Raquel Arroyo
“¿Mirá, no ves que
es igual a vos?”, le decía a mi padre, mientras le mostraba la portada del
diario, en la que se veían las caras de los candidatos a presidente y entre
ellos un sonriente Raúl Alfonsín.
—¡Dale, papi! ¿Qué
te cuesta? Votalo. Es igualito a vos. Mirá, tiene tu misma sonrisa, y los
bigotes y los ojos negros- insistía, mientras él se seguía afeitando frente al
espejo del baño, casi ignorándome como jamás lo había hecho.
—Se parece a mí,
pero no soy yo. Él es radical, y yo soy peronista. Soy peronista de la primera
hora. Peronista de la Resistencia. Dos días, dos días ¿entendés? Dos días
estuve haciendo cola para pasar un minuto frente al cajón de la Eva. Vos ni
siquiera habías nacido. Tu hermana tenía dos años.
Paró el relato
para enjuagarse la cara recién afeitada. El olor de la crema de afeitar invadió
el baño y el resto de la casa. Y se mezcló con el olor del estofado que llegaba
desde la cocina, donde mi madre ponía a orear los fideos caseros.
Y mi padre continuó:
“Debajo de la
lluvia esperamos, y hasta pasamos hambre con el tío y con los otros compañeros.
Nos habíamos ido casi sin un peso, viajamos gratis en el tren. Era fin de mes y
me quedaba poca plata del sueldo del ferrocarril, se la dejé a mamá y me fui
con apenas unas monedas. Pero no me importó nada, y me fui...”. Lo decía con
nostalgia y mientras se secaba la cara en este octubre del 83, creo que su
mente viajaba a aquel julio del 52.
—Tenía que
despedir a la Eva...- continuó con nostalgia.
—Bueno, papi, pero
Perón y Evita están muertos, y esto es otra cosa. Son aires nuevos. Vos sabés
que el peronismo ya no es lo que era.¿ A vos te convence Lúder? Ya sé que no,
papi. No te gusta este peronismo. Te vi enojado y decepcionado cuando Herminio
Iglesias quemó el cajón.
—Hay cosas que no
me gustan. Pero sigo siendo peronista. Y no voy a votar a un radical. ¡No sé de
dónde me saliste vos radical!- me dijo mientras se iluminaba con esa sonrisa
franca y me daba un abrazo de esos que acomodan los huesos.
—Papi, yo no soy
radical, ni peronista, no sé qué soy. Solo creo en ese hombre, más allá de los
partidos. Creo que es un buen hombre.
—Yo también creo
que es un buen hombre. Pero Illia También era un buen hombre y viste lo que
pasó con él...- había un dejo de tristeza en su voz.
—Pero ahora es
distinto, venimos de siete años de dictadura, nunca más va a haber un golpe de
Estado, nunca más.
Yo tenía veinticinco años. Iba a votar por
primera vez. Como a tantos jóvenes Alfonsín nos había seducido con su oratoria,
su energía y esa hombría de bien que transmitía a través de su mirada serena y
bonachona. Cuando al final de sus discursos recitaba el preámbulo de la
Constitución, la piel se erizaba y los ojos se llenaban de lágrimas. Toda la
esperanza de los jóvenes estaba puesta en ese hombre de ojos oscuros y palabra
clara. Igual a mi padre y sabía que, igual que él, jamás me iba a decepcionar.
Ya estábamos
preparados para ir a votar. Papá se peinaba con la Lord Cheseline y me daba las
últimas indicaciones.
—Hay que cortar
boleta. Bah, vos hacés lo que quieras, pero a Néstor hay que votarlo.
—Claro, papi.
¿Como no lo vamos a votar a Néstor? ¿Aunque sea del PI, no?- le dije con un
guiño.
—Es buena gente,
más allá del partido- lo expresó con un aire de orgullo por su sobrino tan
querido.
—Como Alfonsín,
buena gente, más allá del partido.
Me regaló una sonrisa amplia, había entendido
mi chicana.
—Hay que votar
también a tu amigo Ángel para concejal.
—Pero claro que
sí. Buena gente también mi amigo peronista. Si habremos compartido aquellos meetings
clandestinos en aquel taller de Tablada, cuando el peronismo estaba proscripto-
otra vez la nostalgia, otra vez el peronismo. Sabía que iba a ser imposible
hacerle cambiar de idea.
Eran casi las doce del mediodía. Había una
marcha incesante de gente que pasaba por la puerta de mi casa, hacia la escuela
donde se votaba. Todos querían ir antes del almuerzo del domingo. Estaban
ansiosos por elegir a su presidente. Después vendría el asado o los fideos. Era
un día de fiesta. Fuera cual fuera el resultado iba a ser mejor de lo que
tuvimos durante los últimos siete años. Yo estaba muy nerviosa. Trataba de
recordar alguna clase de Educación Cívica en la que habíamos hecho un simulacro
de elecciones. Pero había pasado mucho tiempo. Mi vida había transcurrido más
durante dictaduras que en gobiernos democráticos. Por lo tanto, poco sabía. Y
para colmo iba a tener que cortar boletas, elegir candidatos de distintos partidos.
No sabía si eso estaba bien o mal. Pero estaba eligiendo al “hombre” y no al
partido. Cuando volviéramos mi papá y yo, iría mi mamá. Ella iba a votar a
Alfonsín, a Néstor y a Ángel. Mientras tanto, se quedaría organizando el
almuerzo y cuidando mis chicos.
“No se olviden los
documentos y arriba de la mesa del comedor les dejé dos tijeritas para que
corten las boletas”, nos gritó mamá desde el patio, tan previsora como siempre.
Salimos orgullosos con la tijerita en el
bolsillo y el documento en la mano. Mi papá tenía una libreta de enrolamiento,
grande como una libreta de almacenero, forrada en cuero. En las primeras hojas
tenía los símbolos patrios y la letra del Himno Nacional. La foto me mostraba a
un joven sin bigotes, de traje, con una cinta de luto en el brazo; seguramente
era por la tía Julia, que había muerto tan joven. Mientras caminábamos me
mostraba los casilleros donde constaba su emisión de voto en elecciones
anteriores y había una anécdota para cada ocasión. Nos separamos en la esquina.
Él se dirigió a la escuela donde votaban los varones y yo a la de mujeres.
Mientras hacía la cola el corazón me latía muy
fuerte. Entré en el cuarto oscuro, saqué la tijerita y empecé a mirar las
boletas. Reconocer, recortar, poner en el sobre. Hacerlo prolijamente, no vaya
a ser que me invalidaran el voto. Perdí la noción del tiempo. Unos golpes en la
puerta del salón, me volvieron a la realidad. “¿Está todo bien? Hace mucho
tiempo que estás adentro”. La voz de la presidenta de mesa me devolvía a la
situación. Salí avergonzada. Todos me miraban. Puse el sobre en la urna y salí
presuntuosa con mi documento en la mano. ¿Y la tijerita? Me la había olvidado
en el cuarto oscuro. Bueno, la vergüenza no me permitía volver, después de todo
a alguien le iba a servir.
En la esquina me encontré con mi papá, nos
abrazamos sin decir palabra. Votó el resto de la familia, almorzamos, y a la
tarde festejamos el cumpleaños de mi hermana. Llegada la noche la televisión
nos contaba que Alfonsín había ganado. Toda la familia lo había votado. Menos
mi padre... Creo... Lo vi sonreír cuando el presidente electo agradecía al
pueblo por la victoria. Era una sonrisa de satisfacción. Los ojos le brillaban.
Ese hombre de la tele y el que estaba sentado al lado mío eran iguales,
solo que uno era radical y el otro peronista. Me acerqué al peronista y le dije
al oído:
—¿Papi, lo votaste?
—No... Además el voto es secreto- me dijo.
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