Por Ana Inés Otaegui
Ha pasado tanto tiempo. Todo o casi todo ha cambiado. Mi
padre en el escritorio, leyendo las “Selecciones”. Mi mamá, hojeando “La
Capital” y por allá lejos una radio encendida, donde frecuentaban anuncios del
gobierno de Onganía, eran las postales de aquellos tiempos. Tiempos donde lo
cotidiano transcurría lentamente. Tiempo para hablar, para estudiar, para jugar
y tantas otras cosas más. Tiempos, donde la palabra tenía valor.
Durante muchos años, en mi casa, como en la gran mayoría,
existía una libreta donde se anotaba lo que se iba gastando en el almacén, mes
por mes. Libreta de tapa dura, forrada de cuerina negra, hojas rayadas, donde
cuidadosamente, “Tito”, el almacenero, de la calle Viamonte al 700, iba anotando
día por día lo que comprábamos: manteca, leche, harina, yerba… Los números bien
claros y prolijamente encolumnados nos facilitaba la suma, que se realizaba al
finalizar el mes.
Tito era un hombre muy querido y respetado por todos los
vecinos. Buen cocinero. Sus empanadas, fritas por cierto, eran muy famosas, no
solo en el barrio sino también en otros lugares de Rosario.
La libreta sobrevivió muchos años. Ya no estaba Tito; era su
esposa “La Pocha”, la que se encargó del almacén por mucho tiempo más. Y continuaba
la misma rutina: anotar en esa pequeña libreta todo lo que se compraba. Al
principio, los precios estaban expresados en moneda nacional y, luego, por
reformas económicas, expresados de acuerdo a la ley 18.188.
Al comienzo de esta modalidad, la suma la hacía mi mamá
manualmente; luego nosotras, sus hijas. Y era muy divertido, porque usábamos la
máquina de calcular de mi papá, que celosamente él cuidaba: una Olivetti de
color azul metalizado, con una palanca al costado. Colocábamos el rollo de
papel, lo hacíamos correr un ratito, hasta que se asomara, y recién entonces
podíamos comenzar a sumar, Sacábamos el subtotal por cada hoja, hasta llegar a
la última, con el total final. Este era comparado con el que hacía el
almacenero.
Nunca, pero nunca hubo diferencias.
Se pagaba religiosamente, el último día del mes. Todos sus
clientes, tenían una conducta natural: “pagar en tiempo y forma”.
Con la madurez de adulto, uno toma conciencia de todo lo que
significaron esas libretas, en la economía familiar:
Pequeña libreta, sin secretos
llena de números con decimal,
hoy revivo en mis recuerdos
ese
momento tan especial.
Época en que se prestaba sin firma, que se confiaba en el vecino, que no había "avivadas"... ¿Por qué se ha perdido todo eso? La libreta del almacén... también existía una en mi casa!
ResponderEliminarCariños
Susana Olivera
En nuestro barrio, aún existe un almacén que aunque remozado, continúa aquella práctica de entonces. sin libretas pero con pequeños papelitos donde se anota día a día la compra que luego será abonada a fin de mes.
ResponderEliminarEn mi barrio era Don Jose, que estaba en frente al almacén de los Dalonso, (¿le suena ese apellido?) mi madre era muy orgullosa y nunca tuvo libreta, para ella si no había plata no se compraba.
ResponderEliminarLindo recuerdo.
Un abrazo.