martes, 24 de octubre de 2023

30 de octubre de 1983

 Raquel Arroyo

 

 

“¿Mirá, no ves que es igual a vos?”, le decía a mi padre, mientras le mostraba la portada del diario, en la que se veían las caras de los candidatos a presidente y entre ellos un sonriente Raúl Alfonsín.

—¡Dale, papi! ¿Qué te cuesta? Votalo. Es igualito a vos. Mirá, tiene tu misma sonrisa, y los bigotes y los ojos negros- insistía, mientras él se seguía afeitando frente al espejo del baño, casi ignorándome como jamás lo había hecho.

—Se parece a mí, pero no soy yo. Él es radical, y yo soy peronista. Soy peronista de la primera hora. Peronista de la Resistencia. Dos días, dos días ¿entendés? Dos días estuve haciendo cola para pasar un minuto frente al cajón de la Eva. Vos ni siquiera habías nacido. Tu hermana tenía dos años.

Paró el relato para enjuagarse la cara recién afeitada. El olor de la crema de afeitar invadió el baño y el resto de la casa. Y se mezcló con el olor del estofado que llegaba desde la cocina, donde mi madre ponía a orear los fideos caseros.

 Y mi padre continuó:

“Debajo de la lluvia esperamos, y hasta pasamos hambre con el tío y con los otros compañeros. Nos habíamos ido casi sin un peso, viajamos gratis en el tren. Era fin de mes y me quedaba poca plata del sueldo del ferrocarril, se la dejé a mamá y me fui con apenas unas monedas. Pero no me importó nada, y me fui...”. Lo decía con nostalgia y mientras se secaba la cara en este octubre del 83, creo que su mente viajaba a aquel julio del 52.

—Tenía que despedir a la Eva...- continuó con nostalgia.

—Bueno, papi, pero Perón y Evita están muertos, y esto es otra cosa. Son aires nuevos. Vos sabés que el peronismo ya no es lo que era.¿ A vos te convence Lúder? Ya sé que no, papi. No te gusta este peronismo. Te vi enojado y decepcionado cuando Herminio Iglesias quemó el cajón.

—Hay cosas que no me gustan. Pero sigo siendo peronista. Y no voy a votar a un radical. ¡No sé de dónde me saliste vos radical!- me dijo mientras se iluminaba con esa sonrisa franca y me daba un abrazo de esos que acomodan los huesos.

—Papi, yo no soy radical, ni peronista, no sé qué soy. Solo creo en ese hombre, más allá de los partidos. Creo que es un buen hombre.

—Yo también creo que es un buen hombre. Pero Illia También era un buen hombre y viste lo que pasó con él...- había un dejo de tristeza en su voz.

—Pero ahora es distinto, venimos de siete años de dictadura, nunca más va a haber un golpe de Estado, nunca más.

 Yo tenía veinticinco años. Iba a votar por primera vez. Como a tantos jóvenes Alfonsín nos había seducido con su oratoria, su energía y esa hombría de bien que transmitía a través de su mirada serena y bonachona. Cuando al final de sus discursos recitaba el preámbulo de la Constitución, la piel se erizaba y los ojos se llenaban de lágrimas. Toda la esperanza de los jóvenes estaba puesta en ese hombre de ojos oscuros y palabra clara. Igual a mi padre y sabía que, igual que él, jamás me iba a decepcionar.

Ya estábamos preparados para ir a votar. Papá se peinaba con la Lord Cheseline y me daba las últimas indicaciones.

—Hay que cortar boleta. Bah, vos hacés lo que quieras, pero a Néstor hay que votarlo.

—Claro, papi. ¿Como no lo vamos a votar a Néstor? ¿Aunque sea del PI, no?- le dije con un guiño.

—Es buena gente, más allá del partido- lo expresó con un aire de orgullo por su sobrino tan querido.

—Como Alfonsín, buena gente, más allá del partido.

 Me regaló una sonrisa amplia, había entendido mi chicana.

—Hay que votar también a tu amigo Ángel para concejal.

—Pero claro que sí. Buena gente también mi amigo peronista. Si habremos compartido aquellos meetings clandestinos en aquel taller de Tablada, cuando el peronismo estaba proscripto- otra vez la nostalgia, otra vez el peronismo. Sabía que iba a ser imposible hacerle cambiar de idea.

 Eran casi las doce del mediodía. Había una marcha incesante de gente que pasaba por la puerta de mi casa, hacia la escuela donde se votaba. Todos querían ir antes del almuerzo del domingo. Estaban ansiosos por elegir a su presidente. Después vendría el asado o los fideos. Era un día de fiesta. Fuera cual fuera el resultado iba a ser mejor de lo que tuvimos durante los últimos siete años. Yo estaba muy nerviosa. Trataba de recordar alguna clase de Educación Cívica en la que habíamos hecho un simulacro de elecciones. Pero había pasado mucho tiempo. Mi vida había transcurrido más durante dictaduras que en gobiernos democráticos. Por lo tanto, poco sabía. Y para colmo iba a tener que cortar boletas, elegir candidatos de distintos partidos. No sabía si eso estaba bien o mal. Pero estaba eligiendo al “hombre” y no al partido. Cuando volviéramos mi papá y yo, iría mi mamá. Ella iba a votar a Alfonsín, a Néstor y a Ángel. Mientras tanto, se quedaría organizando el almuerzo y cuidando mis chicos.

“No se olviden los documentos y arriba de la mesa del comedor les dejé dos tijeritas para que corten las boletas”, nos gritó mamá desde el patio, tan previsora como siempre.

 Salimos orgullosos con la tijerita en el bolsillo y el documento en la mano. Mi papá tenía una libreta de enrolamiento, grande como una libreta de almacenero, forrada en cuero. En las primeras hojas tenía los símbolos patrios y la letra del Himno Nacional. La foto me mostraba a un joven sin bigotes, de traje, con una cinta de luto en el brazo; seguramente era por la tía Julia, que había muerto tan joven. Mientras caminábamos me mostraba los casilleros donde constaba su emisión de voto en elecciones anteriores y había una anécdota para cada ocasión. Nos separamos en la esquina. Él se dirigió a la escuela donde votaban los varones y yo a la de mujeres.

 Mientras hacía la cola el corazón me latía muy fuerte. Entré en el cuarto oscuro, saqué la tijerita y empecé a mirar las boletas. Reconocer, recortar, poner en el sobre. Hacerlo prolijamente, no vaya a ser que me invalidaran el voto. Perdí la noción del tiempo. Unos golpes en la puerta del salón, me volvieron a la realidad. “¿Está todo bien? Hace mucho tiempo que estás adentro”. La voz de la presidenta de mesa me devolvía a la situación. Salí avergonzada. Todos me miraban. Puse el sobre en la urna y salí presuntuosa con mi documento en la mano. ¿Y la tijerita? Me la había olvidado en el cuarto oscuro. Bueno, la vergüenza no me permitía volver, después de todo a alguien le iba a servir.

 En la esquina me encontré con mi papá, nos abrazamos sin decir palabra. Votó el resto de la familia, almorzamos, y a la tarde festejamos el cumpleaños de mi hermana. Llegada la noche la televisión nos contaba que Alfonsín había ganado. Toda la familia lo había votado. Menos mi padre... Creo... Lo vi sonreír cuando el presidente electo agradecía al pueblo por la victoria. Era una sonrisa de satisfacción. Los ojos le brillaban. Ese hombre de la tele y el que estaba sentado al lado mío eran iguales, solo que uno era radical y el otro peronista. Me acerqué al peronista y le dije al oído:

—¿Papi, lo votaste? 

—No... Además el voto es secreto- me dijo.

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