, estaba apoyada en la pared de la casa tomando sol. Era otoño, hacía frío pero el sol en el sur es hermoso. Seguramente estaba soñando con mi futuro, pero además escapaba de mi hermana que me llamaba para que le ayudara con la tarea de limpiar.
En ese momento, se estaciona frente a mí, un Ambassador 990 blanco, impactante. Baja un rubio, colorado, delgado, con un pantalón de lanilla gris, suéter bordó, zapatos marrones y lentes de sol marrones. Se presenta: “Buenos días, soy Juan Di Scipio, compañero de Don Cofré, ¿él se encuentra?”. Le respondo: “Viajó a Rincón de los Sauces”. Dice: “¡Qué lástima! Tenía que mandar unos análisis”.
Nos pusimos a charlar, él hablaba sin parar, Alicia me llamaba y yo hacía oídos sordo a su llamado. Tanto insistió que salió enojada a buscarme. ¡Oh! Cuando vio al rubio, se quedó ahí interrumpiendo. Tenía los labios chiquitos, carnosos, preciosos y, a través de los lentes alcanzaba a ver que tenía los ojos celestes. Siempre fui audaz, pero no recuerdo cómo le dije que se sacara los lentes, sus ojos eran celestes, divinos. Charlamos un rato más y se despidió. ¡Qué bueno estaba el rubio!
El 25 de mayo estábamos desfilando con la escuela y lo veo pasar. Nos saludamos. El 29 de mayo era el cumpleaños de mi papá. Siempre fue muy sociable y hacía reuniones donde invitaba a compañeros a compartir el asado, había invitado a tres de ellos. Supuestamente, el rubio vino a hacerle pata a otro que quería conquistarme y quién quedó conquistado fue él. Los compañeros y el jefe de papá lo cargaban: “Viejo zorro Cofré, invita a los muchachos a su casa para casar a las hijas”.
Juan y yo, comenzamos a conocernos. En agosto nos pusimos de novio, la primera salida fue al cine. Tuve que ir con mi hermana Alicia y mamá dijo: “Niñitas, a las nueve están en casa”. No alcanzamos a ver la película y nos vinimos. Todo el noviazgo lo vivimos de la siguiente manera: mis padres tenían un almacén ramos generales, mi papá y mi novio arreglaban el depósito y, la novia, yo, miraba la televisión.
Pero no perdía la oportunidad de sentir y cantaba un tema de Manzanero que estaba de onda en ese momento: “Adoro, la calle qué nos vimos. La noche cuando nos conocimos, adoro las cosas que me dices, nuestros ratos felices, los adoro vida mía”.
Antes de cumplir diez meses de noviazgo, Juan y yo nos casamos. Otro de mis sueños cumplidos: me casé con un rubio, colorado, ojos celestes, era de la ciudad, y, ¡vivo en la ciudad! 

Simple historia de un locoamor

Por Susana O.

El patio de mi abuela Isabel era igual a tantos otros de su época. Tenía baldosas rojas desteñidas por las lluvias y el verdín de las lavadas y macetones por todos lados llenos de begonias, helecho culantrillo, aljabas, hortensias, charoles, cascadas, con el perfume de los jazmines estampado por todos los rincones… acompañado por el olor a las uvas maduras…y tenía, por supuesto, ¡por supuesto!, geranios.
Nada era especial en ese patio salvo una pasión todaloca, que surgió entre los geranios.
Estaban en macetas distintas y aunque muy cerca, los separaba la lluvia verde y fresca del helecho culantrillo que cosquilleaba con el viento a cuatro costados. Resultaba difícil distinguir a la tiernamante del fogosogalán. Las plantas  no tienen esas sutiles diferencias de los sexos, pero la abuela decía que el geranio rosa pálido y delicado era la Tiernamante y él, de un rojo granate oscuro aterciopelado, el Fogosogalán.
A fuerza de verse, de tocarse y de estar tan próximos, de vivir cuasi juntos, empezaron a mandarse ramas que provocaban al otro y a extender sus flores por detrás del  puntilleo del culantrillo.
Tiernamante solo vivía para llenarse del rojo fascinador de rodeo de toros y arena caliente de Fogosogalán y lo miraba esperando mucho más que la presunción de un tibioamor. Su esperanza soñaba que sus ramas crecieran y se alzaran hasta el macetón amado. Y estiraba y alargaba sus capullos cargados de polen de enamoramiento consciente de su propio salvaje aroma. Aroma de malvón, de tierra fresca, de domesticidad.
Y se iban tras el rojo sangre de toros y castañeteo de castañuelas y se partía su corazón de savia verde por los devaneos de Fogosogalán, que se mecía al viento de lisonjeros aires y sueños de gloria.
Más de una vez comprendió Fogosogalán las intenciones de las ramas rosadas que se tendían hacia él en una caricia  vegetal. Él no las desdeñaba en absoluto. Por el contrario. Pero pensaba que había tiempo, que el tiempo era eterno en el barro tibio que lo sustentaba.  Y más aún. Soñaba. Soñaba que alguna vez lograría escaparse de la tinaja, desprender a Tiernamante y llevarla con él hacia otras dimensiones. Mientras tanto, sentía llenarse de orgullo su sistema de capilares cuando abuela Isabel se acercaba para arrancar una umbela y prenderla sobre su pecho generoso, adornando con su sangre de rodeo el traje oscuro de la sociedad.
Y soñaba. Soñaba que tras sus sueños, alguna vez sus ramas maravillosamente liberadas del barro tibio de la tinaja, se llegarían a enlazar a Tiernamante y florecer en exquisitos ramos rosa-rojos de tupidas hojas redondas aterciopeladas. Pero había tiempo. Había tiempo.
Y el tiempo pasaba en sueños comunes no compartidos, en raíces iguales germinando en macetas distintas, en silencios verdes de noches estrelladas y de botones rosas caídos uno por uno, pacientemente, en la tierra negra de su maceta, rosa no fecundado por la altivez de la sangre roja de rodeo.
Y la esperanza se alargó hasta el momento en que la rama rosa de Tiernamante fue un tronco desgarbado con una pobrehoja sin forma y sin terciopelo y el rojo granate sangre de toros un cordón cabizbajo y serpenteante en la maceta.
Entonces, vino la mano de la abuela y los arrancó a los dos, entre sorprendida y molesta ante el desastre ¿Se habría terminado el idilio así, de esta manera tan prosaica? Y, entonces,  los cuajó despiadada en pequeños brotes. Los llevó a otras tierras en otras macetas quién sabe por dónde y a brotar quién sabe cuándo.
Y el sueño de amor no compartido terminó reseco y olvidado en la indiferencia del tiempo: sueño de iguales raíces y distintos destinos: silencios de plantas y orgullo de flores condenadas al olvido y a la soledad de macetas separadas.
Cuando pregunté a la abuela qué había pasado con ese loco amor, me respondió: “Brevetiempo truncó el locoamor de los que amando mucho se perdieron en el tiempoeterno de la vanasperanza”

Mi madre

Por Susana O.

Pelo blanco, enrulado. Cejas muy negras, finas, largas casi hasta las sienes. Unos ojos grises, serenos, tiernos, sonrientes. Tímida, parecía que pedías permiso para hablar. No recuerdo haberte visto enojada. Manos siempre alargadas a la caricia, tus manos amarillas, madre.
Mi madre. Partiste en diciembre de 1996 con la misma paz que siempre se respiraba a tu lado, después de una neumonía ocurrida en junio de la que no te recuperaste nunca.
Mi madre. Vestida de fiesta un día de otoño del 56 con un sombrerito, que era un casco negro en la mitad de la cabeza con un tul bordado con lentejuelas, que semejaban un moño a un costado, y con un vestido verde con escote cuadrado con dos prendedores en cada ángulo. Ibas a la fiesta de casamiento de tu hermana más joven, donde yo no estaba invitada: era solo para los mayores. Estabas hermosa.
Mi madre. Con tu delantal cocinando durante horas para toda la familia. Una eterna aguja con un hilo largo prendida en el delantal.
Mi madre. En el mercado de San Luis y San Martín recorriendo los puestos interminables y sin que te molestara ese olor a mercado, buscando la mejor gallina, que hacías matar allí mismo, después de elegirla viva en una especie de tatetí, creía yo: “Esa no, mamá, está dormidita”. Después la misma promesa: “Ahora, te llevo donde están los caracoles y pedimos uno”. Me encantaba verlos escapándose de un cajón de madera. Luego, las verduras, ibas a amasar ravioles para el domingo: pimientos, tomates, ajo, cebolla para la salsa. Faltaba el seso para preparar el relleno, así que a recorrer puestos de carnicerías en el mismo mercado. Todo se hacía el sábado. Ahí estaba yo para pasar “la ruleta” sobre la masa ya cuadriculada y rellena. Yo, a tu lado, admirando tus manos hábiles, tus manos amarillas, madre.
Mi madre. Zurciendo interminables medias de algodón con un huevo adentro que yo ponía en cada media antes de que comenzaras tu labor.
Mi madre. Tejiendo al crochet interminables carpetitas para poner debajo de los adornos del aparador. Tejiendo para tus hijos más jóvenes, después para tus nietos.
Mi madre planchando interminables camisas.
Mi madre. Escuchando radioteatros (Norberto Blesio y Federico Fábregas en…) toda la familia alrededor de una radio inmensa, de madera lustrada y comiendo masitas que habías hecho para ese momento. Y algunos años más adelante las telenovelas “El amor tiene cara de mujer”, “Rolando Rivas, taxista”, “Piel naranja”.
Mi madre. Llegaba tu hijo más chico. Te vi sufrir y odié y amé a ese niño.
—Poné en el bolso todo lo que está en el primer cajón de la cómoda. Así, dobladito como está
—¿Y en la caja, mamá?
—Lo que está envuelto en papel celofán: es la primera ropita.
—¿Así, mamá? Yo te ayudo ¿“Por qué no te acostás, mamá?
—Estoy mejor de pie y caminando. No te aflijas, estoy bien.
—Papá, llevala al sanatorio… le duele mucho. Se queja. ¿No la ves? Se abraza a una almohada.
—No. Tiene que ser así. Cuando me diga, vamos. Está a media cuadra el sanatorio. Andá a acostarte. Es muy tarde ya. Yo te llamo cuando nos vayamos a internar.
Ecos, voces del pasado. Todavía las oigo, todavía me duele tu dolor, madre, y han pasado sesenta años de este recuerdo. No me dolió tanto cuando mis propios dolores. El “Sanatorio San Martín”, Dorrego y Santa Fe. Recién pude ir cuando ya había nacido. Fue otro varón. No me avisaron, yo dormía con mis otros hermanos. Y ahí estabas, mamá, acunando un paquetito en tus brazos. Sonriente, con tu sonrisa de pasto fresco, hermosa. Tu mano alargada para la caricia secando mis lágrimas que yo no podía contener. Papá no me había avisado. Y yo me había dormido. Mientras vos…
Mi madre. Cantando canciones de cuna.
Mi madre amamantando.
Mi madre con tu blusa blanca con un moño anudado bajo la barbilla…
 Madre. Guardo una tarjetita que acompañaba tu regalo: “Siempre te gustó esta blusa, para vos con todo mi amor”.
Mi madre. Tocando el piano. Tocando “Desde el alma”, porque le gustaba a papá, “Fascinación”. Algún vals de Chopin. añada de nostalgias. Con tus manos amarillas, madre.
Mi madre amasando hojaldre para hacer empanadas de carne dulce. Horas de amasado, yo no podía ayudarla porque se ponía muy dura la masa por la manteca que se enfriaba en la heladera. Pero te ayudaba a hacer el repulgue, cuando ya estaban todos los círculos cortados sobre la mesa de la cocina y vos ibas poniendo el relleno oloroso…
Mi madre. Presidiendo una mesa larga junto con papá. Mesa llena de gente joven, bochinchera, boca sucia, gritona, alegre, feliz. Tu familia, madre. Tus hijos, sus novias, mi novio. Nuestros jóvenes amigos.
Madre. Eras mi rival en el amor a papá. Me moría de celos cuando los dos hablaban en voz baja, cuando él te acariciaba o abrazaba. Y, allí, estaba yo pidiendo “¿y a mí?”, tratando de sentarme al lado de él en la mesa, en los viajes en tren a San Nicolás, tratando de que me escuchara solo a mí, esperándolo, bebiéndome su perfume, el olor de papá.
Mi madre. Ayudando con la tarea de la escuela a tus hijos varones… Yo tenía que aprender a tocar el piano, a dibujar, danzas clásicas y españolas. “¿Por qué los varones no?” “¿Por qué yo?” “Siempre a mí”. “Todo lo tengo que hacer yo”. “Lo más aburrido para mí”. “Ellos, solamente inglés. No es justo”.
Mi madre. Tus últimos años mojonados de recuerdos infantiles, de las siestas calientes con tus hermanas, nostalgias de higos maduros que sacaban trepadas al árbol que estaba en el patio del fondo. De anécdotas que repetías incansablemente. Una y otra vez. Una vez más.
Mi madre, solos en la casona papá y vos, solos los dos amándose, con sereno, silencioso amor.
Madre. Encontré hace muy poco tiempo, cuando abrí viejos libros que vos leías y que estaban amontonados en el arcón, tus comentarios sobre las lecturas y me guardo éste: “Adso nunca supo el nombre de la rosa, la joven con la que había conocido el amor”.
Madre. Yo aprendí a conocer el amor junto a tu amor.

La consigna de hoy

Por Carmen Gastaldi


             “Qué lindo que es soñar, soñar no cuesta nada.
             Soñar y nada más, con los ojos abiertos
             Qué lindo que es soñar y no te cuesta nada
                   Más que tiempo…”
                     Kevin Johansen

 La consigna de hoy podría ser: “Siempre hay un antes y un después”. ¿Y cómo podemos valorar estas dos situaciones?, ¿desde el antes o desde el después?, ¿filosófico?, ¿metafórico? Y, planteándolo así, lo parece; porque nos está faltando algo y sería ¿de qué? Antes de qué o después de qué. Estos “de qué” constituyen innumerables situaciones a partir de las cuales se van produciendo cambios en nuestras vidas, mientras seguimos adelante. Estos pueden ser buenos o no, placenteros o no, importantes, etcétera, etcétera.
 Bueno este “de qué” para mí fue re-placentero. ¿De qué estoy hablando? De nosotros, de todos nosotros.
 Antes no tenía el placer de conocerlos y ahora, después de haber compartido estos martesitos acogedores, íntimos, contenedores, llenos de historia, de evocación, puedo decir que algo sé de ustedes. Que me emocionaron, que me sorprendieron. Que me encantó escuchar y leer sus historias, tan parecidas y tan distintas, porque cada uno de nosotros, en similares momentos, ve la vida desde su propio ser individual y único. Ese mismo ser individual y único que nos permite recibir estos relatos e ir formándonos una pequeña y aproximada idea del “Otro”.
 Susana O.: detallista, minuciosa, dramática.
 Luis Zandri: enamorado y musical.
 María Victoria: cronista, fresca, concisa.
 Ana Miquel: realista y espiritual, arraigada.
 Alberto Nicolorich: silencioso, evocativo, paisajista.

 El profe, al medio. Se declara algo tímido. Creo que todos tenemos algo de eso. Pero José, ahí, siempre estimulándonos, marcando formas, modos, sugiriéndonos temas para encontrar historias en nosotros mismos. Buscando, escrudiñosamente esa palabra, hum, esa, la justa, la que él sabe que nos va a movilizar.

Ana Inés: familiera, espontánea, positiva.
María Rosa: traviesa, profunda, expeditiva.
Juan José: empecinado, detallista, con humor.
José Mario: su estilo muy varonil, sorpresivo. ¡Ese “Copete”!
Norma Pagani: sensorial, sensitiva, nostálgica.
Celia Novelli: amiguera, misteriosa.

Capítulo aparte para:
Luis Molina: ocurrente atento y divertido.
Nora: ecuánime, certera, respetando siempre el margen.
María Julia: Hoy, ¿ensalada de frutas o qué?

Varios quedan, porque a pesar de sentarme en un extremo para poder verlos a todos, algunos se me han pasado. Disculpen. Y…
Paquita: sabia, talentosa, aguerrida, con una gran dosis de humor, ¡y ese acento y esa voz con que acompaña sus lecturas y que nos ha hecho disfrutar a todos!
En este “después” yo, me llevo mucho. ¡No sé ustedes!

Juegos de infancia

Por Nora Nicolau

Hoy caminé unas cuadras por el barrio Echesortu, donde transcurrió mi infancia. No encontré vecinos sentados en la puerta de sus casas, ninguna rayuela marcada en sus veredas, ningún niño jugando por ahí y los comercios enrejados.
“¿Qué les pasó a sus habitantes? ¿Qué pasó?”, me pregunté y. antes de responderme, las imágenes de mi infancia me turbaron.
Recordé aquellas tardes inolvidables jugando entre vecinos, amigos, primos, compañeros de la escuela. Después de terminadas las tareas escolares, salíamos con mis primas a trazar una rayuela en la vereda con tizas o carbones y traíamos el tejo que teníamos guardado para ese fin. Si a alguien que pasaba le gustaba nuestro juego, se sumaba a nuestro grupo.
Al rato se armaban las rondas: “Farolera tropezó”, “Arroz con leche”, “Estaba la paloma blanca”, “Mantantiru tirulá”: o también “Las esquinitas” o “Pido pan.”
Los adultos vigilaban a la distancia y los vecinos ayudaban a controlar.
En una época se puso de moda “la soga”. Teníamos una individual y una más larga para saltar entre varios. Luego, “el elástico”, que había que saltar sin tocarlo. Ambos juegos lo repetíamos en los recreos de la escuela. Siempre alguien llevaba una cuerda o un elástico en el portafolios .
Los varones jugaban con una pelota hecha, a veces, con medias o trapos, donde había poco tránsito especialmente en las “cortadas” o en “los pasajes” del barrio. Pero, cuando se decidía jugar a “las escondidas”, se sumaban. Y entonces, sí, andábamos por toda la manzana. Nos perdíamos entrando a mi casa por una calle y salíamos por otra porque estaba en una esquina. A veces, nos comunicábamos por las terrazas y andábamos por los techos o aparecíamos en el patio de la casa del vecino, si jugábamos con el niño de esa familia. No había rejas, entrábamos y salíamos en grupo. Discutíamos, nos enojábamos, peleábamos y nos volvíamos a amigar al rato. O a los pocos días.
Los adultos escuchaban sin interferir y nos cortaban el juego a tiempo.
Para las fiestas de Navidad y Reyes Magos aparecían los triciclos, monopatines, bicicletas, a veces comprados nuevos y otros renovados. Andábamos por las veredas, un rato cada uno de los amigos, sorteando las personas que pasaban y rezongaban por temor a ser atropelladas.
Los niños más creativos armaban un cine con cajas y papeles a los que pegaban figuras. Con ello armaban relatos que contaban en reuniones preparadas con invitaciones. Se cobraba una entrada para comprar masitas y bebidas que se compartían.
Los días de lluvia o mucho frío nos quedábamos en casa y aparecían las muñecas, las cocinitas, algunos alimentos y jugábamos, durante horas, a la “mamá”. A veces, llegaba el “doctor” para los muñecos. Para los más grandes estaban los juegos de mesa: los naipes, el ajedrez, el dominó, las damas, el juego de la oca, los palitos chinos, otros para armar y desarmar con gran cantidad de piezas. El “cerebro mágico” era un juego de preguntas y respuestas para pensar y aprender. Uno de los más cotizados era “El estanciero”, que consistía en la compra y venta de campos de variado número de hectáreas y con un Banco establecido para las operaciones financieras.
Pasábamos largas horas muy entusiasmados y entretenidos. Jamás dijimos que nos encontrábamos aburridos. Eso sí, nos molestaba cuando, en medio de nuestros juegos, nos llamaban para hacer algún mandado.
¿Éramos felices? No sé. Estas cuestiones no nos preocupaban. Vivíamos cuidados por los mayores, con los medios que teníamos y creciendo entre niños de distintas edades y clases sociales.
Añoro nuestra infancia, si la comparo con la niñez actual a la que le toca vivir los rápidos cambios de nuestra sociedad consumista y tecnológica. 

Una fuerte amistad

Por Iris Fernández

Logré mi deseo, ser docente. Siempre me atrajo lo social. Con mi amiga Mariví nos anotamos en la Escuela de Asistente Social y, con curiosidad, comenzamos a construir nuestra vida estudiantil. Así lo recuerdo:

Un taconeo militar nos advierte.

 Apúrense, entró la gorda y apagando el cigarrillo con la plataforma del zapato de quince centímetros, nos sentábamos en silencio mortal, mirándola mientras nos explicaba sobre el Derecho de Familia, sin saber nosotras a quién miraba. Era bizca.

El Dr. Pascual Agripino, abogado, alto, derecho, con cara circular, radical, explicaba, explicaba sobre Derecho Civil, monótono, aburrido, cambiaba de tono cuando algo no le gustaba, respecto a lo que hay que HACER y de lo que NO hay que HACER, por eso cuando el salón se envolvió con olor a acetona, Bety ubicada en la última fila de bancos, tuvo que irse afuera, ante el amenazante dedo índice del profe.

…y la profesora Lidia Morales, era toda una Institución en la Escuelita de Asistente Social, mientras hablaba, estacionada en un discurso de décadas pasada, se miraba las manos revoloteando sus ojitos de huevito de codorniz. Yo, ¡jamás! me presenté a rendir los parciales programados para regularizar la materia, resultado: me llevé Servicio Social I, ¡inédito!, no había antecedente alguno, en la carrera.

             Ah… La Montanares, era Psicóloga y Directora de la carrera, se paseaba por el patio, siempre de buen humor, con una vocecita tenue, dulce, nos decía:” Chicas, cómo están…”

Economía I estaba a cargo de un Contador , socialista, cómo nos gustaba sus clases, hablaba claro, simple, era un placer escucharlo, me acuerdo que me impactó cuando nos explicó sobre el desarrollismo, el Dr. Frondizi y su gestión.

En ese lugar de la calle 25 de Diciembre, en una casona antigua, vicentina, nos conocimos: Perla, Bety, Liliana, Lidia Gamulin, Beatriz y yo .Nos reíamos, hablábamos de los pretendientes, invirtiendo energías para ver cómo poder conquistar su atención, cuando alguien nos gustaba.

 Armamos grupos de estudio y así día a día, año a año, fuimos tejiendo una gran amistad que sin saberlo nos unió en la vida.

ALGO, nos quedaba de lo que leíamos…

Mientras enmarcábamos con florcitas los apuntes para descargar ansiedades, permaneciendo horas atornilladas en las sillas estudiando, o nos hacíamos la toca peinándonos para un lado y para el otro, previa colocación de un gigantesco rulero que teníamos en la cartera, o nos invadía las tentadoras risas de nerviosismo cuando los tiempos se acortaban y las fechas de examen se aproximaban.
Ibamos a buscar los apuntes en colectivo, (la comunicación era cara a cara) y si teníamos que hablar por TE, en mi caso concurría a un bar cercano a casa.

Las montañas de apunte en la mesa de La Buena Medida, donde nos reuníamos minutos antes de rendir para intentar repasar todo el programa, eran testigo de nuestro empeño, rogando que nos tocara una determinada bolilla para poder “meter” una materia más.


Hacíamos un gran esfuerzo, para que las charlas cómplices acerca de la diversión, no nos alejara del objetivo, hasta llegábamos a establecer horarios que nos habilitara para hablar de Pipach, (boliche ubicado en Primero de Mayo y Rioja) ,Las peñas: “El Santiagueño”, “ Los Caños”, (Laprida abajo)…. a TODO CHAPE .

Corría el año 1971.
Se comenzó a percibir en el ámbito de la escuelita, un cierto cosquilleo, malestar, acompañado de fuertes críticas al orden instaurado.
Surge un estallido de ideas, tratando de cambiar el aspecto de “carrera apolítica”,(como la entendían muchos profesores).

Compañeras comenzaron a traer otros pensamientos de afuera, a cuestionar el programa de estudio, los fundamentos de la carrera, apuntando a instalar otra manera de entender la realidad social.

Se decidió en común acuerdo resolver y programar todo en Asambleas colectivas.
 Los profesores desfilaban, flaqueando ya su autoridad, a ocupar sus lugares en las aulas, ahora vacías de alumnos.

Qué mezcla de sensaciones se entrecruzaban en mí, me atrapaba el cambio, pero sentía lástima, vergüenza cuando se retiraban de las aulas sin mirar a nadie, ni preguntar nada.
Entonces se produjo el cambio esperado, otras materias, otra dirección, otros profe, comenzaron a poblar el espacio, nos sentíamos movilizados por la bibliografía, por el dictado de las clases, la apertura a un conocimiento más reflexivo y analítico de lo social, hasta se cambió el nombre de la carrera por Trabajo Social.

También organizábamos encuentros en casas con otros estudiantes, porque eran momentos de un gran compromiso social por parte de la juventud, me acuerdo que estos espacios terminaban casi siempre en acaloradas discusiones políticas. Se dibujaba un marcado rechazo por todo lo que no fuera de nuestra cultura: nombres de negocios o marca de ropa en extranjero, o la música no nacional, decíamos que para las fiestas navideñas debíamos adornar un ombú y comer asado. Difundíamos listados de empresas nacionales para estar informados sobre las marcas que debíamos consumir y listados de las multinacionales para tener claro dónde estaba la concentración del capital.

Aterrizó Pucho… de Buenos Aires, alto, con lentes, muy flaco ¡un revuelo! traía libros de autores desconocidos para nosotras. Liliana, mi amiga, le había ofrecido un lugar en el altillo de la casa de sus abuelos, para guardar cuidadosamente los libros y apuntes que comenzaron a circular. Cuando se ausentaba, nos reíamos diciendo está haciendo mini turismo, mientras la policía se hizo cargo de él, nunca más apareció junto con otras compañeras. 

Creo que algo mucho… no quedó, se cerró la carrera en el año 1976 durante 10 años.

Eso sí, nosotras siempre juntas más allá de los tiempos y los momentos políticos.

Ahora ya con la media naranja asegurada, cayeron los casamientos, los proyectos, las ilusiones, la construcción del nidito. Dónde comprar los cerámicos más lindos y baratos

Continuaron floreciendo los jardines, pero esta vez las rococó poblaron las delicadas batitas de nuestro primer hijo.

En el año 1978, cuando cambia la ley de alquileres, se implementa a través del PAMI, los operativos vivienda, fue nuestra oportunidad, ingresamos las T. Sociales de la última promoción ante del cierre. Éramos las únicas que no estábamos ocupadas, por lo tanto continuamos viéndonos todos los días, en nuestro segundo hogar, nuestra fuente de trabajo, con futuro a la Jubilación Nacional.

Nuevas energías destinadas a las historias laborales nos ligaron, treinta y cinco, cuarenta años…como se dice: “Toda una vida”.

Pero no nos perdimos en la calle San Lorenzo, lo mejor de nuestra obra de arte son esas esculturas vivientes que con tanto amor, paciencia, ganas, logramos hacer. Esos seres que hoy nos sostienen y nos podemos ver en los espejos de la vida.
  



Electrodomésticos

Por Graciela Cucurella

Más o menos cuando tenía cinco años, teníamos una plancha a carbón que pesaba mucho porque era de hierro y en la cocina había un fogón que se mantenía a carbón o a leña. Ese fogón no solo nos servía para cocinar, también nos ayudaba a ambientar la casa.
En las cenizas del fogón mi mamá colocaba a calentar naranjas. Tengo tan presente el olor a las cáscaras de naranja que perfumaban toda mi casa. También nos hacía unos ricos jugos, que servía en un jarrito beige que nos había regalado mi abuela Clara para un cumpleaños. ¡Eran tan ricos!
Pasó el tiempo y mi papá compró una estufa a kerosene y también la tan ansiada cocina a kerosene marca “Volcán”, color celeste. Era grande, con horno y tres hornallas. Para poder encenderla era toda una ceremonia, primero se colocaba alcohol en una alcuza (especie de regadera pequeña con un pico bien largo) y después en el mechero, que se encendía con un fósforo. Luego de bombear unas 60 u 80 veces, con otro fósforo se encendían las hornallas que funcionaban a kerosene.
¡Qué alegría! ¡Ya teníamos horno en la cocina! A partir de ahí, mi mamá nos empezó a hacer las tortas para nuestros cumpleaños. Las hacía de vainilla y chocolate y con mi hermana preparábamos el azucarado de cinco minutos para la decoración. Mamá, con paciencia y amor, decoraba las tortas con el baño azucarado y con chocolate derretido, que colocaba dentro de un cucurucho hecho con papel strassa. Después, ponía las velitas y… ¡Listo! ¡Qué lindos tiempos aquellos!
Para un día de la madre, mi papá le compró una heladera eléctrica marca “Siam 90” y, a partir de ahí, con mi hermana dejamos de pelear. Siempre discutíamos quién se tenía que levantar a las siete de la mañana para ir a buscar el hielo. Nos turnábamos para ir a la hielería, porque la fila era interminable, sobre todo para las fiestas de fin de año.
Tiempo después compró la plancha eléctrica y la máquina de coser “Singer” y a la tarde mamá confeccionaba las cortinas para la casa, arreglaba alguna ropa y hasta nos hacía vestiditos a mi hermana y a mí. Realmente se daba maña para todo.
También compró el lavarropas y el ventilador de pie marca “Siam”. A él le gustaba comprar los artefactos de marca, decía que costaban un poco más pero eran garantía. Dentro de sus posibilidades siempre buscaba confort para el hogar.
Cuando llega el gas envasado, en casa se llamó a un instalador de matriculado para hacer la instalación en toda la casa. Se compra la cocina a gas y después el calefón. De esa manera, tuvimos agua caliente en toda la casa.
Antes de instalar todos los artefactos, llamó a un albañil para hacer de material la casilla del gas donde se colocaban los dos tubos de gas. Esa casilla y la instalación del gas eran reglamentadas por gas del estado.
¡Qué sorpresa cuando compró el televisor en blanco y negro!
El televisor que se compró en mi casa fue el primero de la cuadra. Se colocó en el comedor, que era el lugar donde almorzábamos y cenábamos. Los sábados a la mañana había un programa para los niños que dirigía el padre Gardellas, entonces mi mamá abría las ventanas del comedor y los chicos de la cuadra venían con sus banquitos, se paraban arriba y veían con nosotros la tele.
A pesar de los pocos electrodomésticos que existieron en mi infancia y en mi adolescencia, comparada con todo lo que existe hoy en día, en mi casa siempre fueron adquiriendo cada uno de ellos con mucho esfuerzo y trabajo, pero también con mucha satisfacción.



miércoles, 29 de octubre de 2014

Pantaleón

Por José Mario Lombardo

Primavera: verdor primero

Navegábamos por el Paraná viejo. Nos habíamos metido por el norte, por donde años después pasaría el puente Rosario-Victoria. La vieja lancha ronroneaba río abajo por el centro de ese enorme canal que es un brazo del Paraná. A nuestro lado, pasaba la interminable línea de árboles que contornean el agua marrón: el espinillo dueño y señor, el sauce que siempre llora sobre el agua, el timbó noble y canoero, los yuyos bajos que pese a las sombras crecen crujientes cobijando secretas guaridas, algunos ceibos con la melena adornada de flores rojas; y, por debajo, las pequeñas playas de arena, de esa arena que alguna vez trajo el río, rellenó los bajos para hacer lagunas para finalmente terminar en isla. Isla de arena, isla de agua y arena, isla viajera, movediza, cambiante, producto de correntadas, crecientes, limos y vegetales andantes, de verdes camalotales anclados en esas orillas que nunca son las mismas. Isla viva. Isla floral. Isla de pájaros. Pájaros que nunca terminan de volar, que siempre cantan, que vuelan hacia allá y vuelven porque algo los llama. Pájaros del aire, pájaros del agua, pájaros de ignotas lagunas internas: pequeños pájaros que pican los helechos silvestres, grandes pájaros curiosos y planeadores que buscan comida, patos del agua que asoman su cabeza como si salieran del agua marrón a buscar la luz, pato sirirí, chincherito en la rama, torcaza caminadora, gorrión glotón, calandria de puro canto, cotorra chilladora, carpintero trabajador, hornero albañil del monte. Y más allá, en la isla arenosa, los bichos de la tierra que viven de la tierra: vizcacha arisca y cuevera, nutria puro brillo de agua, cuis sigiloso, comadreja predadora y usurpadora de guaridas ajenas, carpincho barroso. Sobre los camalotes, culebras viajeras que pelechan sus cueros cambiantes dejándolos como invisible ñandutí entre los yuyos. Culebras que despiertan después del invierno tal como todo despierta a su alrededor, mientras la lancha navega cansinamente por el canal que cobija a sus habitantes submarinos, esos que parecen hacerse realidad cuando caen en la red o el anzuelo del pescador: el dorado de escamas como lentejuelas, el patí, el bagre, la boga; el mandubí y el surubí de cueros lustrosos grises y atigrados, el enorme manguruyú que se esconde en la isla como un duende del agua, las palometas insaciables y las perezosas viejas del agua durmiendo su siesta perpetua a la sombra de la orilla. Croan las ranas saltarinas y los sapos anfibios, cantan las chicharras y los grillos porque presienten el calor. Zumban las abejas sobre las flores silvestres y los insectos sobrevuelan las aguas quietas que aparecen en los charcos orilleros o en las lagunas costeras. Todo se complementa: los predadores en algún momento serán presa del otro que necesita su sustento, los yuyos alimentan insectos, las arañas tejen sus telas cazadoras. Todo se retroalimenta. Todos se devoran para volver a crecer. La isla se come a sí misma para no extinguirse: muere y nace al mismo tiempo.
La lancha lentamente llegó a su destino. Estábamos en el “Charigüé, allí donde desemboca el arroyo “Las lechiguanas”. Pantaleón, al frente de su rancho, nos esperaba en la costa. Atamos la lancha a un árbol seco que hacía de amarradero y saltamos al viejo muelle de madera. Nos saludamos y nos dimos a la tarea de preparar la comida. Pusimos un carpincho bien adobado en el horno de barro, que ya estaba caliente y preparamos ensalada de lechuga y tomate. Fue una amable reunión entre amigos. Pantaleón, muy contento, aprovechó mientras se hacía la comida para contarnos y cantarnos sus cosas: Era Pantaleón, y él lo expresaba con cierto orgullo, uno de los últimos trovadores en condiciones de contar el origen y desarrollo de nuestra música popular en la zona. Nos contó anécdotas relacionadas con Gardel, con Gabino Ezeiza, con Ignacio Corsini y, mientras hablaba, adornaba sus relatos con sus versos cantados por cifra o por milonga, en tonos mayores, tal como cantan los cantores que improvisan. Sin embargo, él leía sus versos en un arrugado cuaderno que ni tapas tenía y nos confesó que muchas veces, con la creciente, su rancho se inundaba y, por eso, él perdía sus versos cuando sus cuadernos partían aguas abajo con la correntada; pero apenas bajaban las aguas, el volvía a escribir aquellos versos perdidos.
Pantaleón era delgado, de estatura mediana, tenía el cabello blanco y rasgos criollos. Tenía voz aflautada, manos muy hábiles para la guitarra y la risa fácil. Vestía camisa arremangada, un gastado pantalón de gabardina y viejas botas de goma. Tenía por aquel entonces (setiembre de 1979) unos 75 años y había vivido su juventud, siempre en la zona de Rosario. Por eso, recordaba su vida transcurrida en medio del desarrollo ferroviario alrededor del puerto, ese puerto largo larguísimo que era la salida de nuestra riqueza agrícola. Los trabajadores del puerto y del ferrocarril que se fueron afincando en los alrededores de calle Oroño, Güemes, Alvear, etcétera. Pichincha, los comisarios, el transporte en la ciudad que crecía. Los tranvías. Los mercados. El mercado central, el del Abasto. Después, con el paso de los años, lo fue cautivando el río y, por eso, un buen día decidió cruzar y se quedó a vivir en la isla que lo recibió como un hijo más.
Cuando el asado estuvo listo, pese a su sabor salvaje no dejamos ni rastros del carpincho, lo regamos con buen vino y terminamos disfrutando anécdotas y canciones de Pantaleón, que no quería que aquella reunión se acabara: nos ofreció la isla en su canto, la ciudad con sus anécdotas para luego, por fin, resignado, aceptar que la fiesta llegara a su fin.
 Nos despidió en la costa. Apoyado en un palo del muelle, con el brazo en alto, vimos como nuestro amigo se perdía en la bruma de la tarde mientras la lancha nos alejaba.
Regresábamos en la lenta lancha río arriba. Teníamos a la vista las dos costas del Paraná, en una, la ciudad, el puerto, las barrancas: lo urbano, y en la otra: la isla con ese verde que no se acaba nunca.
Cuando amarramos, el sol ya se escondía. Dibujaba la ciudad como una mancha a contraluz e iluminaba cada vez más débilmente la otra costa. La de la isla. La del verdor primero. La de la primavera.
Pantaleón falleció en 1983.

Cine "Rose Marie"

Por Paquita Pascual

Fue un edificio más entre todos los que ya había construido. Entre Ríos 1253: diez plantas, semipisos de dos dormitorios, ambos al frente mirando al oeste.
Cuando le pregunté por qué le ponía ese nombre, me respondió: “Porque enfrente estaba el cine o ¿no te acuerdas?”. Pero yo sabía que había algo más.
En mis días de guardia, mientras esperaba a los clientes para mostrar las unidades, miraba con nostalgia el edificio de lo que hoy es el “Círculo Obrero” y se me agolpaban los recuerdos. Muchas veces alguna lagrimita humedeció mis mejillas. Veía a mi hermanito de tan sólo cuatro años jugando en las escaleras, mientras nosotras disfrutábamos de las tres películas que generalmente daban los domingos. “Violetas Imperiales” con Carmen Sevilla, Joselito, Lolita Torres, Rafael…Único nexo con la querida tierra que habíamos dejado.
En la clase de esta tarde donde se tocó el tema de la vorágine del tiempo que todo lo arrasa y todo lo… muere. Se evocó la desaparición de muchos cines que fueron deleite de nosotros niños y adolescentes Ambassador, América, Esmeralda, Sol de Mayo Radar, Gran Rex, Rose Marie… Y esto fue el disparador que me llevó, una vez más, a preguntarle a este recio empresario algo que siempre supe: “¿En quién pensabas cuando le pusiste el nombre Rose Marie al edificio de la calle Entre Ríos al 1200?”
Y esta vez su respuesta fue más amplia, no podría ser de otra manera; somos hijos de los mismos padres:
“Evoqué mi niñez y, sobre todo, a mamá que con tanto entusiasmo nos arriaba a todos al cine los domingos, previa preparación de bocadillos que saboreábamos en el intervalo. Eran tiempos de obediencia y aunque no me gustaban esas películas debía permanecer jugando en las escaleras y hacer tiempo hasta que ustedes salían”.
Esta pequeña historia me hace reflexionar. ¿Qué tan bueno es aferrarse a los recuerdos? Miramos impávidos como nos borran la vida, edificios históricos que otrora representaron nuestra esencia son abatidos por la pala demoledora de la modernidad, en muchos casos para hacer…nada.
Por suerte, la siniestra escavadora no puede extraer la memoria de aquellos sensibles que, como nosotros, gracias a Dios vivimos para contarle a nuestros nietos.

Soy "muy moderna"

Por Esther Cuperstein

Recuerdos que no se olvidan, la adolescencia, las modas y los descubrimientos...
Cada época marcó una nueva historia para relatar, recordar y divertirnos.
Anécdotas y momentos inolvidables.
Cuando éramos niños queríamos comportarnos como los mayores y, al pasar el tiempo, no nos interesaba. La vida es cambio y así hay que asumirla.
Cuando vimos llegar la tevé, era una magia, un lujo ya que el único medio masivo de comunicación era la radio.
Para escuchar música se prendía un gran combinado y se ponían discos.
Con el correr de los años, comenzó a escucharse “música moderna”. El tango y folklore eran cosas de viejos...
Comenzábamos a ver y escuchar temas modernos, algunos con letras muy simples y repetitivas de cantantes argentinos, acompañadas de ritmos muy especiales. Estaban los famosos “lentos o sueltos”, con coreografías y pasos muy divertidos.
Ya en la tele aparecieron programas donde enseñaban cómo moverse: “El Club del Clan”, “Sótano beet”. Desesperados, esperábamos para verlos.
Las revistas vendían posters con los distintos personajes y también con las canciones impresas para poder aprenderlas de memoria
Recuerdo la invitación a mi primer asalto. No entendía de qué se trataba. Una amiga un poco más grande lo organizo en la terraza de su casa. Cuando llegué me encontré con chicos y chicas, mesas con saladitos, gaseosa y música moderna. Todos los varones ya usaban pantalones largos. Solo uno vestía corto, lo que generó risas.
La costumbre de los asaltos se empezó a implementar para distintas reuniones sociales y cumpleaños. Las chicas esperábamos que nos sacaran a bailar, no queríamos planchar. Se danzaba una pieza y vuelta a sentarse a esperar. Hasta juegos muy picantes se solían armar: “la escoba”, “verdad y consecuencia”, “la botellita”, “la llave”
La ropa se modificaba comenzaban a salir los famosos vaqueros de marca, Levi’s, Lee y Wrangler. Los Farwest eran un quemo. Estaban los mini shorts, los chalecones de bremer, las botas largas charoladas.
 Los hombres, con pelo largo; y las mujeres renegábamos para tener el pelo lacio haciéndonos la famosa toca con un rulero y pinzas para que no se enrule el mismo.
Los tocadiscos empezaban a surgir. Había aparatos más pequeños, a pila o eléctricos muy originales. Estaban los nuevos casetes para grabar, que hasta hace unos años se utilizaban y eran de gran utilidad
Todo era novedad y asombro.
Ahora me pregunto: “¿Qué vendrá?”
Es que quiero seguir siendo moderna de verdad.