Susana Dal Pastro
Porque tenía cambiado el ritmo del sueño, dormía más durante el día que durante la
noche. Escuchaba explosiones y sirenas sin comprender toda la realidad.
Estando ya restablecida, supe que una vecina se había hecho cargo de un niñito
abandonado en una iglesia. Lo cuidó durante tres años. Lo paseaba orgullosa haciendo
notar que crecía sano, que se alimentaba bien, que empezaba a caminar, que ya no usaba
pañales. Hasta que un día esta dichosa mamá supo que su hijo no había sido abandonado;
había sido separado de su familia. Con dolor lo vio alejarse de ella llorando desconsolado.
Se lo llevaban otros brazos, brazos extraños. Ella intentaba comprender; intentaba
resignarse al dolor de perderlo, valorar el derecho de crecer con los suyos. Sin embargo,
nunca dejó de quererlo, de preguntarse si él sabría que pasaron juntos un tiempo, que
ese tiempo había sido hermoso para los dos.
Esa señora ya no está, pero hasta último momento siguió esperando que, algún día, aquel
chico la recordara y viniera sonriente estirando los bracitos y la abrazara como antes,
cuando ella lo tenía a upa.
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