Hugo Longhi
Últimas semanas de 1978, la euforia por la obtención del Mundial de
Futbol iba disminuyendo. El gobierno militar había usufructuado a su favor
aquel triunfo. Se sentían gloriosos y todopoderosos.
Cuando ya todos nos íbamos decididamente preparando para las
tradicionales fiestas de Fin de Año, una noticia nos sacudió. Había surgido un
conflicto limítrofe con Chile por el canal de Beagle y amenazaba con ser serio;
podría llegar a desembocar en una cuestión bélica. Tal vez, los militares
necesitaban demostrar aquella dudosa gloria. Para peor, del otro lado de la
cordillera, también había un dictador lo cual configuraba un escenario
demasiado peligroso.
Y la cuestión fue que nos comenzaron a adoctrinar de alguna manera para
esa eventual circunstancia. Entre las disposiciones que determinaron, la más
curiosa o, cuanto menos, la que yo más recuerdo fueron los apagones. Se trataba
de que en las principales ciudades del país, en un día y a una hora determinada
de la noche, se apagaran todas las luces del alumbrado urbano, edificios
públicos, plazas y, claro, también los hogares. Esa era la parte que nos tocaba
a nosotros.
Se suponía que de esa manera lograríamos desorientar al enemigo que no
tendría puntos de referencias dónde atacar. No sé, eso lo imagino yo porque era
imposible descubrir lo que pasaba por la cabeza de esos estrategas. Esta
calificación va con marcada ironía, por supuesto.
Años después en Malvinas, lamentablemente, comprobaríamos que ese
oscurecimiento masivo de nada servía. Igual, la población debía acatar la orden
y así se hizo. En Rosario fueron dos o tres jornadas.
Dentro de la operatoria se incluía el nombramiento de un jefe de
manzana, quien debía recorrer, revisar y controlar el estricto cumplimiento de
la medida. En mi cuadra esta tarea recayó en José, un vecino que pecó de estar
sentado en la vereda frente a la puerta de su casa, algo muy normal por
aquellos tiempos, y fue el elegido.
En líneas generales por mi zona se cumplió el objetivo. En mi casa
bajamos las persianas, la luz de adelante permaneció sin encenderse, pero no
así las interiores. No hubo mayores incidentes ni problemas.
Finalmente alguna, pizca de coherencia surgió y alguien decidió acudir
al Vaticano para que hiciera de mediador en esta crisis. El novel papa Juan Pablo
II nombró a un simpático cardenal llamado Antonio Samoré, quien tras reunirse
reiteradamente con las autoridades de un lado y de otro, manejando una
diplomacia admirable logró que el conflicto no avanzara. Al menos, las armas
quedarían guardadas sin ser utilizadas.
En lo personal, ese período casi olvidado de la historia reciente
argentina me quedó muy grabado por un par de temas puntuales.
Por esos días, había conseguido ingresar a la empresa en la cual
permanecería trabajando durante cuarenta años.
Lo otro fue la inminente mudanza de mi familia a Granadero Baigorria.
Dejaba el barrio que me vio crecer durante quince años. Los amigos y los hábitos
cambiarían.
Fueron dos hitos importantes en mi vida y siempre tomé esos apagones u oscurecimientos como referencia cronológica, aunque no tuviesen nada que ver.
Es por eso por lo que saco el tema a la luz, valga el juego de palabras. Espero que también sirva para activar vuestras memorias y tal vez los estimule a contar pintorescas experiencias al respecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario