martes, 19 de septiembre de 2023

Y mi hermano no llegaba

 María Cristina Piñol

 

Era una noche calurosa de fines de noviembre de 1976. Hugo estaba preparando los finales de segundo año de Ingeniería. Estudiaba en la casa de su amigo Juan, que vivía en Corrientes y Riobamba, porque era más tranquila que la nuestra y además tenían espacio suficiente para desplegar sus tableros de dibujo.

Salió con el auto alrededor de las 16, pasó por Echesortu a buscar a Pepe, el otro compañero de la Facultad, y de allí como casi todas las tardes de ese mes de noviembre partieron a lo de Juan. Por lo general volvía a casa a las nueve de la noche.

Yo estaba casada y vivíamos en un departamento detrás de la casa de mis padres. Eran poco más de la 10 de la noche y escuchamos a mi mamá llamándome, y me di cuenta que algo pasaba. Mamá me preguntó si yo sabía si Hugo y los chicos tenían algún plan para ese día después de estudiar, porque aún no había llegado.

 No, yo no sabía nada.

Y en ese momento comenzó el infierno. Papá llamó a casa de Juan y este le dijo que los chicos se habían ido de allí a eso de las 20. Apenas corta, sonó el teléfono, era el padre de Pepe también preguntando por su hijo. Comenzaron a comunicarse con los hospitales, estaban casi seguros que habían tenido un accidente.

No había rastros de ellos en ningún sanatorio u hospital.

Papá decidido, tomó las llaves de su auto para seguir el recorrido que ellos hacían. Cuando estaba abriendo la puerta sonó el teléfono, mamá temblando atendió, pero papá le sacó el tubo, quería que cualquiera fuese la noticia se la dieran a él.

Del otro lado, una voz de hombre en un tono muy bajo como quien evita que otro lo escuche, le dijo: “Le habla un preso de la Comisaría Quinta. Su hijo y el amigo están acá, venga lo más rápido que pueda a buscarlos”. Y cortó inmediatamente.

Mamá y papá salieron hacia el lugar y yo me encargué de llamar a los padres de Pepe.

Pasaron más de dos horas sin ninguna noticia para nosotros, se hace difícil explicar con palabras la angustia de la incertidumbre.

Volvieron a casa mamá y papá solos, visiblemente agitados y desencajados. Como pudo, papá nos contó que primero les negaron que los chicos estuvieran allí, pero mi viejo vio su auto: la Renoleta verde estacionada dentro de la comisaría; y les dijo que ese era su coche, le mostró los papeles y los policías les pidieron que aguarden. Después de más de media hora salió uno de los “canas” y les dijo que sí, que estaban ahí demorados, que les llevaran mantas y algo de comer, porque seguro iban a pasar la noche allí. Ninguna otra explicación, nada que refiera a algún hecho por el cual estaban presos.

Volvieron a la comisaría con frazadas y algo de comida.

No sé cuántas horas pasaron. Ya estaba amaneciendo y escuchamos estacionar un auto. Era papá y detrás de él llegaba mi hermano con la Renoleta. Volvió la paz y tratamos, sinceramente, de olvidar lo ocurrido.

Dentro de la comisaría no les pasó nada, no hubo fuerza física sobre ellos, pero los mismos presos, según contaron los chicos, les decían que los iban a torturar, que les iban a aplicar la picana, etcétera, etcétera.

En aquellos tristes tiempos, las cuadras, donde había una comisaría o cualquier repartición de gobierno o de las Fuerzas Armadas, se encontraban cerradas al tránsito. Los jóvenes éramos todos “sospechosos” de subversivos y más aún los universitarios. Mi hermano y su amigo pasaban todas las tardes a la misma hora de ida hacia la casa de Juan, por la esquina de Italia y Cerrito; y, de vuelta, también a la misma hora todos los días por la esquina de Riobamba e Italia; o sea, por un lado y el otro de la comisaría, en un auto verde loro algo que los hacía muy identificables.

También se decía, que dentro de los apuntes y/o cuadernos, integrantes del ERP y Montoneros se enviaban mensajes en clave inherentes a sus maniobras, quizás haya sido cierto, porque todos los apuntes de los chicos se los devolvieron ajados y desencuadernados, o quizás no… 

Por ¿suerte? , “mi hermano llegó”.

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