María
Cristina Piñol
Vivían en
una casona de formas raras y con un gran parque de 800 metros cuadrados, que resaltaba
y a la vez desentonaba con el perfil del barrio.
Allá por
principios de los 50, la habitaba un matrimonio con dos hijos varones. Un halo
oscuro, intrigante y tenebroso los envolvía. No hablaban casi español, eran
alemanes.
A medida
que sus hijos crecieron, el encierro, el silencio y el trato hosco se hicieron
más notorios. Entraban y salían de su casa por la puerta trasera, rara vez se
los veía en el frente.
Las leyendas
urbanas comenzaron a tejerse…
Para
algunos, “El alemán” formó parte del Tercer Reich; para otros, había sido
miembro de la tripulación del Graff Spee; y los más arriesgados aseguraban que
estuvo trabajando para el Fuhrer en el Hotel Edén de La Falda.
Todo era
posible…
Lo único
cierto y verificable es que cuando los pibes del barrio jugaban a la pelota en
la calle; y, si esta caía dentro de su casa, no volvía. Eran verdaderos
“comepelotas”.
El viejo,
grandote, rubio y de cachetes colorados, falleció en los 70. El ostracismo
empeoró, y la hosquedad e intolerancia rebasaron los límites.
A la madre
no se la volvió a ver jamás hasta el noventa y pico, año en el que salió de la
casa dentro de un ataúd por la puerta grande del frente.
Y allí
quedaron los dos personajes, solos y encerrados en la casona. Jamás se casaron
ni vimos mujer alguna; y tampoco tuvieron, siquiera, una mascota.
El hermano
mayor era el único que andaba por la calle .Un hombre no muy alto, delgado,
esmirriado, bien vestido, pero nunca a la moda. Pantalón clásico, camisa,
corbata y saco, todo gris aunque a veces le metía un marrón. Siempre llevaba
algo en la mano, una carpeta, un sobre, una bolsa, el diario, o un paraguas, lo
que fuera, algo. Trabajaba en un banco alemán y también hacía los mandados;
pero… se cuidaba muy bien de no comprar en negocios cercanos. Jamás un saludo,
caminaba erguido y con la vista fija en cualquier punto esquivando la mirada de
quienes se cruzase.
Mientras
hubo chicos jugando en la calle siguió siendo para todos “el comepelotas”.
El menor
era aún más personaje. Alto y gordote como el padre, aunque con melena
rubia. Sí, era melena, largas chuzas desordenadas, sucias y enmarañadas como
todo él. No fue, como pareciera, el rebelde de la familia, era en realidad el
más desquiciado.
Lo veíamos todos los días cerca del atardecer,
con una gorra en su cabeza a la que por detrás ponía una tela al estilo de la
“Legión Extranjera”, verano e invierno, con lluvia o con sol, arreglando las
mismas baldosas de su terraza, un cuadrado de dos por dos, y lo hacía una y
otra vez, a diario, durante años.
Cada
tanto, mientras estaba entregado a esos menesteres, a viva voz, de pie, de frente
al este, mirando a la “nada” y extendiendo el brazo derecho hacia adelante entonaba
una marcha inentendible para todos. Creemos que cantaba en alemán.
Un mañana
de invierno, fría y lluviosa, el regordete le toca timbre a un vecino “de
atrás” con el cual tenía cierto trato, y le dice: “Mi hermano hace días que no
se mueve, ¿estará muerto?
Las pericias indicaron que llevaba setenta y
dos horas de fallecido.
Y quedó
solo, sucio y abandonado el último comepelotas, hasta que le llegó su hora.
Dicen, los
que luego entraron al caserón, que en el inmenso jardín en medio de los yuyales
y a los pies de un pino centenario, encontraron una enorme caja oxidada por el
tiempo y en su interior decenas de pelotas destrozadas a cuchillazos.
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