Por Nora Nicolau
Hoy caminé unas cuadras por el barrio Echesortu, donde
transcurrió mi infancia. No encontré vecinos sentados en la puerta de sus
casas, ninguna rayuela marcada en sus veredas, ningún niño jugando por ahí y
los comercios enrejados.
“¿Qué les pasó a sus habitantes? ¿Qué pasó?”, me pregunté y.
antes de responderme, las imágenes de mi infancia me turbaron.
Recordé aquellas tardes inolvidables jugando entre vecinos,
amigos, primos, compañeros de la escuela. Después de terminadas las tareas escolares,
salíamos con mis primas a trazar una rayuela en la vereda con tizas o carbones
y traíamos el tejo que teníamos guardado para ese fin. Si a alguien que pasaba
le gustaba nuestro juego, se sumaba a nuestro grupo.
Al rato se armaban las rondas: “Farolera tropezó”, “Arroz
con leche”, “Estaba la paloma blanca”, “Mantantiru tirulá”: o también “Las
esquinitas” o “Pido pan.”
Los adultos vigilaban a la distancia y los vecinos ayudaban
a controlar.
En una época se puso de moda “la soga”. Teníamos una individual
y una más larga para saltar entre varios. Luego, “el elástico”, que había que
saltar sin tocarlo. Ambos juegos lo repetíamos en los recreos de la escuela.
Siempre alguien llevaba una cuerda o un elástico en el portafolios .
Los varones jugaban con una pelota hecha, a veces, con
medias o trapos, donde había poco tránsito especialmente en las “cortadas” o en
“los pasajes” del barrio. Pero, cuando se decidía jugar a “las escondidas”, se
sumaban. Y entonces, sí, andábamos por toda la manzana. Nos perdíamos entrando
a mi casa por una calle y salíamos por otra porque estaba en una esquina. A
veces, nos comunicábamos por las terrazas y andábamos por los techos o
aparecíamos en el patio de la casa del vecino, si jugábamos con el niño de esa
familia. No había rejas, entrábamos y salíamos en grupo. Discutíamos, nos
enojábamos, peleábamos y nos volvíamos a amigar al rato. O a los pocos días.
Los adultos escuchaban sin interferir y nos cortaban el
juego a tiempo.
Para las fiestas de Navidad y Reyes Magos aparecían los
triciclos, monopatines, bicicletas, a veces comprados nuevos y otros renovados.
Andábamos por las veredas, un rato cada uno de los amigos, sorteando las
personas que pasaban y rezongaban por temor a ser atropelladas.
Los niños más creativos armaban un cine con cajas y papeles
a los que pegaban figuras. Con ello armaban relatos que contaban en reuniones
preparadas con invitaciones. Se cobraba una entrada para comprar masitas y
bebidas que se compartían.
Los días de lluvia o mucho frío nos quedábamos en casa y
aparecían las muñecas, las cocinitas, algunos alimentos y jugábamos, durante
horas, a la “mamá”. A veces, llegaba el “doctor” para los muñecos. Para los más
grandes estaban los juegos de mesa: los naipes, el ajedrez, el dominó, las
damas, el juego de la oca, los palitos chinos, otros para armar y desarmar con
gran cantidad de piezas. El “cerebro mágico” era un juego de preguntas y
respuestas para pensar y aprender. Uno de los más cotizados era “El
estanciero”, que consistía en la compra y venta de campos de variado número de
hectáreas y con un Banco establecido para las operaciones financieras.
Pasábamos largas horas muy entusiasmados y entretenidos.
Jamás dijimos que nos encontrábamos aburridos. Eso sí, nos molestaba cuando, en
medio de nuestros juegos, nos llamaban para hacer algún mandado.
¿Éramos felices? No sé. Estas cuestiones no nos preocupaban.
Vivíamos cuidados por los mayores, con los medios que teníamos y creciendo
entre niños de distintas edades y clases sociales.
Añoro
nuestra infancia, si la comparo con la niñez actual a la que le toca vivir los
rápidos cambios de nuestra sociedad consumista y tecnológica.
No hay comentarios:
Publicar un comentario