Hugo Longhi
El timbre del portero eléctrico sonó reiteradas veces, como era
costumbre en él. Yo ni siquiera respondía, sabía que solo era su señal de que
había pasado y dejado algo en el buzón del edificio. Pero ese mediodía de
viernes, poco antes de que saliera a trabajar, el repiqueteo sonoro fue más
intenso, digamos insistente, y por lo tanto atendí. La orden fue terminante:
“Bajá que hay una sorpresa para vos”.
Por aquel entonces, promediando la década de los 90, yo recibía
muchísima correspondencia de parte de radios internacionales y esa
cotidianeidad hizo que estableciera cierta confianza con el cartero.
El muchacho joven, de pelo largo teñido de rubio, me esperaba con un
papelito en la mano. ¿Esa sería la sorpresa? Lo primero que me preguntó fue si
tenía algo que hacer el domingo. Ante mi gesto de no comprender agregó que ese
papelito era una citación para formar parte de la mesa electoral en los
comicios que aquel día se iban a desarrollar.
Yo no lo podía creer, tenía que participar como segundo asistente de mesa,
recién me comunicaban con solo dos días de anticipación y sin ninguna
instrucción. Y, bueno, le firmé el acuse de recibo y subí los tres pisos de
escaleras mascullando bronca. No tenía donde quejarme ni como hacerlo. Dichos
comicios eran para designar convencionales constituyentes para el gran congreso
que se realizaría en Santa Fe con el objetivo de modificar y actualizar la
Constitución.
Esas cuarenta y ocho horas pasaron volando y el domingo, minutos antes
de las ocho me presenté en el lugar establecido. Ya había personas formando
fila para votar. El policía me recibió amablemente y hasta me pareció que sonreía
al verme. Me invitó a pasar. Allí, me encontré con un amplio salón con mesas
distribuidas en todo el perímetro del predio.
Yo no sabía para qué lado agarrar. Pasado ese instante de desorientación
me dispuse a buscar el número de mi mesa y allí quedé inmóvil dudando sobre qué
hacer. Cuando ya la desesperación me atrapaba fuerte, de la nada surgió una
chica bastante joven que, identificándose como fiscal del Partido Justicialista,
se ofreció a ayudarme. Fue como un maná caído del cielo. Pese a su juventud ya
tenía cierta experiencia en este tipo de actos.
Demás está decir que ni el presidente de mesa ni el primer asistente
habían aparecido por lo cual debí hacerme cargo de todo. Sí, de pronto era yo
el que comandaría el movimiento y control de los votantes. Lo primero que
hicimos fue pegar los padrones en la pared, armar las urnas, ordenar las
boletas en el cuarto oscuro y, claro, ser el primero en sufragar. No sea cosa
que por los nervios me olvidara de hacerlo.
Alrededor de las ocho treinta estuve en condiciones de comenzar a
recibir gente, muchos de los cuales ingresaron bastante molestos por la demora.
Poco a poco me fui tranquilizando al observar que todo se desarrollaba con
normalidad y a la vez gané confianza. Cada tanto la chica, que al verme tan
desamparado se había sentado junto a mí, se iba a recorrer otras mesas.
Habrán pasado unas dos horas de iniciada la cuestión cuando apareció un
gordito de barba y aspecto de mal dormido. Preguntó si esa era la mesa tal y
ante mi afirmación dijo que era el designado como primer asistente. Obvio, lo
invité, barra, obligué a que se sentara y se dispusiera a colaborar. Al principio
la relación fue tirante, porque pretendí mostrarme enojado por su impuntualidad,
pero al rato nos fuimos acomodando. Poseía un extraño sentido del humor que me
hacía reír. Junto a la chica formamos un mini equipo que funcionó.
Así, fue transcurriendo la jornada. Pasaron algunas caras conocidas entre
los que recuerdo al periodista Evaristo Monti y un directivo de la compañía donde
trabajaba que, porfiadamente, pretendía votar con un documento viejo. Por una
vez, me di el gusto, de darle órdenes y que las acatara. Los últimos en llegar,
casi ya al cierre del acto, fueron una familia de japoneses, un padre con sus
hijos varones. Esos marcados ojitos rasgados nos hicieron adivinar a la
distancia que ellos eran los que faltaban para completar el padrón.
Por tratarse de una elección atípica, insisto se elegían solo congresales constituyentes, el recuento de votos fue bastante rápido y estimo que una hora después ya había completado la tarea. En definitiva la bronca previa y la angustia inicial se transformaron en satisfacción por el deber cumplido. Y encima con una actividad novedosa. Así es, puedo afirmar que mi firma, impensadamente, figura en muchos DNI de rosarinos, seguramente ya sin uso.
Volví a casa caminando tranquilo en ese atardecer de abril de 1994. La única duda que me quedó fue saber quién sería el verdadero jefe de mesa que, por cierto, jamás apareció.
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