Por Norma Azucena Cofré
Las fantasías, los sueños, eran parte de mi vida. Cumplir
quince años es el sueño de toda niña. Yo no esperaba una fiesta, ni vestido
blanco, ni viaje a Disney, que ni sabía que existía, simplemente los esperaba,
porque soñaba con un cambio radical, pasar de niña a señorita. A pesar de ser
tan soñadora, era muy educada o recatada en mis actitudes. Tía Rosa, soltera,
muy coqueta ella, me regaló, una cartera, tipo bandolera pero de vestir y un
par de guantes de seda ambas de color rosa saturado. ¡Qué felicidad!. Me sentía
una mujer de sociedad, una actriz… elegante distinta a la niña que ya no quería
ser.
Cumplí los quince y no dejé de soñar.
Mis sueños tenían otro vuelo, quería una ciudad para vivir,
llena de luces, gente, autos, todo lo que veía en la televisión, que hacía muy
poco había llegado a Cutral Có. Tenía diecisiete años cuando conocí la Capital.
Mi tío le regalaba a Ada, mi prima, el viaje a Buenos Aires y me invita para
que la acompañe en sus quince años. ¡ Mi Dios! Uno de mis sueños se cumplía:
conocer esa ciudad llena de luces, autos, gentes, bares, Constitución, Aeroparque.
¡Gente negra, que ni en mi imaginación existía! No podía creer que fuera real,
donde vivía, había gente morocha.
Fue lo mejor que me pudo suceder. Pasamos unos días
maravillosos. Tío Orlando nos llevaba a todos lados, solo de día. Me impactaron
las calles con adoquines, las vidrieras exponiendo comidas, el aroma a café,
los subtes…. ¡iban bajo tierra!
Estábamos ubicados en un departamento en la calle 9 de
Julio, en el séptimo piso, frente al Obelisco. Todas las noche nos íbamos al
balcón a observar la noche de Buenos Aires, hasta la madrugada o hasta que tío
se levantaba y nos mandaba a la cama. La ciudad era para mí, ¿qué hacía
viviendo en Cutral Có? Debía haber nacido en ella, ¡ Ese paseo me hizo
inmensamente feliz!
La adolescencia estaba terminando y comenzábamos a sentir la
necesidad de coquetear. No me gustaba Cutral Có. Quería vivir en una ciudad. Las
chicas nos juntábamos en el recreo para charlar de nuestros gustos y sueños.
Aunque no tenía oportunidad de encontrar novio, porque no nos dejaban salir, sí
me dieron la oportunidad de hacer el viaje de estudios. Fuimos a Mar del Plata,
otra ciudad que me cautivó. Ahí, sí fui a bailar. Caminábamos por la costanera,
íbamos a la playa, las calles, volvía a sentir que quería una ciudad para
vivir.
Vuelvo a las charlas con las chicas. Nos preguntábamos qué
tipo de muchacho nos gustaba: rubio, morocho, alto, etcétera. Yo decía “Quiera
Dios, que el día que me case, sea con un, rubio, ojos azules, colorado, que
viva en la ciudad y en quién pueda apoyar mi cabeza”. ¡Él se apoyaba en mí!
Otro de mis sueños era que mis hijos fueran a la escuela en colectivo, porque no
me gustaba caminar quince cuadras de tierra para llegar a la escuela.
Mi padre trabajaba YPF, asignado al laboratorio físico
químico de Plaza Huincul. Un día, como tantos otros, tiene que viajar a Rincón
de los Sauces, lugar al que iban en avioneta de la empresa, porque era la única
forma de llegar. Todos en el laboratorio sabían los días y horarios de salida
de la avioneta que transportaba al personal. Mi padre esa mañana se va. A la
hora que la avioneta se había ido, había salido a la calle, estaba apoyada en
la pared de la casa tomando sol. Era otoño, hacía frío pero el sol en el sur es
hermoso. Seguramente estaba soñando con mi futuro, pero además escapaba de mi
hermana que me llamaba para que le ayudara con la tarea de limpiar.
En ese momento, se estaciona frente a mí, un Ambassador 990
blanco, impactante. Baja un rubio, colorado, delgado, con un pantalón de
lanilla gris, suéter bordó, zapatos marrones y lentes de sol marrones. Se
presenta: “Buenos días, soy Juan Di Scipio, compañero de Don Cofré, ¿él se
encuentra?”. Le respondo: “Viajó a Rincón de los Sauces”. Dice: “¡Qué lástima!
Tenía que mandar unos análisis”.
Nos pusimos a charlar, él hablaba sin parar, Alicia me
llamaba y yo hacía oídos sordo a su llamado. Tanto insistió que salió enojada a
buscarme. ¡Oh! Cuando vio al rubio, se quedó ahí interrumpiendo. Tenía los
labios chiquitos, carnosos, preciosos y, a través de los lentes alcanzaba a ver
que tenía los ojos celestes. Siempre fui audaz, pero no recuerdo cómo le dije
que se sacara los lentes, sus ojos eran celestes, divinos. Charlamos un rato
más y se despidió. ¡Qué bueno estaba el rubio!
El 25 de mayo estábamos desfilando con la escuela y lo veo
pasar. Nos saludamos. El 29 de mayo era el cumpleaños de mi papá. Siempre fue
muy sociable y hacía reuniones donde invitaba a compañeros a compartir el
asado, había invitado a tres de ellos. Supuestamente, el rubio vino a hacerle
pata a otro que quería conquistarme y quién quedó conquistado fue él. Los
compañeros y el jefe de papá lo cargaban: “Viejo zorro Cofré, invita a los
muchachos a su casa para casar a las hijas”.
Juan y yo, comenzamos a conocernos. En agosto nos pusimos de
novio, la primera salida fue al cine. Tuve que ir con mi hermana Alicia y mamá
dijo: “Niñitas, a las nueve están en casa”. No alcanzamos a ver la película y
nos vinimos. Todo el noviazgo lo vivimos de la siguiente manera: mis padres
tenían un almacén ramos generales, mi papá y mi novio arreglaban el depósito y,
la novia, yo, miraba la televisión.
Pero no perdía la oportunidad de sentir y cantaba un tema de
Manzanero que estaba de onda en ese momento: “Adoro, la calle qué nos vimos. La
noche cuando nos conocimos, adoro las cosas que me dices, nuestros ratos
felices, los adoro vida mía”.
Antes
de cumplir diez meses de noviazgo, Juan y yo nos casamos. Otro de mis sueños
cumplidos: me casé con un rubio, colorado, ojos celestes, era de la ciudad, y,
¡vivo en la ciudad!
Hermoso recuerdo este "del colorado"... Qué bueno volver a la época de los noviazgos, del amor inocente, de las esperanzas...
ResponderEliminarDisfrutá de tu colorado...
Hasta siempre
Susana Olivera