martes, 19 de septiembre de 2023

Aquella Semana Santa

 Diana Kallmann

 

Ese jueves 16 de abril de 1987 habíamos ido con mi familia a visitar a unos amigos en Santa Rosa, La Pampa. Tenía varios francos acumulados en la agencia Neuquén del diario “Río Negro”, donde trabajaba y podía ausentarme. Además, como decíamos en la redacción, la Semana Santa era “una siesta”, con una guardia mínima era suficiente. Lejos estábamos de imaginar lo que se venía.

Entre charlas, guitarreadas y poemas con los amigos pampeanos, poca atención le prestamos a las noticias, hasta que al anochecer alguien avisó que se estaba produciendo un levantamiento militar en Campo de Mayo. Prendimos la tele, las imágenes parecían sacadas de una pesadilla: la asonada era dirigida por una suerte de rambos, que portaban ametralladoras, ropa de fajina y rostros pintados con carbonilla, supongo que para darle espectacularidad al levantamiento, porque sus nombres se difundieron enseguida. Lo único reconfortante era que todo el arco político y social se mostraba a la altura de las circunstancias. Dirigentes de los partidos, de derechos humanos, de los gremios, de organizaciones sociales, se acercaban a cuanto micrófono encontraban para repudiar el levantamiento y convocar a la defensa de la democracia. Un mensaje que se multiplicaba en el país. Los periodistas reaccionaron rápidamente y la mayoría de los medios se constituyeron en una especie de cadena nacional, donde la población y su dirigencia política y social potenciaban un clima de movilización y de unión nacional frente a la amenaza a un sistema que tan duramente habíamos conseguido.

Sentí necesidad de volver a Neuquén, a la redacción, a las calles que comenzaban a poblarse de gente movilizada. Resolvimos regresar. A unos 100 kilómetros de nuestra ciudad pudimos captar la emisora local, LU5, que se había convertido en vocero y convocante de una multitud que durante cuatro días protagonizó la mayor movilización en la historia de Neuquén. Unas 40.000 personas en la calle, decían los titulares y no mentían, sobre una población de apenas 150.000 habitantes.

Fueron días de suspenso y de fuertes emociones. El jueves, el gobernador Felipe Sapag, que estaba en Buenos Aires, a través de un reportaje radial ordenó a su vice, Horacio Forni que abriera las puertas de la Casa de Gobierno al pueblo, para defender la democracia. Representantes de fuerzas políticas, de organizaciones de derechos humanos, organizaciones gremiales y vecinales, juventudes partidarias y personalidades varias respondieron a la convocatoria. Simultáneamente, la multitud acompañó desde las calles adyacentes a la sede gubernamental. “Gobernaba el pueblo en defensa de la democracia”, recordó un participante.

Buscando en Internet y revolviendo entre mis viejos papeles, pude rescatar algunos párrafos del pronunciamiento firmado por el heterogéneo grupo que conformaba la multisectorial: “debemos comprender los argentinos –decía el texto– que no está en juego en esta difícil circunstancia el triunfo o el éxito de alguna parcialidad política o de algún sector social, sino la Argentina solidaria, participativa, democrática, justa y libre que tanto buscamos y anhelamos”. Por si no quedara claro, agregaban: “la opción es la vida en democracia o la muerte en el autoritarismo”. Don Felipe, ya de regreso en Neuquén, dijo: “Vamos a resistir en la Casa de Gobierno hasta las últimas consecuencias y a partir de este momento vamos a preparar la resistencia".
La redacción del diario era un hervidero de noticias que se sucedían minuto a minuto: el general Martín Balza, a cargo del comando y un hombre respetuoso del orden institucional, había transmitido su apoyo al gobernador y ofreció refugio al presidente Raúl Alfonsín. La Legislatura provincial se declaró en asamblea permanente y allí se hizo presente otro de los protagonistas de esa Semana Santa: el obispo Jaime de Nevares, quien desde el primer día del golpe militar de 1976 abrió la catedral para refugiar a los perseguidos, convirtiéndose en el principal referente de la lucha por los derechos humanos en la ciudad. El viernes Santo, la conmemoración del tradicional Vía Crucis se transformó también en un pedido por la democracia cuando una multitud, encabezada por monseñor De Nevares, se encolumnó tras la enorme cruz en su recorrido desde la céntrica Catedral hasta la barda.

En estas circunstancias se produjo un hecho político de significación: el reencuentro de dos líderes neuquinos que habían estado distanciados durante años, Felipe Sapag y Jaime de Nevares. Ambos encabezaron la movilización del domingo, cuando se esperaba que el presidente Alfonsín regresara de Campo de Mayo, donde había ido a deliberar con los sublevados.

El mensaje de “la casa está en orden” dejó cierta duda en los manifestantes, que desde hacía cuatro días estaban en las calles y se resistían a dejarlas. Un poco porque no estaban convencidos de que se hubiera recuperado el orden y otro poco porque aquellas intensas jornadas habían creado un sentimiento de fraternidad y unidad difícil de disolver.
En los primeros años de la recuperación democrática, la sociedad neuquina –como la del país– se había volcado a la participación en todos los ámbitos: recitales de música en la calle, reuniones espontáneas, asambleas de organizaciones que se rearmaron al calor de los derechos recuperados, encuentros entre aquellos que los años oscuros habían separado. “Estamos en democracia” era la frase que se repetía en todos los ámbitos.

Nosotros hacía apenas tres años que habíamos llegado del exilio en México y vivíamos con alegría aquellos tiempos, compartiendo con neuquinos, con amigos del exilio que venían al sur y con los que íbamos conociendo desde nuestro retorno.

En 1985, el juicio a las juntas trajo un viento de justicia. El infatigable reclamo de los organismos de derechos humanos, que en Neuquén eran muy activos, había encontrado respuesta.

Con el correr del tiempo, con las condenas a los responsables del terrorismo de Estado, comenzó a gestarse un clima de rumores que advertían sobre cierto “malestar militar”. La deuda externa y la inflación –siempre asociadas– contribuyeron a ensombrecer la primavera democrática. Nosotros, que como tantos compatriotas habíamos afinado el olfato, percibíamos ese clima enrarecido y comenzamos a revivir miedos y acechanzas: no se habían ido del todo, muchos seguían agazapados en los cuarteles, dispuestos a recuperar su poder o, al menos, su impunidad.

Es por eso que aquella Semana Santa de 1987 marcó un hito, la población reaccionó rápidamente y salió a las calles, dispuesta a defender la democracia que tanto costó conseguir. De algún modo, aquella foto que reunió a don Felipe –quien había perdido dos hijos asesinados por la dictadura– y a don Jaime –el obispo de los pobres, de los perseguidos, de los pueblos originarios– se transformó en un símbolo de cohesión que reunió al pueblo. Neuquén recuperó su orgullo de ser “la capital de los derechos humanos” y el céntrico monumento a San Martín ratificó su condición de espacio y testigo de las luchas y celebraciones populares. Habíamos compartido unas jornadas en que la dirigencia y la sociedad demostraron que era posible unirse en torno a una causa nacional. 

En estos tiempos de crisis vale la pena recuperar aquella gesta, al menos para que las nuevas generaciones sepan que un país mejor es posible, aún en un mundo incierto como el actual. Nuestro tiempo pasó, pero nos queda la posibilidad transmitir estas vivencias que ayudaron a cicatrizar las heridas de nuestra sociedad.

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