Diana Kallmann
Hay palabras que cayeron en el olvido, la mayoría
de ellas fueron sepultadas con los oficios que nombraban y hoy desaparecieron.
Colchonero, por ejemplo, aquel trabajo de desarmar colchones y cardar la lana para
introducirla nuevamente en la funda de cotín, es otra palabra que parece
haberse esfumado.
Afilador, aquel hombre de la bicicleta unido al
inconfundible sonido que lo anunciaba. Los niños corríamos a ver la magia que
convertía a la bicicleta en un objeto inmóvil, mientras el afilador pedaleaba haciendo
girar la piedra para poner a punto los cuchillos, tijeras y otros objetos que
se utilizaban en la casa.
Otra palabra en vías de extinción es gauchada.
Con su duro acento alemán, mi papá la había adoptado junto con el mate, el
asado y otras costumbres arraigadas en aquel pequeño pueblo de La Pampa, donde
transcurrió mi infancia en los 60. “Hoy viene Rodríguez, me pidió una gauchada”,
solía contar en la mesa del mediodía, haciendo explotar la “r” y, desde luego,
dispuesto a ayudar al vecino.
Gauchada, una palabra que evoca a aquellos
hombres rurales que en los orígenes de nuestra Argentina sabían que no se
salvaban solos en la inmensa llanura, amenazados por los fenómenos naturales y
por la “barbarie civilizatoria”, como se la suele nombrar.
La gauchada era parte de la vida cotidiana de
nuestro pueblo. Sin aspavientos, con una disposición sobria, se ayudaba al
vecino, al amigo, prestando una herramienta, una taza de azúcar o interviniendo
en situaciones extremas, ante un accidente o una enfermedad. Recuerdo que mi
padre fue de los que acudieron en ayuda de una vecina, cuando explotó una
estufa en su casa, y participó de los primeros auxilios hasta que recibió
atención médica.
Tiempo después, mi madre tuvo un accidente doméstico
–se cayó de un banquito mientras limpiaba– y sufrió una conmoción cerebral. No
había quién la atendiera en el pueblo, así que hubo que llevarla a Santa Rosa.
Fueron los vecinos los que se hicieron cargo de cuidarnos a mi hermana y a mí y
de atender la casa y nuestras mascotas. “Una gauchada grande”, dirían mis
padres después de aquel gran susto, que afortunadamente no dejó consecuencias.
Médico, justamente, era lo que faltaba en
aquellos tiempos, por lo que vecinos y vecinas formaron una comisión con el
objetivo de lograr que viniera uno al pueblo. Mi madre participó activamente en
ese grupo, que tuvo éxito, porque un joven facultativo se radicó entre
nosotros.
Éramos una comunidad, el sentimiento colectivo
estaba presente en nuestra vida, aunque no reflexionáramos mucho sobre eso. La
vecina que traía una fuente con masitas dulces oliendo a recién salidas del
horno; otra que acercaba una canasta con frutas de su cosecha; la gente de
campo que venía a la carpintería y traía algún chacinado en la época de carneadas
o una cesta de huevos; el simple saludo en cada encuentro y el intercambio de
un comentario o una risa que, más allá de las palabras, expresaba la conexión entre
esos vecinos.
La palabra gauchada, es verdad, ha caído en
desuso. Pero ese espíritu de ayuda, esa mano extendida entre los miembros de
una comunidad, de algún modo quedó impresa en nuestro ADN.
Desde esta ciudad del sur donde vivo –Neuquén–, los
vecinos y vecinas, sobre todo los más humildes, tejen en los barrios
estrategias de supervivencia para enfrentar el frío y la carestía, mientras
pasa por la ruta la caravana de camiones hacia la zona petrolera.
Aquél que tiene una camioneta o un viejo automóvil,
lleva al amigo de la cuadra a comprar una garrafa, porque son muchos los vecinos
que carecen de red domiciliaria. Sucede aquí, donde se dice que el gas de estas
tierras promete abundancia para el país y para el mundo. Donde los inviernos
son rigurosos y con frecuencia las casillas se incendian por conexiones
precarias o por un fuego que queda encendido en la noche. Y, ante cada
“accidente”, el resto del barrio acude y arma redes para ayudar con lo que se
pueda.
Se juntan para ayudarse o para divertirse. El modesto
salón de la capilla se abre para actividades que por lo general impulsan las mujeres:
bailar folklore, enseñar tejido, costura, intercambiar recetas para conservar
los frutos del verano. “Si Dios no se va a ofender por eso”, dicen las vecinas
que hacen tortas fritas para compartir en esas juntadas.
Lo mismo sucede en otras latitudes. En las
historias que, no sin morbo, se cuentan por televisión, siempre hay un grupo de
vecinos y familiares de la cuadra, del barrio, que pide que repongan un
servicio o reclaman justicia por una víctima.
Como antes, saben que nadie se salva solo. Las
formas son distintas, pero hay manos que siguen tendiéndose hacia aquellos que
lo necesitan. Los teléfonos celulares no solo alimentan el individualismo y el aislamiento.
Son el instrumento más inmediato para pedir ayuda, se generan redes entre quienes
se sienten respaldados si están conectados con sus vecinos y familiares
cercanos. O simplemente se usan para acompañarse, como quedó demostrado en la
pandemia.
Con frecuencia, los mayores nos sentimos desplazados cuando naufragamos en el intento por dominar las nuevas tecnologías. Sin embargo, descubrimos la magia de encontrar en segundos una canción o un texto que recordamos, de reconfortar a una amiga lejana, de resolver una operación digital con la ayuda de los más jóvenes de la familia. Ellos nos hacen “la gauchada” de responder a estos pedidos de auxilio, aunque no usen esa palabra.
Hace unos días, leí un título que decía algo así como “Mi madre odia la tecnología, pero habla por Whatsapp” (Gabriela Saidon, “El diario.ar”). Y sí, de algún modo me sentí interpelada, como dicen ahora. Estaba dando en el centro de las contradicciones que enfrentamos los más grandes cuando hablamos de tecnología.
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