miércoles, 31 de mayo de 2023

Los vecinos solidarios

 Raquel Arroyo

 

Tuve la suerte de que el vecino más solidario del barrio fuera, justamente, mi padre. Como ya he contado, mi padre fue ferroviario y, luego, visitador médico. Creo que durante los años en los que él tuvo ese trabajo mis vecinos no compraban remedios en la farmacia. Había muestras gratis para todos. Los vecinos venían con las recetas y se las entregaban al viejo. Después de algunos contactos con sus colegas, les llevaba el paquetito con el antibiótico para el pibe con anginas. O la pomadita cicatrizante para la nona de la cuadra que tenía la piel delicada. Los tratamientos prolongados casi corrían por su cuenta, ya sea los que podía cubrir con las muestras de su laboratorio, o de los colegas o de los médicos conocidos. Tenía tan buena relación con todos que siempre respondían favorablemente.

Cuando algún vecino estaba enfermo y no tenía posibilidad de ver un especialista, mi padre lo llevaba a alguno de sus tantos médicos amigos.

Tuvimos uno de los primeros teléfonos del barrio y, si alguien llamaba para comunicarse con un vecino una noche de invierno a las tres de la mañana, el viejo se ponía el sobretodo gris sobre el pijama rayado y salía en la oscuridad de la noche a tocar la puerta. Generalmente a esa hora era una mala noticia... Y el viejo se quedaba ahí, conteniendo, acompañando. Y hasta convidando con una tacita de café o una copita de grapa, según ameritara.

Otras veces no era el teléfono, sino el timbre el que sonaba, a la vez que gritos desesperados llamaban a Don Gerardo pidiéndole ayuda para asistir a la nena epiléptica que estaba en una crisis. Y mi papá no era médico, solo sabía cómo ayudar, con los primeros auxilios que había aprendido en sus años de colimba en el sector de enfermería en la Fuerza Aérea de Paraná. Pero sobre todo ayudaba con su serenidad y afecto. Hasta que todo estaba bien y terminaba contando un chiste y sonaban las carcajadas de los padres y de la nena.

Siempre dispuesto a llevar en el auto al chiquito, que tenía convulsiones por la fiebre o al que se quebró la muñeca por trepar al paraíso. O a la señora que se cortó el dedo mientras picaba la cebolla. Siempre dispuesto. El viejo era el servicio de emergencia de aquellos tiempos en que no existían ECCO ni Emerger. Enfilaba hacia el Hospital Alberdi o el Freire. Pero no solo trasladaba, sino que se quedaba acompañando hasta que el episodio estuviera solucionado, los medicamentos conseguidos y la sonrisa en la cara del vecino.

Cuando a la mañana se iba a trabajar, era casi un transporte escolar. Todos los que entraban en el auto subían. Y los iba dejando en el camino. En la puerta de la escuela o la oficina o el taller. Compraba el diario para toda la cuadra, el último que lo leía era él, cuando ya La Capital estaba ajada y hasta a veces, con el crucigrama hecho...

Don Gerardo hacía trámites bancarios para los vecinos, colaboraba con la escuela del barrio, iba a las reuniones de “madres”, nos llevaba a mis amigas y a mí a los bailes y después “devolvía” a cada chica a su casa. Pero también separaba hermanos que se peleaban cuando alguna señora desesperada venía a pedirle ayuda porque sus hijos se habían agarrado a las piñas. En una de esas luchas al mejor estilo de “Titanes en el ring” sufrió la fractura del dedo meñique cuando quiso esquivar, sin éxito, un sifón que voló entre los pugilistas. “Caín y Abel” terminaron pidiéndole perdón y el viejo con el dedo enyesado y la secuela de la última falange torcida, que le sirvió para inventar historias a sus nietos sobre la lucha colosal que había tenido con un cíclope.

Eso sí, mi padre no sabía clavar un clavo. Así que para eso nadie le pedía ayuda. Pero había otros vecinos solidarios. Estaba Don Hugo, ese señor que te resolvía cualquier problema de electricidad o plomería. Uno simplemente le tocaba timbre y él ya salía con su valija de herramientas sin siquiera preguntar cuál era el desperfecto. Sea cual fuere, él lo iba a intentar y seguro lo solucionaba.

Y estaba “la Tita”, la señora de la esquina, que siempre estaba dispuesta a ayudar cuando alguien necesitaba pagar una cuenta, o se le había terminado la garrafa y aún no había cobrado. “La Tita” sin necesidad de que le pidan metía la mano en su corpiño y sacaba un pequeño monedero de cuero, contaba unos cuantos billetes y los ponía en la mano de la vecina mientras llevaba un dedo a su boca, al mejor estilo de la enfermera que estaba en la foto de la entrada del Hospital Alberdi. Era un pacto, entre la vecina y ella. Esa generosidad incondicional de la Tita era totalmente incoherente con su carácter rudo y combativo.

Estaba también el almacenero que te fiaba, la madre de la amiga que te llevaba al cine, los vecinos para los que eras una nieta, las chicas solteronas que te iban a buscar a la escuela y tantos más...

Vivo en el mismo barrio, en la misma cuadra, con los mismos vecinos. Pero la solidaridad ya no es la misma. Nos ganó el individualismo, la desconfianza y el miedo.

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