Hugo Longhi
Mediado de los sesenta, época de pantalones cortos, barrio pobre, calles
de tierra, a veces barro, escuela nueva. Los mismos amiguitos, los de los
juegos a toda hora, pero ahora encerrados en un aula con alguien desconocido
que nos dice cosas distintas.
En mi caso ese alguien es Norma, alma de madre, vocación de maestra. Con
ella las sumas y restas dejan de ser un misterio. También un rezongo se escapa
de su boca, si lo merezco.
Una puerta grande es lo primero que veo al llegar, luego un patio
cubierto sede de actos en invierno. ¿Qué más recuerdo? ¿La Dirección queda a la
derecha o la izquierda de la entrada? No hay caso, las preocupaciones de hombre
adulto me borran las imágenes o las distorsionan, al menos.
Pasillos largos dibujan el perímetro agujereado por las puertas de los
salones. El timbre, que señala el bendito recreo, a la sazón toda una novedad
archivando la legendaria campana, es una deliciosa música que suena cada
cuarenta y cinco minutos.
En el centro, el patio. En el centro del centro, el mástil. Amplio,
majestuoso. El ritual de cada mañana o tardecita de girar nuestros cuellos al
cielo para ver a la celeste y blanca manipulada por el buen alumno de turno.
¿Por qué nunca yo?
El patio. No me quiero ir todavía del mejor lugar de la escuela. Testigo
de empujones, corridas, tropezones, guardapolvos impecables los lunes;
descosidos y sucios los viernes, sonrisas… y futbol.
Ah, si aquellas perfectas persianas de aluminio pudieran quejarse de los
pelotazos... No quedó una sana. Fuimos magníficos arquitectos, pero para la
destrucción. Las huellas de nuestra inicial pasión deportiva se estamparon
allí.
En tercer o cuarto grado, porque yo soy del tiempo del primero inicial y
primero superior, me cambiaron de maestra, de aula y de compañeros. Una vida
nueva. La responsabilidad de educar mis días pasó a manos de la señorita Nilda.
Como también era la farmacéutica del barrio se encargaba de la Cruz Roja
interna, nombrando siempre a algún alumno suyo para que portara en su brazo
izquierdo el brazalete con el símbolo internacional. Si ocurría algún accidente
menor, interveníamos.
¿Me apuro al decir que la señorita Nilda fue una visionaria? Antes de
ella las excursiones eran al Parque Independencia o al Monumento. Gracias a ella
conocí Santa Fe con un túnel subfluvial a medio hacer y Buenos Aires con toda
su grandeza.
La recuerdo recta, severa, gritona. Nos hacía ir de corbata. A las nenas
con el pelo atado o con vincha. Y guay del que se olvidaba el guardapolvo. Para
nuestras pueriles mentes era como una sargento. Para mi mente de hombre adulto,
una adelantada a su tiempo.
Nos convirtió en precoces periodistas al obligarnos a editar un boletín
llamado “La voz del aula”. Por allí, se nos veía con imaginarios micrófonos
haciendo entrevistas a los vecinos, dibujando y pintando con esfuerzo para
darle vida a la parte gráfica, desarrollando el intelecto al máximo para
plasmarlo en las páginas en forma literaria o ennegreciéndonos los dedos hasta
lo increíble con el maldito mimeógrafo.
Yo era el jefe de Redacción. Tal vez, si hubiese sabido el valor del
cargo que ocupaba me habrían temblado las piernas. Pero la señorita Nilda tenía
la virtud de hacer parecer todo como un juego. Y jugando aprendíamos.
Los últimos años de la primaria fueron para dar mis iniciales pasos con
el idioma inglés. This is a book. ¿Qué eran esas palabras raras? ¿Para que
servirían? ¿Y Educación Cívica? ¿Y el sujeto y predicado? ¿Y los deberes en
vacaciones? ¡Ufa!
Hoy, soy un hombre medianamente culto, actualmente sigo estudiando y
aprendiendo de todo y de todos, pero mi base cultural se edificó en esa escuela
entonces nueva en el barrio pobre, la del cartel sobre calle República que
decía con claridad y orgullo: Número 456, Carlos Pellegrini.
Me fui un día para no volver en uno de los tantos errores que cometemos
los humanos, pero ella sigue allí. Me dicen que cumple años y yo estoy feliz de
pertenecer, aún muy mínimamente, a su historia.
Mi mente de hombre adulto me pide ahora que le diga gracias.
(*) Este texto no fue escrito para el curso Contame una
historia” sino que tiene más de veinte años. Lo hice a pedido de la escuela
primaria a la que concurrí que, en ese momento, estaba cumpliendo su cincuentenario
de existencia. Revolviendo papeles lo encontré y aquí está.
Una narrativa que me lleva a mis días escolares querido Hugo. Y bien que lo hayas guardado y es este contexto te digo gracias a eso podemos reguardar y visivilizar el pasado. El pasado vive, perdura . Gracias por estas letras . Abrazos de Daniel Jobbel
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