Raquel Arroyo
Tuve la suerte de que el vecino más solidario del
barrio fuera, justamente, mi padre. Como ya he contado, mi padre fue
ferroviario y, luego, visitador médico. Creo que durante los años en los que él
tuvo ese trabajo mis vecinos no compraban remedios en la farmacia. Había
muestras gratis para todos. Los vecinos venían con las recetas y se las
entregaban al viejo. Después de algunos contactos con sus colegas, les llevaba
el paquetito con el antibiótico para el pibe con anginas. O la pomadita
cicatrizante para la nona de la cuadra que tenía la piel delicada. Los
tratamientos prolongados casi corrían por su cuenta, ya sea los que podía
cubrir con las muestras de su laboratorio, o de los colegas o de los médicos
conocidos. Tenía tan buena relación con todos que siempre respondían
favorablemente.
Cuando algún vecino estaba enfermo y no tenía
posibilidad de ver un especialista, mi padre lo llevaba a alguno de sus tantos
médicos amigos.
Tuvimos uno de los primeros teléfonos del barrio y,
si alguien llamaba para comunicarse con un vecino una noche de invierno a las
tres de la mañana, el viejo se ponía el sobretodo gris sobre el pijama rayado y
salía en la oscuridad de la noche a tocar la puerta. Generalmente a esa hora
era una mala noticia... Y el viejo se quedaba ahí, conteniendo, acompañando. Y
hasta convidando con una tacita de café o una copita de grapa, según ameritara.
Otras veces no era el teléfono, sino el timbre el
que sonaba, a la vez que gritos desesperados llamaban a Don Gerardo pidiéndole
ayuda para asistir a la nena epiléptica que estaba en una crisis. Y mi papá no
era médico, solo sabía cómo ayudar, con los primeros auxilios que había
aprendido en sus años de colimba en el sector de enfermería en la Fuerza Aérea
de Paraná. Pero sobre todo ayudaba con su serenidad y afecto. Hasta que todo
estaba bien y terminaba contando un chiste y sonaban las carcajadas de los
padres y de la nena.
Siempre dispuesto a llevar en el auto al chiquito,
que tenía convulsiones por la fiebre o al que se quebró la muñeca por trepar al
paraíso. O a la señora que se cortó el dedo mientras picaba la cebolla. Siempre
dispuesto. El viejo era el servicio de emergencia de aquellos tiempos en que no
existían ECCO ni Emerger. Enfilaba hacia el Hospital Alberdi o el Freire. Pero
no solo trasladaba, sino que se quedaba acompañando hasta que el episodio estuviera
solucionado, los medicamentos conseguidos y la sonrisa en la cara del vecino.
Cuando a la mañana se iba a trabajar, era casi un transporte
escolar. Todos los que entraban en el auto subían. Y los iba dejando en el
camino. En la puerta de la escuela o la oficina o el taller. Compraba el diario
para toda la cuadra, el último que lo leía era él, cuando ya La Capital estaba
ajada y hasta a veces, con el crucigrama hecho...
Don Gerardo hacía trámites bancarios para los
vecinos, colaboraba con la escuela del barrio, iba a las reuniones de “madres”,
nos llevaba a mis amigas y a mí a los bailes y después “devolvía” a cada chica
a su casa. Pero también separaba hermanos que se peleaban cuando alguna señora
desesperada venía a pedirle ayuda porque sus hijos se habían agarrado a las
piñas. En una de esas luchas al mejor estilo de “Titanes en el ring” sufrió la
fractura del dedo meñique cuando quiso esquivar, sin éxito, un sifón que voló
entre los pugilistas. “Caín y Abel” terminaron pidiéndole perdón y el viejo con
el dedo enyesado y la secuela de la última falange torcida, que le sirvió para
inventar historias a sus nietos sobre la lucha colosal que había tenido con un
cíclope.
Eso sí, mi padre no sabía clavar un clavo. Así que
para eso nadie le pedía ayuda. Pero había otros vecinos solidarios. Estaba Don
Hugo, ese señor que te resolvía cualquier problema de electricidad o plomería.
Uno simplemente le tocaba timbre y él ya salía con su valija de herramientas
sin siquiera preguntar cuál era el desperfecto. Sea cual fuere, él lo iba a
intentar y seguro lo solucionaba.
Y estaba “la Tita”, la señora de la esquina, que
siempre estaba dispuesta a ayudar cuando alguien necesitaba pagar una cuenta, o
se le había terminado la garrafa y aún no había cobrado. “La Tita” sin
necesidad de que le pidan metía la mano en su corpiño y sacaba un pequeño
monedero de cuero, contaba unos cuantos billetes y los ponía en la mano de la
vecina mientras llevaba un dedo a su boca, al mejor estilo de la enfermera que
estaba en la foto de la entrada del Hospital Alberdi. Era un pacto, entre la
vecina y ella. Esa generosidad incondicional de la Tita era totalmente incoherente
con su carácter rudo y combativo.
Estaba también el almacenero que te fiaba, la madre
de la amiga que te llevaba al cine, los vecinos para los que eras una nieta,
las chicas solteronas que te iban a buscar a la escuela y tantos más...
Vivo en el mismo barrio, en la misma cuadra, con los
mismos vecinos. Pero la solidaridad ya no es la misma. Nos ganó el
individualismo, la desconfianza y el miedo.
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