miércoles, 31 de mayo de 2023

Vecinos extraños

 

María Cristina Piñol

 

Vivían en una casona de formas raras y con un gran parque de 800 metros cuadrados, que resaltaba y a la vez desentonaba con el perfil del barrio.

Allá por principios de los 50, la habitaba un matrimonio con dos hijos varones. Un halo oscuro, intrigante y tenebroso los envolvía. No hablaban casi español, eran alemanes.

A medida que sus hijos crecieron, el encierro, el silencio y el trato hosco se hicieron más notorios. Entraban y salían de su casa por la puerta trasera, rara vez se los veía en el frente.

Las leyendas urbanas comenzaron a tejerse…

Para algunos, “El alemán” formó parte del Tercer Reich; para otros, había sido miembro de la tripulación del Graff Spee; y los más arriesgados aseguraban que estuvo trabajando para el Fuhrer en el Hotel Edén de La Falda.

Todo era posible…

Lo único cierto y verificable es que cuando los pibes del barrio jugaban a la pelota en la calle; y, si esta caía dentro de su casa, no volvía. Eran verdaderos “comepelotas”.

El viejo, grandote, rubio y de cachetes colorados, falleció en los 70. El ostracismo empeoró, y la hosquedad e intolerancia rebasaron los límites.

A la madre no se la volvió a ver jamás hasta el noventa y pico, año en el que salió de la casa dentro de un ataúd por la puerta grande del frente.

Y allí quedaron los dos personajes, solos y encerrados en la casona. Jamás se casaron ni vimos mujer alguna; y tampoco tuvieron, siquiera, una mascota.

El hermano mayor era el único que andaba por la calle .Un hombre no muy alto, delgado, esmirriado, bien vestido, pero nunca a la moda. Pantalón clásico, camisa, corbata y saco, todo gris aunque a veces le metía un marrón. Siempre llevaba algo en la mano, una carpeta, un sobre, una bolsa, el diario, o un paraguas, lo que fuera, algo. Trabajaba en un banco alemán y también hacía los mandados; pero… se cuidaba muy bien de no comprar en negocios cercanos. Jamás un saludo, caminaba erguido y con la vista fija en cualquier punto esquivando la mirada de quienes se cruzase.

Mientras hubo chicos jugando en la calle siguió siendo para todos “el comepelotas”.

El menor era aún más personaje. Alto y gordote como el padre, aunque con melena rubia. Sí, era melena, largas chuzas desordenadas, sucias y enmarañadas como todo él. No fue, como pareciera, el rebelde de la familia, era en realidad el más desquiciado.

 Lo veíamos todos los días cerca del atardecer, con una gorra en su cabeza a la que por detrás ponía una tela al estilo de la “Legión Extranjera”, verano e invierno, con lluvia o con sol, arreglando las mismas baldosas de su terraza, un cuadrado de dos por dos, y lo hacía una y otra vez, a diario, durante años.

Cada tanto, mientras estaba entregado a esos menesteres, a viva voz, de pie, de frente al este, mirando a la “nada” y extendiendo el brazo derecho hacia adelante entonaba una marcha inentendible para todos. Creemos que cantaba en alemán.

Un mañana de invierno, fría y lluviosa, el regordete le toca timbre a un vecino “de atrás” con el cual tenía cierto trato, y le dice: “Mi hermano hace días que no se mueve, ¿estará muerto?

 Las pericias indicaron que llevaba setenta y dos horas de fallecido.

Y quedó solo, sucio y abandonado el último comepelotas, hasta que le llegó su hora.

Dicen, los que luego entraron al caserón, que en el inmenso jardín en medio de los yuyales y a los pies de un pino centenario, encontraron una enorme caja oxidada por el tiempo y en su interior decenas de pelotas destrozadas a cuchillazos.

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