Por Celia Novelli
Aquel día plomizo de invierno, la recuerdo con lágrimas en
los ojos, arrojando a la pequeña hoguera, uno a uno, los fascículos que
integraban la colección que había logrado armar con esfuerzo y con una
considerable inversión de sus ahorros.
Sí, mi madre se estaba deshaciendo de aquellas revistas que
hablaban de su ídolo, del hombre que para ella había reivindicado el derecho de
todos los trabajadores y se había puesto del lado del pueblo. Recuerdo que no
paraba de llorar mientras el fuego iba consumiendo aquellas hojas brillantes
que hablaban sobre la vida y la obra de Juan Domingo Perón.
Mercedes, Mecha o Mechita, como la llamaban los más
allegados, sabía que en aquellos días, el gobierno militar de facto de Videla,
irrumpía en las casas, preferente de noche, sin aviso, y secuestraba víctimas a
la vista de sus familiares. En nuestra cuadra ya habían realizado dos de esos
nefastos procedimientos, secuestrando a una profesora universitaria que vivía
cerca de la esquina. Mi madre, como todos, vivía aterrorizada, más que nada por
nosotras, sus hijas, que en aquella época éramos estudiantes. Por eso, pensó
que aquella colección podía ser comprometedora y fue así como decidió quemarla,
con todo el dolor que eso le provocaba.
Modista de profesión, el hilo, la aguja, el dedal y el
centímetro, siempre la acompañaban y la convirtieron desde muy joven en una
costurera querida y reconocida por su prolijidad y dedicación. Desde antes de
casarse, y bastante tiempo después de hacerlo, acarreando las sencillas
herramientas que le permitirían realizar sus labores, tomaba el colectivo en
una esquina de su querido barrio Belgrano hasta Fisherton. Allí, la esperaban
en sus caserones de estilo inglés, las señoras pudientes con miles de arreglos
de costura para realizar en una tarde. Todos la apreciaban y ella siempre se
jactaba contando sobre el rico té, al mejor estilo inglés, que le servían las
mucamas de la casa donde le había tocado trabajar ese día. Mi hermana y yo
escuchábamos pacientemente sus anécdotas con aquellas familias adineradas, de
apellidos muy importantes e ilustres cuyas costumbres eran tan distintas a las
nuestras. De vez en cuando, las señoras muy agradecidas, agregaban unos pesitos
de más a sus modestos honorarios y ella llegaba a casa feliz, porque podría
comprar algún regalito extra a sus amadas hijas.
Su pelo corto, ondulado y prolijo, su aspecto de señora
decente, su boca llena de consejos e historias y su mirada protectora van a
fijarse por siempre en mi mente.
Hoy, a la distancia, me doy cuenta de qué poco se ocupó de
ella misma, de tanto tener la mirada puesta en sus hijas; y, después, en sus
nietos, esa mirada que muchas veces pesaba; pero que ahora, siendo yo también
madre, comprendo y agradezco, ya que nos permitió a mi hermana y a mí,
convertirnos en mujeres de bien, responsables, de valores muy arraigados, tener
una profesión y ejercerla con respeto y responsabilidad.
Hace
cuatro años que te fuiste para siempre, pero tu recuerdo siempre estará con
nosotros, tus descendientes, y nos llenará el alma de fuerza y entereza para
seguir adelante. ¡Gracias Mamá!
Nuestras madres, tan amadas... Recuerdos cálidos, admirados, atesorados... Muy sentido tu relato.
ResponderEliminarHasta el año que viene!!
Susana Olivera
Hermoso y sentido relato Celia. Ojalá que nuestros hijos puedan sentir lo mismo de nosotros.
ResponderEliminarUn abrazo.