jueves, 6 de octubre de 2022

Mi rincón de lectura

María Cristina Piñol


Alrededor de los doce años tuve por fin mi propio dormitorio. Un espacio único, donde, según mi mamá, reinaba el caos. La cama, una mesa de luz, un placar empotrado en la pared, la cómoda de la abuela con un gran espejo de tres cuerpos, el escritorio-biblioteca que me hizo papá y una silla.

Las paredes blancas en poco tiempo se vistieron de posters coloridos, los Stones, Sandro, un mapa de Argentina y Alain Delón, pegado en la puerta haciéndome un guiño con sus ojazos azules entre las volutas del humo de su cigarrillo.

El Winco, los discos, la radio National Panasonic de “bolsillo” y los libros completaban mis tesoros.

Allí, estudiaba, escuchaba música, acumulaba ropa sobre la silla, a esas alturas ya convertida en armario extramuros, me reunía con amigos, y también leía.

Siempre me gustó tener una relación estrecha con los libros, en soledad, recostada en la cama, sin ruidos, sin música, en silencio, solos ellos y yo.

He frecuentado bibliotecas donde el silencio invita a la lectura, también he intentado leer en algún colectivo o en la mesa de un bar, o bien mientras alguna suave melodía me acompañase de fondo; pero, no, no logro concentrarme.

Llegué a conclusión de que, para mí, la lectura es un acto íntimo.

Hubo tiempos en mi vida en los que ni remotamente podía aspirar a esa intimidad, cuando en la habitación no estaba solo yo, ya éramos mínimo dos, cuando no tres o cuatro o más.

Comencé a leer menos, el tiempo que podía dedicarle era ínfimo, el disfrute era intermitente y hasta hubo noches que me encontraron las dos de la mañana leyendo en el baño para terminar una novela.

Pero todo pasa y hay cosas cotidianas que se recuperan, entre ellas el tiempo libre y la intimidad. 

Y pude volver a disfrutar de ellos en soledad, como a mí me gusta, recostada en la cama o en el sofá de una pieza donde solo estamos los dos, mi libro y yo. 

Volviendo a la escuela (*)

 Hugo Longhi

 

Mediado de los sesenta, época de pantalones cortos, barrio pobre, calles de tierra, a veces barro, escuela nueva. Los mismos amiguitos, los de los juegos a toda hora, pero ahora encerrados en un aula con alguien desconocido que nos dice cosas distintas.

En mi caso ese alguien es Norma, alma de madre, vocación de maestra. Con ella las sumas y restas dejan de ser un misterio. También un rezongo se escapa de su boca, si lo merezco.

Una puerta grande es lo primero que veo al llegar, luego un patio cubierto sede de actos en invierno. ¿Qué más recuerdo? ¿La Dirección queda a la derecha o la izquierda de la entrada? No hay caso, las preocupaciones de hombre adulto me borran las imágenes o las distorsionan, al menos.

Pasillos largos dibujan el perímetro agujereado por las puertas de los salones. El timbre, que señala el bendito recreo, a la sazón toda una novedad archivando la legendaria campana, es una deliciosa música que suena cada cuarenta y cinco minutos.

En el centro, el patio. En el centro del centro, el mástil. Amplio, majestuoso. El ritual de cada mañana o tardecita de girar nuestros cuellos al cielo para ver a la celeste y blanca manipulada por el buen alumno de turno. ¿Por qué nunca yo?

El patio. No me quiero ir todavía del mejor lugar de la escuela. Testigo de empujones, corridas, tropezones, guardapolvos impecables los lunes; descosidos y sucios los viernes, sonrisas… y futbol.

Ah, si aquellas perfectas persianas de aluminio pudieran quejarse de los pelotazos... No quedó una sana. Fuimos magníficos arquitectos, pero para la destrucción. Las huellas de nuestra inicial pasión deportiva se estamparon allí.

En tercer o cuarto grado, porque yo soy del tiempo del primero inicial y primero superior, me cambiaron de maestra, de aula y de compañeros. Una vida nueva. La responsabilidad de educar mis días pasó a manos de la señorita Nilda. Como también era la farmacéutica del barrio se encargaba de la Cruz Roja interna, nombrando siempre a algún alumno suyo para que portara en su brazo izquierdo el brazalete con el símbolo internacional. Si ocurría algún accidente menor, interveníamos.

¿Me apuro al decir que la señorita Nilda fue una visionaria? Antes de ella las excursiones eran al Parque Independencia o al Monumento. Gracias a ella conocí Santa Fe con un túnel subfluvial a medio hacer y Buenos Aires con toda su grandeza.

La recuerdo recta, severa, gritona. Nos hacía ir de corbata. A las nenas con el pelo atado o con vincha. Y guay del que se olvidaba el guardapolvo. Para nuestras pueriles mentes era como una sargento. Para mi mente de hombre adulto, una adelantada a su tiempo.

Nos convirtió en precoces periodistas al obligarnos a editar un boletín llamado “La voz del aula”. Por allí, se nos veía con imaginarios micrófonos haciendo entrevistas a los vecinos, dibujando y pintando con esfuerzo para darle vida a la parte gráfica, desarrollando el intelecto al máximo para plasmarlo en las páginas en forma literaria o ennegreciéndonos los dedos hasta lo increíble con el maldito mimeógrafo.

Yo era el jefe de Redacción. Tal vez, si hubiese sabido el valor del cargo que ocupaba me habrían temblado las piernas. Pero la señorita Nilda tenía la virtud de hacer parecer todo como un juego. Y jugando aprendíamos.

Los últimos años de la primaria fueron para dar mis iniciales pasos con el idioma inglés. This is a book. ¿Qué eran esas palabras raras? ¿Para que servirían? ¿Y Educación Cívica? ¿Y el sujeto y predicado? ¿Y los deberes en vacaciones? ¡Ufa!

Hoy, soy un hombre medianamente culto, actualmente sigo estudiando y aprendiendo de todo y de todos, pero mi base cultural se edificó en esa escuela entonces nueva en el barrio pobre, la del cartel sobre calle República que decía con claridad y orgullo: Número 456, Carlos Pellegrini.

Me fui un día para no volver en uno de los tantos errores que cometemos los humanos, pero ella sigue allí. Me dicen que cumple años y yo estoy feliz de pertenecer, aún muy mínimamente, a su historia.

Mi mente de hombre adulto me pide ahora que le diga gracias.

 

(*) Este texto no fue escrito para el curso Contame una historia” sino que tiene más de veinte años. Lo hice a pedido de la escuela primaria a la que concurrí que, en ese momento, estaba cumpliendo su cincuentenario de existencia. Revolviendo papeles lo encontré y aquí está.

miércoles, 5 de octubre de 2022

El naranjo y sus vecinos

 Daniel Jobbel

 

Cada mes del mismo nombre, como esa vieja canción de Neil Diamond, “Mañana de septiembre”, me asaltaba una idéntica inquietud: que la primavera no hubiera llegado.

El paisaje se ve desolado, los árboles con sus ramas como esqueletos raídos, sin hojas, sin flores por una ciudad desierta con ráfagas ventosas y espasmos de garúa en un rabo de nube, y humedad ante un invierno no tan placentero. Imagino también los yuyales embriagados de rocío, algún cedrón, el espinillo, sobre los cuales crecen los claveles del aire y las barbas de viejo en los antiguos zanjones allá a lo lejos del arrabal rosarino; formarían todo aquello una masa gris, como apresto que un pintor aplica a un lienzo antes de crear su obra maestra. 

“Es cosa de esperar”, me alentó un vecino- Una mañana abrirá los ojos, y la primavera ya habrá llegado.

Y así fue. Un día a fines de septiembre desperté y vi un verde extraordinario, casi luminoso, como si la primavera fuera un truco de magia o como si alguien hubiera encendido la luz a la imaginación. Y aquellos árboles renacieron en los montes cerca del Rosario. En algún barrio, las malvas, revelaron sus azules y sus verdes jardines de las casas. Los jacarandás y palos borrachos florecieron con sus colores lilas, blancos y amarillos; los jilgueros y otros pájaros intuyeron la vuelta y posaron en sus árboles buscando alimento, los narcisos y malvones de algunos balcones iniciaron su danza al cielo.

Allí estaba el naranjo salvaje en flor, en un terreno baldío separado solo por un simple paredón y endeble puerta de hierro maltrecha y herrumbrada. No pertenecía a nadie y, por lo tanto, era de todos. Un espacio abandonado, a veces intrusado, incluso por mí. A su alrededor se veían arriba, ventanas de distinto tamaño, algunas desnudas de vidrios y tapiales de ladrillos con viejos patios por detrás y de fondo unos grandes galpones de chapa oxidada con sus recovecos.

Sus ramas oscuras se extendían retorcidas porque estaba como desquiciado y nadie lo poda. Una naranja cayó no muy lejos del árbol dentro de mi departamento de pasillo. La recogí. Estaba demasiado madura, con musgo en su cáscara, machucada casi desecha. Cada primavera florecía tan profusamente, que el aire se impregnaba de olor a naranja y entraba a mi dormitorio que daba al patio. Cuando pasaba por allí caminando, me invadía la sensación de estar moviéndose en otra atmósfera, quizás dejándome un mensaje; sensación que como un niño suele tirarse de un tobogán al agua con chapuzón incluido en una pileta.

Hasta algunos años, pensé que era el único que había reparado en el árbol, pero había otros que no recuerdo. Mi enjundia era con ese, que esparcía hojas y naranjas salvajes dentro de mi pasillo y la vereda. Un día, en un arrebato de locura, tomé prestadas unas tijeras de podar y quitar las ramas errantes. No sé si era el mejor tiempo, pero decidí hacerlo. Apenas había comenzado, cuando los vecinos abrieron sus ventanas; y algunos salieron de sus casas; casi no los conocía y rara vez les hablaba, pero fue como si hubiera entrado a sus jardines sin ser invitado siquiera.

Una desconocida vecina, Marga, de la casa de al lado fue la primera en hablar. Metida como “chusma” de conventillo, en ese barrio que hacía poco me había mudado. Rosario era otro en los setenta y nueve, al igual que el país con aquel conflicto con el Beagle... 

“No va a cortarlo, ¿verdad?”, me preguntó Marga con una ansiedad como si picara una avispa.

Otro individuo, 'El rulo', dio un sobresalto cuando corté una rama. “Ojalá no se seque”, dijo con ironía salvaje, pero con advertencia nata.

  Al poco rato había muchos mirando y pocos haciendo; ya que las ramas caían y sus hojas ensuciaban la vereda. Estaban congregados como ignotos para trabajo de turno. Es que la gente que vive en departamentos de pasillo en una ciudad poco sabe del otro. De pronto me percaté de que llevaba unos cuantos meses viviendo allí en el barrio del Abasto en calle Mitre y Riobamba, mi primer inquilinato de soltero, a pocas cuadras de lo que sería luego la plaza Libertad; donde estuvieron alguna vez los galpones del Mercado de Frutas y Hortalizas Abasto. Limitaba con las calles Mitre, Sarmiento, Pasco, Ituzaingó y en su alrededor muchos comercios satélites: el frigorífico Rosario, negocios y almacenes de todo tipo. Un nicho con algunos pocos recientes edificios, además de esa seguidilla de casas chorizo con su puerta alta de latón; su patio delante de su galería con chapa de cinc y columnas de hierro. Ya no se encontraban tampoco el bar “El Saigo”, ni el cine “Sol de mayo”, joyas de esparcimiento del antiguo barrio.

Allí, me di cuentas de que recién me estaba enterando de sus nombres. Me enteré de sus nombres, apodos, direcciones, números telefónicos, de amores no correspondido y otras cuitas, pocas puertas abiertas y otras no tanto, como espías de entrecasa; de cómo se ganaban la vida algunos, de otras cositas y cómo pasaban el invierno ciudadano. Así, conocí al “rulo”, Marga, la “Cuqui”, el diariero Jorge y otros que hoy ya no recuerdo.

Parecía que el árbol nos había reunido bajo sus ramas para ayudar a conocernos y a compartir la capacidad de asombro. ¿Ese es el mensaje que querrían darme? El deshielo entre palabras y gestos se produjo. Días después me encontré con Gabriel, un vecino dueño de una granja, casi a mitad de cuadra. Comentó que el invierno se le había hecho eterno; y que lamentaba no haber visto ni conversado con nadie del barrio en ese tiempo, esperando pegado a su mostrador con su pava, mate y bombilla. Mirando el ventanal como huyendo de la realidad, me miró y me dijo:

Tenemos que podar ese árbol otra vez.

Creería que sí- argumenté.

Me agradan la gente emprendedora, especialmente aquellos que se entregan en cuerpo y alma a la tarea- dijo, le dio un sorbo al mate y fue a calentar la pava.

 El aludido naranjo siguió dando frutos hasta que un día sucumbió. En el barrio nadie se alteró. ¿Tendría razón aquel vecino que me increpó? Quizás me sentí el culpable de haberlo podado y reviví mariposas de angustias en mi estómago. 

Sin embargo, a veces la razón de mi equilibrio sobre ese hecho me sirvió para disecar con calma y analizar futuras tormentas, nunca resolver apresurado alguna crisis momentánea.