María Cristina Piñol
Era una noche
calurosa de fines de noviembre de 1976. Hugo estaba preparando los finales de segundo
año de Ingeniería. Estudiaba en la casa de su amigo Juan, que vivía en
Corrientes y Riobamba, porque era más tranquila que la nuestra y además tenían
espacio suficiente para desplegar sus tableros de dibujo.
Salió con el
auto alrededor de las 16, pasó por Echesortu a buscar a Pepe, el otro compañero
de la Facultad, y de allí como casi todas las tardes de ese mes de noviembre partieron
a lo de Juan. Por lo general volvía a casa a las nueve de la noche.
Yo estaba
casada y vivíamos en un departamento detrás de la casa de mis padres. Eran poco
más de la 10 de la noche y escuchamos a mi mamá llamándome, y me di cuenta que
algo pasaba. Mamá me preguntó si yo sabía si Hugo y los chicos tenían algún
plan para ese día después de estudiar, porque aún no había llegado.
No, yo no sabía nada.
Y en ese
momento comenzó el infierno. Papá llamó a casa de Juan y este le dijo que los
chicos se habían ido de allí a eso de las 20. Apenas corta, sonó el teléfono,
era el padre de Pepe también preguntando por su hijo. Comenzaron a comunicarse
con los hospitales, estaban casi seguros que habían tenido un accidente.
No había
rastros de ellos en ningún sanatorio u hospital.
Papá decidido,
tomó las llaves de su auto para seguir el recorrido que ellos hacían. Cuando
estaba abriendo la puerta sonó el teléfono, mamá temblando atendió, pero papá
le sacó el tubo, quería que cualquiera fuese la noticia se la dieran a él.
Del otro lado,
una voz de hombre en un tono muy bajo como quien evita que otro lo escuche, le dijo:
“Le habla un preso de la Comisaría Quinta. Su hijo y el amigo están acá, venga
lo más rápido que pueda a buscarlos”. Y cortó inmediatamente.
Mamá y papá
salieron hacia el lugar y yo me encargué de llamar a los padres de Pepe.
Pasaron más de
dos horas sin ninguna noticia para nosotros, se hace difícil explicar con
palabras la angustia de la incertidumbre.
Volvieron a
casa mamá y papá solos, visiblemente agitados y desencajados. Como pudo, papá
nos contó que primero les negaron que los chicos estuvieran allí, pero mi viejo
vio su auto: la Renoleta verde estacionada dentro de la comisaría; y les dijo
que ese era su coche, le mostró los papeles y los policías les pidieron que
aguarden. Después de más de media hora salió uno de los “canas” y les dijo que
sí, que estaban ahí demorados, que les llevaran mantas y algo de comer, porque seguro
iban a pasar la noche allí. Ninguna otra explicación, nada que refiera a algún
hecho por el cual estaban presos.
Volvieron a la
comisaría con frazadas y algo de comida.
No sé cuántas
horas pasaron. Ya estaba amaneciendo y escuchamos estacionar un auto. Era papá
y detrás de él llegaba mi hermano con la Renoleta. Volvió la paz y tratamos,
sinceramente, de olvidar lo ocurrido.
Dentro de la
comisaría no les pasó nada, no hubo fuerza física sobre ellos, pero los mismos
presos, según contaron los chicos, les decían que los iban a torturar, que les
iban a aplicar la picana, etcétera, etcétera.
En aquellos
tristes tiempos, las cuadras, donde había una comisaría o cualquier repartición
de gobierno o de las Fuerzas Armadas, se encontraban cerradas al tránsito. Los
jóvenes éramos todos “sospechosos” de subversivos y más aún los universitarios.
Mi hermano y su amigo pasaban todas las tardes a la misma hora de ida hacia la
casa de Juan, por la esquina de Italia y Cerrito; y, de vuelta, también a la
misma hora todos los días por la esquina de Riobamba e Italia; o sea, por un lado
y el otro de la comisaría, en un auto verde loro algo que los hacía muy
identificables.
También se decía, que dentro de los apuntes y/o cuadernos, integrantes del ERP y Montoneros se enviaban mensajes en clave inherentes a sus maniobras, quizás haya sido cierto, porque todos los apuntes de los chicos se los devolvieron ajados y desencuadernados, o quizás no…
Por ¿suerte? , “mi hermano llegó”.
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