Por Susana O.
El patio de mi abuela Isabel era igual a tantos otros de su
época. Tenía baldosas rojas desteñidas por las lluvias y el verdín de las
lavadas y macetones por todos lados llenos de begonias, helecho culantrillo,
aljabas, hortensias, charoles, cascadas, con el perfume de los jazmines
estampado por todos los rincones… acompañado por el olor a las uvas maduras…y
tenía, por supuesto, ¡por supuesto!, geranios.
Nada era especial en ese patio salvo una pasión todaloca, que surgió entre los geranios.
Estaban en macetas distintas y aunque muy cerca, los
separaba la lluvia verde y fresca del helecho culantrillo que cosquilleaba con
el viento a cuatro costados. Resultaba difícil distinguir a la tiernamante del fogosogalán. Las plantas no
tienen esas sutiles diferencias de los sexos, pero la abuela decía que el
geranio rosa pálido y delicado era la Tiernamante
y él, de un rojo granate oscuro aterciopelado, el Fogosogalán.
A fuerza de verse, de tocarse y de estar tan próximos, de
vivir cuasi juntos, empezaron a mandarse ramas que provocaban al otro y a
extender sus flores por detrás del
puntilleo del culantrillo.
Tiernamante solo
vivía para llenarse del rojo fascinador de rodeo de toros y arena caliente de Fogosogalán y lo miraba esperando mucho
más que la presunción de un tibioamor.
Su esperanza soñaba que sus ramas crecieran y se alzaran hasta el macetón
amado. Y estiraba y alargaba sus capullos cargados de polen de enamoramiento
consciente de su propio salvaje aroma. Aroma de malvón, de tierra fresca, de
domesticidad.
Y se iban tras el rojo sangre de toros y castañeteo de
castañuelas y se partía su corazón de savia verde por los devaneos de Fogosogalán, que se mecía al viento de
lisonjeros aires y sueños de gloria.
Más de una vez comprendió Fogosogalán las intenciones de las ramas rosadas que se tendían
hacia él en una caricia vegetal. Él no
las desdeñaba en absoluto. Por el contrario. Pero pensaba que había tiempo, que
el tiempo era eterno en el barro tibio que lo sustentaba. Y más aún. Soñaba. Soñaba que alguna vez
lograría escaparse de la tinaja, desprender a Tiernamante y llevarla con él hacia otras dimensiones. Mientras
tanto, sentía llenarse de orgullo su sistema de capilares cuando abuela Isabel
se acercaba para arrancar una umbela y prenderla sobre su pecho generoso,
adornando con su sangre de rodeo el traje oscuro de la sociedad.
Y soñaba. Soñaba que tras sus sueños, alguna vez sus ramas
maravillosamente liberadas del barro tibio de la tinaja, se llegarían a enlazar
a Tiernamante y florecer en
exquisitos ramos rosa-rojos de tupidas hojas redondas aterciopeladas. Pero
había tiempo. Había tiempo.
Y el tiempo pasaba en sueños comunes no compartidos, en
raíces iguales germinando en macetas distintas, en silencios verdes de noches
estrelladas y de botones rosas caídos uno por uno, pacientemente, en la tierra
negra de su maceta, rosa no fecundado por la altivez de la sangre roja de
rodeo.
Y la esperanza se alargó hasta el momento en que la rama
rosa de Tiernamante fue un tronco
desgarbado con una pobrehoja sin
forma y sin terciopelo y el rojo granate sangre de toros un cordón cabizbajo y
serpenteante en la maceta.
Entonces, vino la mano de la abuela y los arrancó a los dos,
entre sorprendida y molesta ante el desastre ¿Se habría terminado el idilio
así, de esta manera tan prosaica? Y, entonces,
los cuajó despiadada en pequeños brotes. Los llevó a otras tierras en
otras macetas quién sabe por dónde y a brotar quién sabe cuándo.
Y el sueño de amor no compartido terminó reseco y olvidado
en la indiferencia del tiempo: sueño de iguales raíces y distintos destinos:
silencios de plantas y orgullo de flores condenadas al olvido y a la soledad de
macetas separadas.
Cuando
pregunté a la abuela qué había pasado con ese loco amor, me respondió:
“Brevetiempo truncó el locoamor de los que amando mucho se perdieron en el
tiempoeterno de la vanasperanza”
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