Hugo Longhi
El día
inicial de 1983 no solo nos obligó al ritual cambio del viejo almanaque por el
nuevo, sino que nos llevó a prepararnos para pensar en modo elecciones.
Y pese a que
la cita cívica sería recién a fines de octubre, la excitación era grande,
enorme y las incertidumbres también. Yo andaba por los veinticuatro años y
sería mi primera vez frente a las urnas. Allí uno de los tantos tornillos
flojos de la inexistente democracia en nuestro país, recién votar tantos años
después de lo que debía.
Fue en ese
verano, en las playas u otros sitios vacacionales, cuando se comenzó a hablar
de política. Hasta hacía poco tiempo era un tema prohibido o, cuanto menos,
inconveniente. Ahora todos queríamos opinar, imaginar lo que se venía, que sin
dudas sería mejor que lo vivido en los pasados siete años.
Todos nos
disfrazamos de expertos en la materia y yo no fui la excepción. En mi trabajo
de oficina algunos asuntos habitués pasaron a segundo plano. La política
era excluyente.
Por supuesto
que los medios también comenzaron a jugar su juego. Sin tanto desarrollo ni
tecnología como hoy día, cada uno insertaba su pizca de aporte en favor de tal
o cual ideología. Y más tarde esto se agigantó cuando se empezaron a delinear
los candidatos.
Pero esto
pasaba en la tele, la radio o los diarios. ¿Y yo, en que andaba? Todavía
vivía con mis padres, en Granadero Baigorria. Salía de mis obligaciones
laborales a las 19.30 y regresaba en el insoportable 9 de Julio, la empresa de
ómnibus que hacía el recorrido interurbano hacia el norte por aquellos tiempos.
Los
aproximadamente cincuenta minutos que me llevaban el traslado los utilizaba
para conversar con un compañero que continuaba viaje hasta Capitán Bermúdez.
Hablábamos de política, obvio. No siempre coincidíamos, pero qué importaba. Ese
diálogo no solo nos acortaba el aburrido trayecto sino que nos iba entrenando
para el nuevo escenario. A veces algún que otro pasajero se metía en la charla,
por lo general disintiendo con nosotros. Todo quedaba ahí. Tal vez, no nos
dábamos cuenta pero ya en ese momento estábamos edificando la incipiente
democracia.
Haciendo un
gran salto en el recordado calendario y con un clima electoral bastante más
ardiente, se me ocurrió una idea algo absurda. Pasaría por unidades básicas,
comités, sedes de partidos y les pediría los votos. No tenía decisión tomada
sobre a quién elegir pero, tal vez, con todo el papelerío sobre una mesa, podría
resolver el acertijo.
Con mi amigo
Sergio, más o menos de la misma edad, comenzamos el raid. Fuimos atendidos a
veces con marcado entusiasmo, otras con indiferencia y hasta con cierta
agresividad pensando vaya a saberse que cosas buscaban esos juveniles rostros.
La estrategia no sirvió de mucho.
Los días
avanzaban y los actos de cierre se venían para Rosario. Quizás porque casi
siempre eran de noche y yo no vivía aquí, no fui a ninguno. Pero no me desentendía
del asunto. Procuraba ver y leer todo lo que pudiera. Me interesaba y además me
servía para participar en cualquiera de las innumerables discusiones que
surgían en el ámbito laboral.
Y vuelvo a la
excitación de la que refería al principio. Por esos días, fui a la despedida de
soltero de un compañero. En principio concurrí casi por obligación dado que el
homenajeado no me era tan cercano y suponía que no me iba a divertir mucho.
Sin embargo,
el clima electoral que ya nos atravesaba demasiado fuerte a todos fue diseñando
un estado de ánimo que explotó como nunca en ese tipo de encuentros. Todos
estábamos felices, nos sentíamos cómodos y esperanzados. Al día siguiente uno
de los candidatos firmes haría su presentación en el Monumento y eso era un
combustible fogoneante para varios. Conclusión: nunca disfruté tanto
este tipo de despedidas. Y les aseguro que fui a montones.
Finalmente
llegó el Día D. Me correspondió votar en la Escuela Hogar de mi ciudad de
residencia. Yo sé que tiene otro nombre oficial, pero ahora no me acuerdo. Fui
a la mañana con todos los nervios y dudas de una primera vez aunque todo
resultó tan rápido y sencillo que me retiré con una sonrisa. El resto de esa
soleada jornada dominguera fue para pasarla distendido en la casi campestre
Granadero Baigorria de aquellos tiempos.
Finalmente el nuevo presidente asumió. Y luego otros. La extensa película que se desarrolló será tema para otra ocasión. Lo invalorable era tener la película. Vivirla sin cortes ni censuras. Sentir que si hacíamos las cosas mal seríamos castigados, pero como lo dictaminaba la ley. Por lo demás, deberíamos gozar de una libertad de actos y pensamientos donde el límite lo sabríamos colocar nosotros mismos.
Democracia se llama esta deliciosa señora que está por cumplir cuatro décadas. No necesita que le dediquemos una canción. Con cuidarla, protegerla, alimentarla conceptualmente y, sobre todo, con amarla, alcanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario