Mónica Mancini
Hacía poco
que el empedrado había sido reemplazado por el pavimento, tan alisado y parejito
que nos permitía andar en bici casi sin hacer fuerza. Recorríamos las
calles con la ansiedad propia de los jóvenes, que van descubriendo su capacidad
de decidir qué camino tomar o los vericuetos de las calles más alejadas y los
personajes que habitan en ellas…
Esa mañana
de octubre se prestaba como para sentir que todo funcionaba de maravillas: el
sol brillaba, el clima entre los amigos era confortable, daba gusto vivir,
compartir este tiempo de ocio.
De pronto
todo cambió, fue como pasar del día a la noche sin el atardecer… se escucharon
gritos patéticos, ahogados, desesperados. No entendíamos qué estaba pasando
cuando por delante de nosotros cruzaron la calle dos chicas que corrían y
pedían ayuda. Jamás pensamos que la situación era definitiva, terminal, que
esos gritos que imploraban socorro envolvían vivir o morir. Pronto, los
entendimos, no había espacio para las dudas.
La velocidad
con la que se sucedieron los hechos aún dejó tiempo para apreciar que el
vientre de una de las chicas estaba abultado, evidentemente con un embarazo muy
avanzado, ella corría tomándolo con sus manos, como impidiendo que el niño
saliera prematuramente, o quizás solo quería protegerlo del peligro inminente.
Ambas se
metieron en el jardín de una casa, esas que tienen una puerta bajita y un
espacio adelante, se tiraron al suelo, temblando, indicándonos con gestos
claros que nos fuéramos, que no nos involucremos en lo que estaba pasando,
ellas sabían a qué se exponían y no deseaban que jóvenes como nosotros nos
arriesguemos. Aun así, nos quedamos, cubrimos la entrada con nuestras bicis
y comprendimos que debíamos protegerlas.
Inmediatamente
observamos que se acerca por la calle, a paso de hombre, un Falcon verde, con
cuatro hombres. Tenían un aspecto tal que su sola imagen nos hizo sentir un
miedo desconocido hasta ahora, un miedo real con un olor particular. Creo que
intuyeron lo que sentíamos y por eso se detuvieron para interrogarnos.
—Che, pibes,
¿no vieron a dos chicas por acá?
—Una de
ellas embarazada- agregó uno que iba atrás.
Por supuesto
que nuestras caras eran más que delatoras, aunque quisimos disimular, el pánico
que teníamos era tal, que fuimos descubiertos antes de pronunciar una palabra.
Lo que
siguió después fue terrible, aún hoy después de muchos años no puedo dejar de
recordarlo con una increíble nitidez.
“Córranse y
rajen de acá si no quieren que mañana sus viejas anden con un pañuelo blanco en
la cabeza”, nos dijeron.
No fue
necesario que repitiera la orden, no teníamos idea de qué significaba lo del
pañuelo blanco, pero entendimos inmediatamente que nuestra vida estaba en
juego.
Mientras
pedaleábamos frenéticamente escuchamos los gritos de las chicas y los disparos,
muchos, muchísimos de pronto un silencio angustiante inundado de olor a pólvora
llegó a nosotros y nos pasó por al lado el Falcon con sus cuatro pasajeros,
iban conversado animadamente, como si salieran de su trabajo, comentando
cuestiones de rutina, hasta nos saludaron amigablemente…
Volvimos
como locos al lugar, y la imagen que vimos no parecía real, no coincidía con
esa tarde de octubre y con nuestra vida de jóvenes despreocupados. Una candidez
que perecía al mismo tiempo que las chicas que habíamos visto correr para
salvar su vida y que yacían ahí, en el suelo tiradas, abandonadas. Nosotros las
quisimos proteger y sin querer las delatamos,
Un charco de
sangre las rodeaba, los cuerpos estaban quietos, la muerte se hizo presente en
forma contundente… pero una idea apareció entre nosotros: ¡el bebé! ¿Se habrá
muerto también el bebé?
Simultáneamente
un montón de vecinos comenzaron a salir espantados por los hechos sucedidos,
algunos muy solidarios, hicieron lo que debían; llamaron a la ambulancia, otros
se metieron adentro diciendo “algo habrán hecho”.
Nos quedamos hasta que vinieron los médicos de la Asistencia Pública, actuaron rápido y con mucho profesionalismo intentaban alejarnos… pero nosotros no podíamos dejar de mirar, deseábamos entender las razones por las que se asesinaba a dos mujeres indefensas y a un niño, que aún no había nacido. Dijeron que aún se movía, partieron inmediatamente con la intención de hacer una cesárea de urgencia. Supimos que el bebé sobrevivió, que nació de su madre muerta.
Después de muchos años siempre conservo intacto ese recuerdo y, cuando veo por la televisión o leo alguna nota periodística sobre las abuelas y sus nietos recuperados que se suman a través de los años no dejo de evocar a la joven mamá que corría con las manos en su vientre para salvar a su hijo, resignifico el sentido del pañuelo blanco y deseo con fervor que su abuela lo haya recuperado.
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