Mónica Mancini
Mis recuerdos más
lejanos sobre las elecciones datan del año mil novecientos sesenta y tres. Recuerdo
con claridad que con seis años caminaba de la mano de mi madre y pasamos por un
comité, cuando ya había ganado Arturo Illia y con entusiasmo me dediqué a
juntar los votos que ya no tenían ningún valor y andaban desparramados por las
veredas. De a poco, se fueron convirtiendo en barquitos, avioncitos y todas las
formas que una nena de esa edad podía construir con su imaginación.
Hubo una gran pausa
donde no tengo recuerdos claros de la forma en que viví las idas y venidas de
los gobiernos de facto y los democráticos. Aunque un hecho presente en mi
memoria es el “Rosariazo”. En mil novecientos sesenta y nueve, con solo trece
años fui testigo de sucesos que conmocionaron la ciudad, todo pareció
descontrolarse, se quemaron troles y se hicieron saqueos en los negocios.
Recuerdo con espanto observar cómo personas enceguecidas saqueaban el kiosco de
revistas de la estación de trenes Rosario Oeste, cómo entraban en los galpones
rompiendo obstáculos y llevándose todo lo que encontraban a su paso. También
pude ver la represión que sufrieron algunos y las consecuencias que les
trajeron semejantes acontecimientos.
Entre esos
trágicos hechos y 1983, pasaron muchísimas cosas. En lo personal ya me había
recibido de maestra, casado y había sido madre de dos niñas. Siendo observadora
de sucesos complejos, como el conflicto con Chile, la guerra de Malvinas y los
reveses de la economía. Vivir en un país en democracia era una gran ilusión,
más aún cuando empecé a conocer la figura de don Raúl, hombre que transmitía
tantas esperanzas de libertad con su famoso slogan “Con la democracia se come,
se cura y se educa”. Sonaban tan prometedora sus palabras, que no tuve ninguna
duda cuando aquel domingo treinta de octubre, con veintiocho años votaba por
primera vez. Con emoción, entré al cuarto oscuro y no solo puse un voto en el
sobre, allí deposité mis anhelos de vivir un futuro con la capacidad de elegir,
de perder el miedo y de manifestar mis ideas con espíritu crítico sin correr
riesgos.
Afortunadamente desde esa primera elección se sucedieron muchas otras, por cuarenta años pudimos elegir a quienes nos gobiernan. Me toco repetidas veces ser presidenta de mesa, donde participé activamente del proceso: preparar las urnas, pegar los padrones en la pared, acomodar los votos en las mesas, retener el documento, firmar los sobres, el posterior conteo y el envió del telegrama. Todo lo hice con mucha alegría y responsabilidad, agradeciendo que esos sucesos del pasado, sean del pasado y que aún con conflictos podamos ejercer el derecho del sufragio.
Haciendo un presuroso viaje en el tiempo, en este dos mil veintitrés, pasando los sesenta años, sigo yendo a votar con satisfacción. Lo hago regularmente con mi hermana, previo desayuno en un bar, aprontamos los DNI y entramos en la escuela que nos toca sabiendo qué vamos a elegir. Votamos manteniendo los mismos objetivos que expresó Alfonsín aquel veintinueve de octubre en el Monumento: “constituir la unión nacional, afianzar la justicia, consolidar la paz interior, proveer la defensa común, promover el bienestar general y asegurar los beneficios de la libertad, para nosotros, para nuestra prosperidad y para todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.
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