miércoles, 5 de octubre de 2022

El naranjo y sus vecinos

 Daniel Jobbel

 

Cada mes del mismo nombre, como esa vieja canción de Neil Diamond, “Mañana de septiembre”, me asaltaba una idéntica inquietud: que la primavera no hubiera llegado.

El paisaje se ve desolado, los árboles con sus ramas como esqueletos raídos, sin hojas, sin flores por una ciudad desierta con ráfagas ventosas y espasmos de garúa en un rabo de nube, y humedad ante un invierno no tan placentero. Imagino también los yuyales embriagados de rocío, algún cedrón, el espinillo, sobre los cuales crecen los claveles del aire y las barbas de viejo en los antiguos zanjones allá a lo lejos del arrabal rosarino; formarían todo aquello una masa gris, como apresto que un pintor aplica a un lienzo antes de crear su obra maestra. 

“Es cosa de esperar”, me alentó un vecino- Una mañana abrirá los ojos, y la primavera ya habrá llegado.

Y así fue. Un día a fines de septiembre desperté y vi un verde extraordinario, casi luminoso, como si la primavera fuera un truco de magia o como si alguien hubiera encendido la luz a la imaginación. Y aquellos árboles renacieron en los montes cerca del Rosario. En algún barrio, las malvas, revelaron sus azules y sus verdes jardines de las casas. Los jacarandás y palos borrachos florecieron con sus colores lilas, blancos y amarillos; los jilgueros y otros pájaros intuyeron la vuelta y posaron en sus árboles buscando alimento, los narcisos y malvones de algunos balcones iniciaron su danza al cielo.

Allí estaba el naranjo salvaje en flor, en un terreno baldío separado solo por un simple paredón y endeble puerta de hierro maltrecha y herrumbrada. No pertenecía a nadie y, por lo tanto, era de todos. Un espacio abandonado, a veces intrusado, incluso por mí. A su alrededor se veían arriba, ventanas de distinto tamaño, algunas desnudas de vidrios y tapiales de ladrillos con viejos patios por detrás y de fondo unos grandes galpones de chapa oxidada con sus recovecos.

Sus ramas oscuras se extendían retorcidas porque estaba como desquiciado y nadie lo poda. Una naranja cayó no muy lejos del árbol dentro de mi departamento de pasillo. La recogí. Estaba demasiado madura, con musgo en su cáscara, machucada casi desecha. Cada primavera florecía tan profusamente, que el aire se impregnaba de olor a naranja y entraba a mi dormitorio que daba al patio. Cuando pasaba por allí caminando, me invadía la sensación de estar moviéndose en otra atmósfera, quizás dejándome un mensaje; sensación que como un niño suele tirarse de un tobogán al agua con chapuzón incluido en una pileta.

Hasta algunos años, pensé que era el único que había reparado en el árbol, pero había otros que no recuerdo. Mi enjundia era con ese, que esparcía hojas y naranjas salvajes dentro de mi pasillo y la vereda. Un día, en un arrebato de locura, tomé prestadas unas tijeras de podar y quitar las ramas errantes. No sé si era el mejor tiempo, pero decidí hacerlo. Apenas había comenzado, cuando los vecinos abrieron sus ventanas; y algunos salieron de sus casas; casi no los conocía y rara vez les hablaba, pero fue como si hubiera entrado a sus jardines sin ser invitado siquiera.

Una desconocida vecina, Marga, de la casa de al lado fue la primera en hablar. Metida como “chusma” de conventillo, en ese barrio que hacía poco me había mudado. Rosario era otro en los setenta y nueve, al igual que el país con aquel conflicto con el Beagle... 

“No va a cortarlo, ¿verdad?”, me preguntó Marga con una ansiedad como si picara una avispa.

Otro individuo, 'El rulo', dio un sobresalto cuando corté una rama. “Ojalá no se seque”, dijo con ironía salvaje, pero con advertencia nata.

  Al poco rato había muchos mirando y pocos haciendo; ya que las ramas caían y sus hojas ensuciaban la vereda. Estaban congregados como ignotos para trabajo de turno. Es que la gente que vive en departamentos de pasillo en una ciudad poco sabe del otro. De pronto me percaté de que llevaba unos cuantos meses viviendo allí en el barrio del Abasto en calle Mitre y Riobamba, mi primer inquilinato de soltero, a pocas cuadras de lo que sería luego la plaza Libertad; donde estuvieron alguna vez los galpones del Mercado de Frutas y Hortalizas Abasto. Limitaba con las calles Mitre, Sarmiento, Pasco, Ituzaingó y en su alrededor muchos comercios satélites: el frigorífico Rosario, negocios y almacenes de todo tipo. Un nicho con algunos pocos recientes edificios, además de esa seguidilla de casas chorizo con su puerta alta de latón; su patio delante de su galería con chapa de cinc y columnas de hierro. Ya no se encontraban tampoco el bar “El Saigo”, ni el cine “Sol de mayo”, joyas de esparcimiento del antiguo barrio.

Allí, me di cuentas de que recién me estaba enterando de sus nombres. Me enteré de sus nombres, apodos, direcciones, números telefónicos, de amores no correspondido y otras cuitas, pocas puertas abiertas y otras no tanto, como espías de entrecasa; de cómo se ganaban la vida algunos, de otras cositas y cómo pasaban el invierno ciudadano. Así, conocí al “rulo”, Marga, la “Cuqui”, el diariero Jorge y otros que hoy ya no recuerdo.

Parecía que el árbol nos había reunido bajo sus ramas para ayudar a conocernos y a compartir la capacidad de asombro. ¿Ese es el mensaje que querrían darme? El deshielo entre palabras y gestos se produjo. Días después me encontré con Gabriel, un vecino dueño de una granja, casi a mitad de cuadra. Comentó que el invierno se le había hecho eterno; y que lamentaba no haber visto ni conversado con nadie del barrio en ese tiempo, esperando pegado a su mostrador con su pava, mate y bombilla. Mirando el ventanal como huyendo de la realidad, me miró y me dijo:

Tenemos que podar ese árbol otra vez.

Creería que sí- argumenté.

Me agradan la gente emprendedora, especialmente aquellos que se entregan en cuerpo y alma a la tarea- dijo, le dio un sorbo al mate y fue a calentar la pava.

 El aludido naranjo siguió dando frutos hasta que un día sucumbió. En el barrio nadie se alteró. ¿Tendría razón aquel vecino que me increpó? Quizás me sentí el culpable de haberlo podado y reviví mariposas de angustias en mi estómago. 

Sin embargo, a veces la razón de mi equilibrio sobre ese hecho me sirvió para disecar con calma y analizar futuras tormentas, nunca resolver apresurado alguna crisis momentánea.

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