martes, 19 de septiembre de 2023

Cuando mi amigo montonero me amenazó de muerte

 Alberto Mecoli

 

En la última vuelta de la democracia, voté por primera vez. Tenía veintiséis años y de ellos había vivido catorce bajo dictaduras: de 1966 a 1973 y de 1976 a 1983. Recordaba el golpe de estado que había derrocado a Illia, aunque en ese entonces tenía solo nueve años, y el último, el más terrible, que depuso a María Estela Martínez. No me sentía entusiasmado ni mucho menos. Conversaba con un amigo, no el montonero, otro, que opinaba lo mismo que yo: “En poco tiempo esto será un desmadre y volverán los militares” ─comentaba─. Desgraciadamente, va a haber gente que va a decir: ‘Yo ahora puedo hacer caca arriba de la mesa y vos no podés decirme nada porque estamos en democracia’”.

No es que no quisiéramos vivir en democracia. Sabíamos lo que había sido la dictadura: represión, terrorismo de estado, supresión de los derechos elementales, censura, impunidad de los uniformados para robar, secuestrar, torturar y matar.

Sin embargo, no teníamos confianza en que la sociedad supiera aprovechar la vida en democracia, sostenerla, respetarla, valorarla, cuidarla. Democracia no es presentarse a elecciones y, luego, si se pierde, esperar la oportunidad para salir a incendiar el Congreso. Tampoco es votar e irse a dormir hasta las próximas elecciones. Es tener la libertad, ejercer los derechos, de trabajar, reunirse, participar, opinar, criticar, publicar, etcétera, pero todo esto funciona si se hace en paz. La violencia y el odio solo engendran más de lo mismo.

En la breve primavera democrática, del 73 al 76, había conocido, por medio del presbítero Tomás Santidrián, a dos chicas, Teresita y otra. En 1974, ellas me invitaron a un campamento de trabajo en el medio de la provincia del Chaco, en un pueblito llamado Avia Terai. Allí, vivía un sacerdote, Ángel Tettamanzi, quien, además de llevar los servicios religiosos a la gente del lugar, trataba de lograr un desarrollo social. Anteriormente él había tenido un grupo juvenil en el Colegio San José de Rosario y allí habían estado estas chicas. En ese campamento conocí a otros muchachos, algunos años más grandes que yo que también eran de ese grupo: Luis, Rubén, El Mono, entre otros. El propósito del campamento era que los jóvenes estudiantes conociéramos la realidad social de la gente que vivía en condiciones muy inferiores a nosotros. De paso, podríamos colaborar en algo, aunque fuera por breve tiempo. Así fue como estuve unos días conviviendo con hacheros en el medio del monte chaqueño, durmiendo en un catre de un rancho y compartiendo su comida, generalmente de guiso de legumbres y charqui, preparada en una lata de aceite de cinco litros con una manija de alambre sobre un fuego de leña. También me acostumbré a tomar mate amargo. Colaborábamos en su trabajo. Después que ellos cortaban los quebrachos, nosotros ayudábamos a transportarlos. Era un trabajo duro y pesado. Como era verano y el calor abrasador, se trabajaba unas horas por la mañana temprano y luego a partir de la media tarde. Una mañana volvimos de mover los troncos, me senté sobre un catre, me recosté y quedé profundamente dormido. Me despertó uno de mis compañeros zamarreándome y diciendo: “Dale, che, que ya está la comida”.

Uno de los hacheros, el más veterano y curtido por los soles, a quien habíamos estado ayudando, comentó: “Trabajó duro el mocito”.

Atesoré su comentario como uno de los mayores elogios que recibí en mi vida.

Todavía conservo un frasquito con savia de quebracho cristalizada.

Cuando volvimos a Rosario, seguí en contacto con el grupo. Íbamos a la Parroquia San Francisquito donde dábamos clases particulares gratis a los chicos de la villa y los hacíamos jugar.

También salíamos algún sábado por la noche a tomar algo o por la tarde, de picnic. Pasábamos gran parte del tiempo en debates políticos y filosóficos. A todos nos fascinaban esos temas. Como algunos de ellos estudiaban Ingeniería y yo, en una escuela técnica, teníamos una forma de razonamiento similar. Sin embargo, discutíamos mucho pero no nos poníamos de acuerdo.

Un día, esto habrá sido por 1975, plena democracia, Rubén trató de convencerme aplicando argumentos concretos:

─¿Vos estás de acuerdo en que la sociedad tiene una estructura injusta?

─Sí- respondí. En eso pensábamos igual.

─¿Y estás de acuerdo en que eso tiene que cambiar?

─Sí.

─¿Estás de acuerdo en que hay gente que no piensa así?

─Sí.

─Entonces -dijo, haciendo un gesto con la mano como quien barre las migas de una mesa- estarás de acuerdo en que a esa gente hay que eliminarla.

─¡No! ¡¿Cómo vas a eliminar a una persona sólo porque piensa distinto?!

No recuerdo cómo siguió el debate, pero lo anterior es literal. Solo sé que no llegamos a nada. Yo creía en la fuerza de la palabra, de las ideas, del ejemplo y de los medios pacíficos, en fin, de la democracia. Ellos creían que la gente que piensa distinto no cambia más y debe ser eliminada.

En otra ocasión, discutiendo con Luis, este me dijo en el medio de la conversación: “Y es posible que dentro de diez o quince años yo tenga que pegarte un tiro por la forma en que pensás”.

Recuerdo sus palabras perfectamente. Él no estaba nervioso. No fue una reacción. Era su filosofía.

 

Unos años después, ya estábamos en dictadura, se me ocurrió por razones que no vienen al caso ir a visitar a Ángel Tettamanzi. Ya no estaba en Chaco, había tenido que irse. Vivía en la provincia de Formosa en un pueblito llamado Villa General Güemes, pero más conocido por su nombre anterior, El Porteñito. Allí, atendía una capillita y, junto a otro cura y una comunidad de monjas, también ayudaba materialmente a los pobres del lugar. Me recibió como a un hijo y estuve varias semanas conviviendo con ellos sin que me aceptaran ni un peso por la comida ni el alojamiento. Entonces, me enteré que varios de mis amigos del Chaco, con los que había perdido contacto, habían sido montoneros. Algunos fueron asesinados. Entre ellos, Teresita, a quien recordaba especialmente por su dulzura y porque era una de las que me había invitado. Recibió entrenamiento guerrillero en otro país y la mataron acá en un enfrentamiento. El Mono estaba pegando carteles cuando lo vio la policía. Le dieron la voz de alto, quiso huir y lo asesinaron por la espalda. Era sobrino de un obispo. Ángel comentó que alguien le dijo al prelado: “Tus amigos mataron a tu sobrino”.

Este sacerdote salesiano siguió viviendo en ese pueblo durante décadas. Unos años atrás, ya en su vejez, su congregación decidió retirarlo. Poco después murió. No era de los que pretenden ayudar a los pobres para que sigan siéndolo. Su ideal era el crecimiento espiritual y también material de su comunidad. Hoy en día, una calle de Villa General Güemes lleva su nombre en agradecimiento a su contribución para el progreso de la localidad. Cabe destacar, también, que era un pacifista. Nunca fue un apologista de la violencia como medio justificado por el fin. 

Medio siglo después de aquellas discusiones con mis amigos montoneros sigo pensando lo mismo: la sociedad tiene una estructura injusta, debería cambiar, pero por medios pacíficos, con respeto, con diálogo, no a punta de ametralladora, ni con piedras, ni incendios, ni insultos. El cambio empieza por uno. Es una verdad de Perogrullo, por eso es una gran verdad.

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