martes, 19 de septiembre de 2023

Aquella Semana Santa

 Diana Kallmann

 

Ese jueves 16 de abril de 1987 habíamos ido con mi familia a visitar a unos amigos en Santa Rosa, La Pampa. Tenía varios francos acumulados en la agencia Neuquén del diario “Río Negro”, donde trabajaba y podía ausentarme. Además, como decíamos en la redacción, la Semana Santa era “una siesta”, con una guardia mínima era suficiente. Lejos estábamos de imaginar lo que se venía.

Entre charlas, guitarreadas y poemas con los amigos pampeanos, poca atención le prestamos a las noticias, hasta que al anochecer alguien avisó que se estaba produciendo un levantamiento militar en Campo de Mayo. Prendimos la tele, las imágenes parecían sacadas de una pesadilla: la asonada era dirigida por una suerte de rambos, que portaban ametralladoras, ropa de fajina y rostros pintados con carbonilla, supongo que para darle espectacularidad al levantamiento, porque sus nombres se difundieron enseguida. Lo único reconfortante era que todo el arco político y social se mostraba a la altura de las circunstancias. Dirigentes de los partidos, de derechos humanos, de los gremios, de organizaciones sociales, se acercaban a cuanto micrófono encontraban para repudiar el levantamiento y convocar a la defensa de la democracia. Un mensaje que se multiplicaba en el país. Los periodistas reaccionaron rápidamente y la mayoría de los medios se constituyeron en una especie de cadena nacional, donde la población y su dirigencia política y social potenciaban un clima de movilización y de unión nacional frente a la amenaza a un sistema que tan duramente habíamos conseguido.

Sentí necesidad de volver a Neuquén, a la redacción, a las calles que comenzaban a poblarse de gente movilizada. Resolvimos regresar. A unos 100 kilómetros de nuestra ciudad pudimos captar la emisora local, LU5, que se había convertido en vocero y convocante de una multitud que durante cuatro días protagonizó la mayor movilización en la historia de Neuquén. Unas 40.000 personas en la calle, decían los titulares y no mentían, sobre una población de apenas 150.000 habitantes.

Fueron días de suspenso y de fuertes emociones. El jueves, el gobernador Felipe Sapag, que estaba en Buenos Aires, a través de un reportaje radial ordenó a su vice, Horacio Forni que abriera las puertas de la Casa de Gobierno al pueblo, para defender la democracia. Representantes de fuerzas políticas, de organizaciones de derechos humanos, organizaciones gremiales y vecinales, juventudes partidarias y personalidades varias respondieron a la convocatoria. Simultáneamente, la multitud acompañó desde las calles adyacentes a la sede gubernamental. “Gobernaba el pueblo en defensa de la democracia”, recordó un participante.

Buscando en Internet y revolviendo entre mis viejos papeles, pude rescatar algunos párrafos del pronunciamiento firmado por el heterogéneo grupo que conformaba la multisectorial: “debemos comprender los argentinos –decía el texto– que no está en juego en esta difícil circunstancia el triunfo o el éxito de alguna parcialidad política o de algún sector social, sino la Argentina solidaria, participativa, democrática, justa y libre que tanto buscamos y anhelamos”. Por si no quedara claro, agregaban: “la opción es la vida en democracia o la muerte en el autoritarismo”. Don Felipe, ya de regreso en Neuquén, dijo: “Vamos a resistir en la Casa de Gobierno hasta las últimas consecuencias y a partir de este momento vamos a preparar la resistencia".
La redacción del diario era un hervidero de noticias que se sucedían minuto a minuto: el general Martín Balza, a cargo del comando y un hombre respetuoso del orden institucional, había transmitido su apoyo al gobernador y ofreció refugio al presidente Raúl Alfonsín. La Legislatura provincial se declaró en asamblea permanente y allí se hizo presente otro de los protagonistas de esa Semana Santa: el obispo Jaime de Nevares, quien desde el primer día del golpe militar de 1976 abrió la catedral para refugiar a los perseguidos, convirtiéndose en el principal referente de la lucha por los derechos humanos en la ciudad. El viernes Santo, la conmemoración del tradicional Vía Crucis se transformó también en un pedido por la democracia cuando una multitud, encabezada por monseñor De Nevares, se encolumnó tras la enorme cruz en su recorrido desde la céntrica Catedral hasta la barda.

En estas circunstancias se produjo un hecho político de significación: el reencuentro de dos líderes neuquinos que habían estado distanciados durante años, Felipe Sapag y Jaime de Nevares. Ambos encabezaron la movilización del domingo, cuando se esperaba que el presidente Alfonsín regresara de Campo de Mayo, donde había ido a deliberar con los sublevados.

El mensaje de “la casa está en orden” dejó cierta duda en los manifestantes, que desde hacía cuatro días estaban en las calles y se resistían a dejarlas. Un poco porque no estaban convencidos de que se hubiera recuperado el orden y otro poco porque aquellas intensas jornadas habían creado un sentimiento de fraternidad y unidad difícil de disolver.
En los primeros años de la recuperación democrática, la sociedad neuquina –como la del país– se había volcado a la participación en todos los ámbitos: recitales de música en la calle, reuniones espontáneas, asambleas de organizaciones que se rearmaron al calor de los derechos recuperados, encuentros entre aquellos que los años oscuros habían separado. “Estamos en democracia” era la frase que se repetía en todos los ámbitos.

Nosotros hacía apenas tres años que habíamos llegado del exilio en México y vivíamos con alegría aquellos tiempos, compartiendo con neuquinos, con amigos del exilio que venían al sur y con los que íbamos conociendo desde nuestro retorno.

En 1985, el juicio a las juntas trajo un viento de justicia. El infatigable reclamo de los organismos de derechos humanos, que en Neuquén eran muy activos, había encontrado respuesta.

Con el correr del tiempo, con las condenas a los responsables del terrorismo de Estado, comenzó a gestarse un clima de rumores que advertían sobre cierto “malestar militar”. La deuda externa y la inflación –siempre asociadas– contribuyeron a ensombrecer la primavera democrática. Nosotros, que como tantos compatriotas habíamos afinado el olfato, percibíamos ese clima enrarecido y comenzamos a revivir miedos y acechanzas: no se habían ido del todo, muchos seguían agazapados en los cuarteles, dispuestos a recuperar su poder o, al menos, su impunidad.

Es por eso que aquella Semana Santa de 1987 marcó un hito, la población reaccionó rápidamente y salió a las calles, dispuesta a defender la democracia que tanto costó conseguir. De algún modo, aquella foto que reunió a don Felipe –quien había perdido dos hijos asesinados por la dictadura– y a don Jaime –el obispo de los pobres, de los perseguidos, de los pueblos originarios– se transformó en un símbolo de cohesión que reunió al pueblo. Neuquén recuperó su orgullo de ser “la capital de los derechos humanos” y el céntrico monumento a San Martín ratificó su condición de espacio y testigo de las luchas y celebraciones populares. Habíamos compartido unas jornadas en que la dirigencia y la sociedad demostraron que era posible unirse en torno a una causa nacional. 

En estos tiempos de crisis vale la pena recuperar aquella gesta, al menos para que las nuevas generaciones sepan que un país mejor es posible, aún en un mundo incierto como el actual. Nuestro tiempo pasó, pero nos queda la posibilidad transmitir estas vivencias que ayudaron a cicatrizar las heridas de nuestra sociedad.

Primera vez

 Hugo Longhi

 

El día inicial de 1983 no solo nos obligó al ritual cambio del viejo almanaque por el nuevo, sino que nos llevó a prepararnos para pensar en modo elecciones.

Y pese a que la cita cívica sería recién a fines de octubre, la excitación era grande, enorme y las incertidumbres también. Yo andaba por los veinticuatro años y sería mi primera vez frente a las urnas. Allí uno de los tantos tornillos flojos de la inexistente democracia en nuestro país, recién votar tantos años después de lo que debía.

Fue en ese verano, en las playas u otros sitios vacacionales, cuando se comenzó a hablar de política. Hasta hacía poco tiempo era un tema prohibido o, cuanto menos, inconveniente. Ahora todos queríamos opinar, imaginar lo que se venía, que sin dudas sería mejor que lo vivido en los pasados siete años.

Todos nos disfrazamos de expertos en la materia y yo no fui la excepción. En mi trabajo de oficina algunos asuntos habitués pasaron a segundo plano. La política era excluyente.

Por supuesto que los medios también comenzaron a jugar su juego. Sin tanto desarrollo ni tecnología como hoy día, cada uno insertaba su pizca de aporte en favor de tal o cual ideología. Y más tarde esto se agigantó cuando se empezaron a delinear los candidatos.

Pero esto pasaba en la tele, la radio o los diarios. ¿Y yo, en que andaba? Todavía vivía con mis padres, en Granadero Baigorria. Salía de mis obligaciones laborales a las 19.30 y regresaba en el insoportable 9 de Julio, la empresa de ómnibus que hacía el recorrido interurbano hacia el norte por aquellos tiempos.

Los aproximadamente cincuenta minutos que me llevaban el traslado los utilizaba para conversar con un compañero que continuaba viaje hasta Capitán Bermúdez. Hablábamos de política, obvio. No siempre coincidíamos, pero qué importaba. Ese diálogo no solo nos acortaba el aburrido trayecto sino que nos iba entrenando para el nuevo escenario. A veces algún que otro pasajero se metía en la charla, por lo general disintiendo con nosotros. Todo quedaba ahí. Tal vez, no nos dábamos cuenta pero ya en ese momento estábamos edificando la incipiente democracia.

Haciendo un gran salto en el recordado calendario y con un clima electoral bastante más ardiente, se me ocurrió una idea algo absurda. Pasaría por unidades básicas, comités, sedes de partidos y les pediría los votos. No tenía decisión tomada sobre a quién elegir pero, tal vez, con todo el papelerío sobre una mesa, podría resolver el acertijo.

Con mi amigo Sergio, más o menos de la misma edad, comenzamos el raid. Fuimos atendidos a veces con marcado entusiasmo, otras con indiferencia y hasta con cierta agresividad pensando vaya a saberse que cosas buscaban esos juveniles rostros. La estrategia no sirvió de mucho.

Los días avanzaban y los actos de cierre se venían para Rosario. Quizás porque casi siempre eran de noche y yo no vivía aquí, no fui a ninguno. Pero no me desentendía del asunto. Procuraba ver y leer todo lo que pudiera. Me interesaba y además me servía para participar en cualquiera de las innumerables discusiones que surgían en el ámbito laboral.

Y vuelvo a la excitación de la que refería al principio. Por esos días, fui a la despedida de soltero de un compañero. En principio concurrí casi por obligación dado que el homenajeado no me era tan cercano y suponía que no me iba a divertir mucho.

Sin embargo, el clima electoral que ya nos atravesaba demasiado fuerte a todos fue diseñando un estado de ánimo que explotó como nunca en ese tipo de encuentros. Todos estábamos felices, nos sentíamos cómodos y esperanzados. Al día siguiente uno de los candidatos firmes haría su presentación en el Monumento y eso era un combustible fogoneante para varios. Conclusión: nunca disfruté tanto este tipo de despedidas. Y les aseguro que fui a montones.

Finalmente llegó el Día D. Me correspondió votar en la Escuela Hogar de mi ciudad de residencia. Yo sé que tiene otro nombre oficial, pero ahora no me acuerdo. Fui a la mañana con todos los nervios y dudas de una primera vez aunque todo resultó tan rápido y sencillo que me retiré con una sonrisa. El resto de esa soleada jornada dominguera fue para pasarla distendido en la casi campestre Granadero Baigorria de aquellos tiempos.

Finalmente el nuevo presidente asumió. Y luego otros. La extensa película que se desarrolló será tema para otra ocasión. Lo invalorable era tener la película. Vivirla sin cortes ni censuras. Sentir que si hacíamos las cosas mal seríamos castigados, pero como lo dictaminaba la ley. Por lo demás, deberíamos gozar de una libertad de actos y pensamientos donde el límite lo sabríamos colocar nosotros mismos. 

Democracia se llama esta deliciosa señora que está por cumplir cuatro décadas. No necesita que le dediquemos una canción. Con cuidarla, protegerla, alimentarla conceptualmente y, sobre todo, con amarla, alcanza.

Democracia. Segunda Parte



Oscar Daniel Martino



En un relato anterior conté en qué lugar me había tomado la Asunción del doctor Raúl Alfonsín, 10 de diciembre de 1983, en mi viaje de bodas con Alicia.

Como solo tenía 22 años en ese momento, que en verdad los 22 de esa época no eran similares a los de hoy, pero no por ser eso teníamos sabiduría incorporada como un chip.

La falta de experiencia en el nuevo camino que teníamos por delante al formar una familia era un ítem para develar. O sea que mi vida como padre de familia comenzó al unísono con la vida en democracia plena.

Fueron años difíciles, gracias a Dios con mucho trabajo, los hijos llegaron rápido y casi matemáticamente, julio del 84, mayo del 86, febrero del 88… hubo una última pero más acá en el tiempo con lo que ya éramos como experimentados en el tema: enero del 94.

Alicia había renunciado a trabajar como ingeniera en Construcciones su profesión para dedicarse casi de lleno al cuidado de nuestros hijos; ya que mi trabajo de viajante me mantenía muchos días fuera de casa, y los chicos requerían llevarlos y traerlos de la escuela, acompañarlos en sus tareas, llevarlos a hacer deportes, etcétera, etcétera.

Cuando se da el escenario del cambio antes de tiempo de gobierno del doctor Alfonsín al doctor Menem, recordarán la cantidad de gente que quiso irse del país, algo bastante típico en muchos compatriotas; cuando algo no convence o es incierto, intentan irse en vez de quedarse y ayudar a mejorar su país, nuestro país el país de todos…

Por cierto, no era mi caso el querer irme, nunca jamás lo fue, pero mi suegro español, que había vivido más de 40 años en Argentina y al enviudar, volvió a vivir a su Galicia, y rehizo su vida allá, comenzó a llamarnos, más que nada a mi esposa, su hija, para decirle que nos fuésemos a vivir a Vigo, Galicia, donde él tenía un departamento muy cómodo. Además, como toda su familia estaba allí, menos sus hijas y nietos que vivían aquí en Argentina, me había conseguido un trabajo. Vale aclarar que mi esposa y mis tres hijos hasta ese momento tenían doble ciudadanía, por lo cual nuestro ingreso si queríamos era por demás sencillo.

En ese entonces yo trabajaba para una importante fábrica textil hoy desaparecida, que era la más grande del país en su rubro, camisería. Sinceramente no me iba nada mal, a pesar de los conflictos económicos de siempre, o sea que no tenía ni intención, ni motivación para dejar mi país. Además, estaban mis padres aquí, que estimo si me hubiese llevado a mis hijos sus únicos nietos entonces la hubiesen pasado mal realmente.

Pero como todo esto fuese poco argumento para no abandonar nuestro país, mi esposa, que tenía parte de sangre gallega, no quería irse tampoco en absoluto. La anécdota de esto es que supongo que mi suegro falleció muchos años más tarde en la creencia que yo había convencido a Alicia de quedarnos. Cada vez que me llamaba por teléfono desde España me decía: “Oscar, Alicia quiere venirse dale el gusto”. Pobre y nada que ver, ninguno de los dos teníamos la más mínima intención de irnos.

Bueno, obviamente nos quedamos, y luchamos, y hubo momentos más duros, otros menos, criamos a nuestros hijos en un hogar de trabajo; y hoy, a tantos años de aquel episodio que fue en 1989/1990, no nos arrepentimos en absoluto de la decisión tomada; es más, a veces en reuniones de amigos que conocen esa parte de nuestra historia familiar, nos preguntan o comentan: “Miren si se hubieran ido a vivir a España en el 89”. Y la verdad es que no tengo la bola de cristal para saber cómo hubiese sido nuestra vida, pero lo que sí sé es que, insisto, años después seguimos pensando que fue la mejor decisión.

No conozco la vida de los que emigran. Sí lo vi a mi suegro, que se casó en Argentina, formó su familia, trabajó bien, pero siempre se sintió un foráneo. Todos los fines de semana buscaba encontrarse con gente de su país en los centros de colectividades que había en Rosario, gallegos, vascos, catalanes, andaluces. El tema era sentirse rodeado de compatriotas; porque evidentemente esa parte, por más años que se viva en otro lado, no se va nunca, digo el sentimiento por tus acentos, tus costumbres y eso es lo que no quisimos perder además de muchas otras cosas.

No sé si este relato tiene mucho que ver con la consigna, pero como sucedió toda esta historia en democracia, me pareció era más o menos acorde contarla.

Y mi hermano no llegaba

 María Cristina Piñol

 

Era una noche calurosa de fines de noviembre de 1976. Hugo estaba preparando los finales de segundo año de Ingeniería. Estudiaba en la casa de su amigo Juan, que vivía en Corrientes y Riobamba, porque era más tranquila que la nuestra y además tenían espacio suficiente para desplegar sus tableros de dibujo.

Salió con el auto alrededor de las 16, pasó por Echesortu a buscar a Pepe, el otro compañero de la Facultad, y de allí como casi todas las tardes de ese mes de noviembre partieron a lo de Juan. Por lo general volvía a casa a las nueve de la noche.

Yo estaba casada y vivíamos en un departamento detrás de la casa de mis padres. Eran poco más de la 10 de la noche y escuchamos a mi mamá llamándome, y me di cuenta que algo pasaba. Mamá me preguntó si yo sabía si Hugo y los chicos tenían algún plan para ese día después de estudiar, porque aún no había llegado.

 No, yo no sabía nada.

Y en ese momento comenzó el infierno. Papá llamó a casa de Juan y este le dijo que los chicos se habían ido de allí a eso de las 20. Apenas corta, sonó el teléfono, era el padre de Pepe también preguntando por su hijo. Comenzaron a comunicarse con los hospitales, estaban casi seguros que habían tenido un accidente.

No había rastros de ellos en ningún sanatorio u hospital.

Papá decidido, tomó las llaves de su auto para seguir el recorrido que ellos hacían. Cuando estaba abriendo la puerta sonó el teléfono, mamá temblando atendió, pero papá le sacó el tubo, quería que cualquiera fuese la noticia se la dieran a él.

Del otro lado, una voz de hombre en un tono muy bajo como quien evita que otro lo escuche, le dijo: “Le habla un preso de la Comisaría Quinta. Su hijo y el amigo están acá, venga lo más rápido que pueda a buscarlos”. Y cortó inmediatamente.

Mamá y papá salieron hacia el lugar y yo me encargué de llamar a los padres de Pepe.

Pasaron más de dos horas sin ninguna noticia para nosotros, se hace difícil explicar con palabras la angustia de la incertidumbre.

Volvieron a casa mamá y papá solos, visiblemente agitados y desencajados. Como pudo, papá nos contó que primero les negaron que los chicos estuvieran allí, pero mi viejo vio su auto: la Renoleta verde estacionada dentro de la comisaría; y les dijo que ese era su coche, le mostró los papeles y los policías les pidieron que aguarden. Después de más de media hora salió uno de los “canas” y les dijo que sí, que estaban ahí demorados, que les llevaran mantas y algo de comer, porque seguro iban a pasar la noche allí. Ninguna otra explicación, nada que refiera a algún hecho por el cual estaban presos.

Volvieron a la comisaría con frazadas y algo de comida.

No sé cuántas horas pasaron. Ya estaba amaneciendo y escuchamos estacionar un auto. Era papá y detrás de él llegaba mi hermano con la Renoleta. Volvió la paz y tratamos, sinceramente, de olvidar lo ocurrido.

Dentro de la comisaría no les pasó nada, no hubo fuerza física sobre ellos, pero los mismos presos, según contaron los chicos, les decían que los iban a torturar, que les iban a aplicar la picana, etcétera, etcétera.

En aquellos tristes tiempos, las cuadras, donde había una comisaría o cualquier repartición de gobierno o de las Fuerzas Armadas, se encontraban cerradas al tránsito. Los jóvenes éramos todos “sospechosos” de subversivos y más aún los universitarios. Mi hermano y su amigo pasaban todas las tardes a la misma hora de ida hacia la casa de Juan, por la esquina de Italia y Cerrito; y, de vuelta, también a la misma hora todos los días por la esquina de Riobamba e Italia; o sea, por un lado y el otro de la comisaría, en un auto verde loro algo que los hacía muy identificables.

También se decía, que dentro de los apuntes y/o cuadernos, integrantes del ERP y Montoneros se enviaban mensajes en clave inherentes a sus maniobras, quizás haya sido cierto, porque todos los apuntes de los chicos se los devolvieron ajados y desencuadernados, o quizás no… 

Por ¿suerte? , “mi hermano llegó”.

Los pañuelos blancos

 Mónica Mancini

 

Hacía poco que el empedrado había sido reemplazado por el pavimento, tan alisado y parejito que nos permitía andar en bici casi sin hacer fuerza. Recorríamos las calles con la ansiedad propia de los jóvenes, que van descubriendo su capacidad de decidir qué camino tomar o los vericuetos de las calles más alejadas y los personajes que habitan en ellas…

Esa mañana de octubre se prestaba como para sentir que todo funcionaba de maravillas: el sol brillaba, el clima entre los amigos era confortable, daba gusto vivir, compartir este tiempo de ocio.

De pronto todo cambió, fue como pasar del día a la noche sin el atardecer… se escucharon gritos patéticos, ahogados, desesperados. No entendíamos qué estaba pasando cuando por delante de nosotros cruzaron la calle dos chicas que corrían y pedían ayuda. Jamás pensamos que la situación era definitiva, terminal, que esos gritos que imploraban socorro envolvían vivir o morir. Pronto, los entendimos, no había espacio para las dudas.

La velocidad con la que se sucedieron los hechos aún dejó tiempo para apreciar que el vientre de una de las chicas estaba abultado, evidentemente con un embarazo muy avanzado, ella corría tomándolo con sus manos, como impidiendo que el niño saliera prematuramente, o quizás solo quería protegerlo del peligro inminente.

Ambas se metieron en el jardín de una casa, esas que tienen una puerta bajita y un espacio adelante, se tiraron al suelo, temblando, indicándonos con gestos claros que nos fuéramos, que no nos involucremos en lo que estaba pasando, ellas sabían a qué se exponían y no deseaban que jóvenes como nosotros nos arriesguemos. Aun así, nos quedamos, cubrimos la entrada con nuestras bicis y comprendimos que debíamos protegerlas.

Inmediatamente observamos que se acerca por la calle, a paso de hombre, un Falcon verde, con cuatro hombres. Tenían un aspecto tal que su sola imagen nos hizo sentir un miedo desconocido hasta ahora, un miedo real con un olor particular. Creo que intuyeron lo que sentíamos y por eso se detuvieron para interrogarnos.

—Che, pibes, ¿no vieron a dos chicas por acá?

—Una de ellas embarazada- agregó uno que iba atrás.

Por supuesto que nuestras caras eran más que delatoras, aunque quisimos disimular, el pánico que teníamos era tal, que fuimos descubiertos antes de pronunciar una palabra.

Lo que siguió después fue terrible, aún hoy después de muchos años no puedo dejar de recordarlo con una increíble nitidez.

“Córranse y rajen de acá si no quieren que mañana sus viejas anden con un pañuelo blanco en la cabeza”, nos dijeron.

No fue necesario que repitiera la orden, no teníamos idea de qué significaba lo del pañuelo blanco, pero entendimos inmediatamente que nuestra vida estaba en juego.

Mientras pedaleábamos frenéticamente escuchamos los gritos de las chicas y los disparos, muchos, muchísimos de pronto un silencio angustiante inundado de olor a pólvora llegó a nosotros y nos pasó por al lado el Falcon con sus cuatro pasajeros, iban conversado animadamente, como si salieran de su trabajo, comentando cuestiones de rutina, hasta nos saludaron amigablemente…

Volvimos como locos al lugar, y la imagen que vimos no parecía real, no coincidía con esa tarde de octubre y con nuestra vida de jóvenes despreocupados. Una candidez que perecía al mismo tiempo que las chicas que habíamos visto correr para salvar su vida y que yacían ahí, en el suelo tiradas, abandonadas. Nosotros las quisimos proteger y sin querer las delatamos,

Un charco de sangre las rodeaba, los cuerpos estaban quietos, la muerte se hizo presente en forma contundente… pero una idea apareció entre nosotros: ¡el bebé! ¿Se habrá muerto también el bebé?

Simultáneamente un montón de vecinos comenzaron a salir espantados por los hechos sucedidos, algunos muy solidarios, hicieron lo que debían; llamaron a la ambulancia, otros se metieron adentro diciendo “algo habrán hecho”.

Nos quedamos hasta que vinieron los médicos de la Asistencia Pública, actuaron rápido y con mucho profesionalismo intentaban alejarnos… pero nosotros no podíamos dejar de mirar, deseábamos entender las razones por las que se asesinaba a dos mujeres indefensas y a un niño, que aún no había nacido. Dijeron que aún se movía, partieron inmediatamente con la intención de hacer una cesárea de urgencia. Supimos que el bebé sobrevivió, que nació de su madre muerta. 

Después de muchos años siempre conservo intacto ese recuerdo y, cuando veo por la televisión o leo alguna nota periodística sobre las abuelas y sus nietos recuperados que se suman a través de los años no dejo de evocar a la joven mamá que corría con las manos en su vientre para salvar a su hijo, resignifico el sentido del pañuelo blanco y deseo con fervor que su abuela lo haya recuperado.

1983 democracia 40 años, 2023 democracia 40 años, 2063 democracia…

 Oscar Martino

 

Poco a poco esos días tormentosos, de miedos, de silencios solo interrumpidos por gritos y frenos de autos a medianoche, fueron apagándose. Las elecciones estaban al alcance de las manos, a fuerza de jóvenes caídos en una guerra absurda no por su argumento si por el momento, la ansiada democracia perdida hacia siete años estaba empezando a tomar color.

Los partidos tradicionales de la época, rivales históricos, competían nuevamente y una vez más por el sillón de Rivadavia, tomado a base de punta de pistola por militares indeseables, que no lo son todos por supuesto. Peronismo y Radicalismo, Radicalismo y Peronismo, otra vez empezaban la danza de nombres para ofrecer a la sociedad argentina ávida de protagonismo candidatos a la altura de la circunstancia.

En los bares, las oficinas, en las universidades, los colegios secundarios se hablaba de las elecciones todo el tiempo, también había rivalidad, no la de hoy tan encarnizada, pero si la había. Por aquel entonces trabajaba en una oficina, en un primer piso a la calle; en mi sector éramos unos 15 hombres (no había mujeres allí) de diferentes edades, a punto de jubilarse (a los 60 años), de mediana edad, jóvenes y muchachos como yo, que en ese momento tenía 22 años.

En el ratito libre para almorzar se generaban unos debates fantásticos, pero más que nada entre los jóvenes que precisamente íbamos a votar por primera vez, y muchos hablábamos por lo que habíamos escuchado en casa o porque de alguna u otra manera empezábamos a identificarnos con algún candidato.

Pero lo verdaderamente importante es eso que hablábamos… libremente… cada uno defendiendo o argumentando sobre lo que le parecía tener razón.

El 10 de diciembre de 1983 no me voy a olvidar mientras viva, por dos cosas: primero, porque estaba de Luna de Miel en Carlos Paz. Nos habíamos casado el 3 de diciembre y, como era afiliado al gremio de Comercio, la Asociación nos regaló el viaje de bodas, en un muy lindo hotel cercano a la terminal.

En aquel entonces todavía, salvo algunos hoteles de mayor categoría, la generalidad no era como hoy con televisores en las habitaciones, sí en el living o salón comedor. Y este era el caso del hotel que nos alojaba, mientras desayunábamos apareció en el Cabildo Don Raúl Alfonsín, a quien particularmente no había votado pero esa imagen me emocionó como si lo hubiese hecho. Y a pesar de que en su gobierno tuvo muchos inconvenientes propios y ajenos, le tengo un profundo respeto como un verdadero demócrata.

De ahí en más se sucedieron gobiernos de distinto tipo, con algunos he concordado, con otros no. Sin embargo, no me caben dudas de que la democracia es un sistema, a mejorar sin dudas, pero el único posible; y nunca debiéramos dar cabida a personajes que quizás puedan atentar contra las instituciones. Eso lo padecimos y sufrimos, y no es transmisible. 

Tengo hijos de entre 30 y 40 años, cuatro. Gracias a Dios y a su esfuerzo, están bastante bien de trabajo, pero a veces se desaniman con el país y trato, en lo posible, de que eso no pase. Este es un gran país, somos una sociedad difícil, pero la solución no es Ezeiza, como dicen algunos, los menos, la solución es votar, exigir, demandar, salir a la calle pacíficamente a reclamar derechos, y a que se cumpla lo vociferado en campaña, y no salvarnos de a uno, si no crecer entre todos.

Recuerdos

Susana Dal Pastro


 Porque tenía cambiado el ritmo del sueño, dormía más durante el día que durante la

noche. Escuchaba explosiones y sirenas sin comprender toda la realidad.

Estando ya restablecida, supe que una vecina se había hecho cargo de un niñito

abandonado en una iglesia. Lo cuidó durante tres años. Lo paseaba orgullosa haciendo

notar que crecía sano, que se alimentaba bien, que empezaba a caminar, que ya no usaba

pañales. Hasta que un día esta dichosa mamá supo que su hijo no había sido abandonado;

había sido separado de su familia. Con dolor lo vio alejarse de ella llorando desconsolado.

Se lo llevaban otros brazos, brazos extraños. Ella intentaba comprender; intentaba

resignarse al dolor de perderlo, valorar el derecho de crecer con los suyos. Sin embargo,

nunca dejó de quererlo, de preguntarse si él sabría que pasaron juntos un tiempo, que

ese tiempo había sido hermoso para los dos.

Esa señora ya no está, pero hasta último momento siguió esperando que, algún día, aquel

chico la recordara y viniera sonriente estirando los bracitos y la abrazara como antes,

cuando ella lo tenía a upa.

Cuando mi amigo montonero me amenazó de muerte

 Alberto Mecoli

 

En la última vuelta de la democracia, voté por primera vez. Tenía veintiséis años y de ellos había vivido catorce bajo dictaduras: de 1966 a 1973 y de 1976 a 1983. Recordaba el golpe de estado que había derrocado a Illia, aunque en ese entonces tenía solo nueve años, y el último, el más terrible, que depuso a María Estela Martínez. No me sentía entusiasmado ni mucho menos. Conversaba con un amigo, no el montonero, otro, que opinaba lo mismo que yo: “En poco tiempo esto será un desmadre y volverán los militares” ─comentaba─. Desgraciadamente, va a haber gente que va a decir: ‘Yo ahora puedo hacer caca arriba de la mesa y vos no podés decirme nada porque estamos en democracia’”.

No es que no quisiéramos vivir en democracia. Sabíamos lo que había sido la dictadura: represión, terrorismo de estado, supresión de los derechos elementales, censura, impunidad de los uniformados para robar, secuestrar, torturar y matar.

Sin embargo, no teníamos confianza en que la sociedad supiera aprovechar la vida en democracia, sostenerla, respetarla, valorarla, cuidarla. Democracia no es presentarse a elecciones y, luego, si se pierde, esperar la oportunidad para salir a incendiar el Congreso. Tampoco es votar e irse a dormir hasta las próximas elecciones. Es tener la libertad, ejercer los derechos, de trabajar, reunirse, participar, opinar, criticar, publicar, etcétera, pero todo esto funciona si se hace en paz. La violencia y el odio solo engendran más de lo mismo.

En la breve primavera democrática, del 73 al 76, había conocido, por medio del presbítero Tomás Santidrián, a dos chicas, Teresita y otra. En 1974, ellas me invitaron a un campamento de trabajo en el medio de la provincia del Chaco, en un pueblito llamado Avia Terai. Allí, vivía un sacerdote, Ángel Tettamanzi, quien, además de llevar los servicios religiosos a la gente del lugar, trataba de lograr un desarrollo social. Anteriormente él había tenido un grupo juvenil en el Colegio San José de Rosario y allí habían estado estas chicas. En ese campamento conocí a otros muchachos, algunos años más grandes que yo que también eran de ese grupo: Luis, Rubén, El Mono, entre otros. El propósito del campamento era que los jóvenes estudiantes conociéramos la realidad social de la gente que vivía en condiciones muy inferiores a nosotros. De paso, podríamos colaborar en algo, aunque fuera por breve tiempo. Así fue como estuve unos días conviviendo con hacheros en el medio del monte chaqueño, durmiendo en un catre de un rancho y compartiendo su comida, generalmente de guiso de legumbres y charqui, preparada en una lata de aceite de cinco litros con una manija de alambre sobre un fuego de leña. También me acostumbré a tomar mate amargo. Colaborábamos en su trabajo. Después que ellos cortaban los quebrachos, nosotros ayudábamos a transportarlos. Era un trabajo duro y pesado. Como era verano y el calor abrasador, se trabajaba unas horas por la mañana temprano y luego a partir de la media tarde. Una mañana volvimos de mover los troncos, me senté sobre un catre, me recosté y quedé profundamente dormido. Me despertó uno de mis compañeros zamarreándome y diciendo: “Dale, che, que ya está la comida”.

Uno de los hacheros, el más veterano y curtido por los soles, a quien habíamos estado ayudando, comentó: “Trabajó duro el mocito”.

Atesoré su comentario como uno de los mayores elogios que recibí en mi vida.

Todavía conservo un frasquito con savia de quebracho cristalizada.

Cuando volvimos a Rosario, seguí en contacto con el grupo. Íbamos a la Parroquia San Francisquito donde dábamos clases particulares gratis a los chicos de la villa y los hacíamos jugar.

También salíamos algún sábado por la noche a tomar algo o por la tarde, de picnic. Pasábamos gran parte del tiempo en debates políticos y filosóficos. A todos nos fascinaban esos temas. Como algunos de ellos estudiaban Ingeniería y yo, en una escuela técnica, teníamos una forma de razonamiento similar. Sin embargo, discutíamos mucho pero no nos poníamos de acuerdo.

Un día, esto habrá sido por 1975, plena democracia, Rubén trató de convencerme aplicando argumentos concretos:

─¿Vos estás de acuerdo en que la sociedad tiene una estructura injusta?

─Sí- respondí. En eso pensábamos igual.

─¿Y estás de acuerdo en que eso tiene que cambiar?

─Sí.

─¿Estás de acuerdo en que hay gente que no piensa así?

─Sí.

─Entonces -dijo, haciendo un gesto con la mano como quien barre las migas de una mesa- estarás de acuerdo en que a esa gente hay que eliminarla.

─¡No! ¡¿Cómo vas a eliminar a una persona sólo porque piensa distinto?!

No recuerdo cómo siguió el debate, pero lo anterior es literal. Solo sé que no llegamos a nada. Yo creía en la fuerza de la palabra, de las ideas, del ejemplo y de los medios pacíficos, en fin, de la democracia. Ellos creían que la gente que piensa distinto no cambia más y debe ser eliminada.

En otra ocasión, discutiendo con Luis, este me dijo en el medio de la conversación: “Y es posible que dentro de diez o quince años yo tenga que pegarte un tiro por la forma en que pensás”.

Recuerdo sus palabras perfectamente. Él no estaba nervioso. No fue una reacción. Era su filosofía.

 

Unos años después, ya estábamos en dictadura, se me ocurrió por razones que no vienen al caso ir a visitar a Ángel Tettamanzi. Ya no estaba en Chaco, había tenido que irse. Vivía en la provincia de Formosa en un pueblito llamado Villa General Güemes, pero más conocido por su nombre anterior, El Porteñito. Allí, atendía una capillita y, junto a otro cura y una comunidad de monjas, también ayudaba materialmente a los pobres del lugar. Me recibió como a un hijo y estuve varias semanas conviviendo con ellos sin que me aceptaran ni un peso por la comida ni el alojamiento. Entonces, me enteré que varios de mis amigos del Chaco, con los que había perdido contacto, habían sido montoneros. Algunos fueron asesinados. Entre ellos, Teresita, a quien recordaba especialmente por su dulzura y porque era una de las que me había invitado. Recibió entrenamiento guerrillero en otro país y la mataron acá en un enfrentamiento. El Mono estaba pegando carteles cuando lo vio la policía. Le dieron la voz de alto, quiso huir y lo asesinaron por la espalda. Era sobrino de un obispo. Ángel comentó que alguien le dijo al prelado: “Tus amigos mataron a tu sobrino”.

Este sacerdote salesiano siguió viviendo en ese pueblo durante décadas. Unos años atrás, ya en su vejez, su congregación decidió retirarlo. Poco después murió. No era de los que pretenden ayudar a los pobres para que sigan siéndolo. Su ideal era el crecimiento espiritual y también material de su comunidad. Hoy en día, una calle de Villa General Güemes lleva su nombre en agradecimiento a su contribución para el progreso de la localidad. Cabe destacar, también, que era un pacifista. Nunca fue un apologista de la violencia como medio justificado por el fin. 

Medio siglo después de aquellas discusiones con mis amigos montoneros sigo pensando lo mismo: la sociedad tiene una estructura injusta, debería cambiar, pero por medios pacíficos, con respeto, con diálogo, no a punta de ametralladora, ni con piedras, ni incendios, ni insultos. El cambio empieza por uno. Es una verdad de Perogrullo, por eso es una gran verdad.