jueves, 6 de octubre de 2022

Volviendo a la escuela (*)

 Hugo Longhi

 

Mediado de los sesenta, época de pantalones cortos, barrio pobre, calles de tierra, a veces barro, escuela nueva. Los mismos amiguitos, los de los juegos a toda hora, pero ahora encerrados en un aula con alguien desconocido que nos dice cosas distintas.

En mi caso ese alguien es Norma, alma de madre, vocación de maestra. Con ella las sumas y restas dejan de ser un misterio. También un rezongo se escapa de su boca, si lo merezco.

Una puerta grande es lo primero que veo al llegar, luego un patio cubierto sede de actos en invierno. ¿Qué más recuerdo? ¿La Dirección queda a la derecha o la izquierda de la entrada? No hay caso, las preocupaciones de hombre adulto me borran las imágenes o las distorsionan, al menos.

Pasillos largos dibujan el perímetro agujereado por las puertas de los salones. El timbre, que señala el bendito recreo, a la sazón toda una novedad archivando la legendaria campana, es una deliciosa música que suena cada cuarenta y cinco minutos.

En el centro, el patio. En el centro del centro, el mástil. Amplio, majestuoso. El ritual de cada mañana o tardecita de girar nuestros cuellos al cielo para ver a la celeste y blanca manipulada por el buen alumno de turno. ¿Por qué nunca yo?

El patio. No me quiero ir todavía del mejor lugar de la escuela. Testigo de empujones, corridas, tropezones, guardapolvos impecables los lunes; descosidos y sucios los viernes, sonrisas… y futbol.

Ah, si aquellas perfectas persianas de aluminio pudieran quejarse de los pelotazos... No quedó una sana. Fuimos magníficos arquitectos, pero para la destrucción. Las huellas de nuestra inicial pasión deportiva se estamparon allí.

En tercer o cuarto grado, porque yo soy del tiempo del primero inicial y primero superior, me cambiaron de maestra, de aula y de compañeros. Una vida nueva. La responsabilidad de educar mis días pasó a manos de la señorita Nilda. Como también era la farmacéutica del barrio se encargaba de la Cruz Roja interna, nombrando siempre a algún alumno suyo para que portara en su brazo izquierdo el brazalete con el símbolo internacional. Si ocurría algún accidente menor, interveníamos.

¿Me apuro al decir que la señorita Nilda fue una visionaria? Antes de ella las excursiones eran al Parque Independencia o al Monumento. Gracias a ella conocí Santa Fe con un túnel subfluvial a medio hacer y Buenos Aires con toda su grandeza.

La recuerdo recta, severa, gritona. Nos hacía ir de corbata. A las nenas con el pelo atado o con vincha. Y guay del que se olvidaba el guardapolvo. Para nuestras pueriles mentes era como una sargento. Para mi mente de hombre adulto, una adelantada a su tiempo.

Nos convirtió en precoces periodistas al obligarnos a editar un boletín llamado “La voz del aula”. Por allí, se nos veía con imaginarios micrófonos haciendo entrevistas a los vecinos, dibujando y pintando con esfuerzo para darle vida a la parte gráfica, desarrollando el intelecto al máximo para plasmarlo en las páginas en forma literaria o ennegreciéndonos los dedos hasta lo increíble con el maldito mimeógrafo.

Yo era el jefe de Redacción. Tal vez, si hubiese sabido el valor del cargo que ocupaba me habrían temblado las piernas. Pero la señorita Nilda tenía la virtud de hacer parecer todo como un juego. Y jugando aprendíamos.

Los últimos años de la primaria fueron para dar mis iniciales pasos con el idioma inglés. This is a book. ¿Qué eran esas palabras raras? ¿Para que servirían? ¿Y Educación Cívica? ¿Y el sujeto y predicado? ¿Y los deberes en vacaciones? ¡Ufa!

Hoy, soy un hombre medianamente culto, actualmente sigo estudiando y aprendiendo de todo y de todos, pero mi base cultural se edificó en esa escuela entonces nueva en el barrio pobre, la del cartel sobre calle República que decía con claridad y orgullo: Número 456, Carlos Pellegrini.

Me fui un día para no volver en uno de los tantos errores que cometemos los humanos, pero ella sigue allí. Me dicen que cumple años y yo estoy feliz de pertenecer, aún muy mínimamente, a su historia.

Mi mente de hombre adulto me pide ahora que le diga gracias.

 

(*) Este texto no fue escrito para el curso Contame una historia” sino que tiene más de veinte años. Lo hice a pedido de la escuela primaria a la que concurrí que, en ese momento, estaba cumpliendo su cincuentenario de existencia. Revolviendo papeles lo encontré y aquí está.

1 comentario:

  1. Una narrativa que me lleva a mis días escolares querido Hugo. Y bien que lo hayas guardado y es este contexto te digo gracias a eso podemos reguardar y visivilizar el pasado. El pasado vive, perdura . Gracias por estas letras . Abrazos de Daniel Jobbel

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