Alberto Mecoli
En la última vuelta de la democracia, voté por
primera vez. Tenía veintiséis años y de ellos había vivido catorce bajo
dictaduras: de 1966 a 1973 y de 1976 a 1983. Recordaba el golpe de estado que
había derrocado a Illia, aunque en ese entonces tenía solo nueve años, y el
último, el más terrible, que depuso a María Estela Martínez. No me sentía
entusiasmado ni mucho menos. Conversaba con un amigo, no el montonero, otro,
que opinaba lo mismo que yo: “En poco tiempo esto será un desmadre y volverán
los militares” ─comentaba─. Desgraciadamente, va a haber gente que va a decir: ‘Yo
ahora puedo hacer caca arriba de la mesa y vos no podés decirme nada porque
estamos en democracia’”.
No es que no quisiéramos vivir en democracia.
Sabíamos lo que había sido la dictadura: represión, terrorismo de estado,
supresión de los derechos elementales, censura, impunidad de los uniformados
para robar, secuestrar, torturar y matar.
Sin embargo, no teníamos confianza en que la
sociedad supiera aprovechar la vida en democracia, sostenerla, respetarla,
valorarla, cuidarla. Democracia no es presentarse a elecciones y, luego, si se
pierde, esperar la oportunidad para salir a incendiar el Congreso. Tampoco es
votar e irse a dormir hasta las próximas elecciones. Es tener la libertad,
ejercer los derechos, de trabajar, reunirse, participar, opinar, criticar,
publicar, etcétera, pero todo esto funciona si se hace en paz. La violencia y
el odio solo engendran más de lo mismo.
En la breve primavera democrática, del 73 al
76, había conocido, por medio del presbítero Tomás Santidrián, a dos chicas,
Teresita y otra. En 1974, ellas me invitaron a un campamento de trabajo en el
medio de la provincia del Chaco, en un pueblito llamado Avia Terai. Allí, vivía
un sacerdote, Ángel Tettamanzi, quien, además de llevar los servicios
religiosos a la gente del lugar, trataba de lograr un desarrollo social.
Anteriormente él había tenido un grupo juvenil en el Colegio San José de
Rosario y allí habían estado estas chicas. En ese campamento conocí a otros
muchachos, algunos años más grandes que yo que también eran de ese grupo: Luis,
Rubén, El Mono, entre otros. El propósito del campamento era que los jóvenes
estudiantes conociéramos la realidad social de la gente que vivía en
condiciones muy inferiores a nosotros. De paso, podríamos colaborar en algo,
aunque fuera por breve tiempo. Así fue como estuve unos días conviviendo con
hacheros en el medio del monte chaqueño, durmiendo en un catre de un rancho y
compartiendo su comida, generalmente de guiso de legumbres y charqui, preparada
en una lata de aceite de cinco litros con una manija de alambre sobre un fuego
de leña. También me acostumbré a tomar mate amargo. Colaborábamos en su
trabajo. Después que ellos cortaban los quebrachos, nosotros ayudábamos a
transportarlos. Era un trabajo duro y pesado. Como era verano y el calor
abrasador, se trabajaba unas horas por la mañana temprano y luego a partir de
la media tarde. Una mañana volvimos de mover los troncos, me senté sobre un
catre, me recosté y quedé profundamente dormido. Me despertó uno de mis
compañeros zamarreándome y diciendo: “Dale, che, que ya está la comida”.
Uno de los hacheros, el más veterano y curtido
por los soles, a quien habíamos estado ayudando, comentó: “Trabajó duro el
mocito”.
Atesoré su comentario como uno de los mayores
elogios que recibí en mi vida.
Todavía conservo un frasquito con savia de
quebracho cristalizada.
Cuando volvimos a Rosario, seguí en contacto
con el grupo. Íbamos a la Parroquia San Francisquito donde dábamos clases
particulares gratis a los chicos de la villa y los hacíamos jugar.
También salíamos algún sábado por la noche a
tomar algo o por la tarde, de picnic. Pasábamos gran parte del tiempo en
debates políticos y filosóficos. A todos nos fascinaban esos temas. Como
algunos de ellos estudiaban Ingeniería y yo, en una escuela técnica, teníamos
una forma de razonamiento similar. Sin embargo, discutíamos mucho pero no nos
poníamos de acuerdo.
Un día, esto habrá sido por 1975, plena
democracia, Rubén trató de convencerme aplicando argumentos concretos:
─¿Vos estás de acuerdo en que la sociedad tiene
una estructura injusta?
─Sí- respondí. En eso pensábamos igual.
─¿Y estás de acuerdo en que eso tiene que
cambiar?
─Sí.
─¿Estás de acuerdo en que hay gente que no
piensa así?
─Sí.
─Entonces -dijo, haciendo un gesto con la mano
como quien barre las migas de una mesa- estarás de acuerdo en que a esa gente
hay que eliminarla.
─¡No! ¡¿Cómo vas a eliminar a una persona sólo
porque piensa distinto?!
No recuerdo cómo siguió el debate, pero lo
anterior es literal. Solo sé que no llegamos a nada. Yo creía en la fuerza de
la palabra, de las ideas, del ejemplo y de los medios pacíficos, en fin, de la
democracia. Ellos creían que la gente que piensa distinto no cambia más y debe
ser eliminada.
En otra ocasión, discutiendo con Luis, este me
dijo en el medio de la conversación: “Y es posible que dentro de diez o quince
años yo tenga que pegarte un tiro por la forma en que pensás”.
Recuerdo sus palabras perfectamente. Él no
estaba nervioso. No fue una reacción. Era su filosofía.
Unos años después, ya estábamos en dictadura,
se me ocurrió por razones que no vienen al caso ir a visitar a Ángel
Tettamanzi. Ya no estaba en Chaco, había tenido que irse. Vivía en la provincia
de Formosa en un pueblito llamado Villa General Güemes, pero más conocido por
su nombre anterior, El Porteñito. Allí, atendía una capillita y, junto a otro
cura y una comunidad de monjas, también ayudaba materialmente a los pobres del
lugar. Me recibió como a un hijo y estuve varias semanas conviviendo con ellos
sin que me aceptaran ni un peso por la comida ni el alojamiento. Entonces, me
enteré que varios de mis amigos del Chaco, con los que había perdido contacto,
habían sido montoneros. Algunos fueron asesinados. Entre ellos, Teresita, a
quien recordaba especialmente por su dulzura y porque era una de las que me
había invitado. Recibió entrenamiento guerrillero en otro país y la mataron acá
en un enfrentamiento. El Mono estaba pegando carteles cuando lo vio la policía.
Le dieron la voz de alto, quiso huir y lo asesinaron por la espalda. Era
sobrino de un obispo. Ángel comentó que alguien le dijo al prelado: “Tus amigos
mataron a tu sobrino”.
Este sacerdote salesiano siguió viviendo en ese pueblo durante décadas. Unos años atrás, ya en su vejez, su congregación decidió retirarlo. Poco después murió. No era de los que pretenden ayudar a los pobres para que sigan siéndolo. Su ideal era el crecimiento espiritual y también material de su comunidad. Hoy en día, una calle de Villa General Güemes lleva su nombre en agradecimiento a su contribución para el progreso de la localidad. Cabe destacar, también, que era un pacifista. Nunca fue un apologista de la violencia como medio justificado por el fin.
Medio siglo después de aquellas discusiones con mis amigos montoneros sigo pensando lo mismo: la sociedad tiene una estructura injusta, debería cambiar, pero por medios pacíficos, con respeto, con diálogo, no a punta de ametralladora, ni con piedras, ni incendios, ni insultos. El cambio empieza por uno. Es una verdad de Perogrullo, por eso es una gran verdad.
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