Por José Mario Lombardo
Primavera:
verdor primero
Navegábamos por el Paraná viejo.
Nos habíamos metido por el norte, por donde años después pasaría el puente
Rosario-Victoria. La vieja lancha ronroneaba río abajo por el centro de ese
enorme canal que es un brazo del Paraná. A nuestro lado, pasaba la interminable
línea de árboles que contornean el agua marrón: el espinillo dueño y señor, el
sauce que siempre llora sobre el agua, el timbó noble y canoero, los yuyos
bajos que pese a las sombras crecen crujientes cobijando secretas guaridas,
algunos ceibos con la melena adornada de flores rojas; y, por debajo, las
pequeñas playas de arena, de esa arena que alguna vez trajo el río, rellenó los
bajos para hacer lagunas para finalmente terminar en isla. Isla de arena, isla
de agua y arena, isla viajera, movediza, cambiante, producto de correntadas,
crecientes, limos y vegetales andantes, de verdes camalotales anclados en esas
orillas que nunca son las mismas. Isla viva. Isla floral. Isla de pájaros. Pájaros
que nunca terminan de volar, que siempre cantan, que vuelan hacia allá y
vuelven porque algo los llama. Pájaros del aire, pájaros del agua, pájaros de
ignotas lagunas internas: pequeños pájaros que pican los helechos silvestres,
grandes pájaros curiosos y planeadores que buscan comida, patos del agua que
asoman su cabeza como si salieran del agua marrón a buscar la luz, pato sirirí,
chincherito en la rama, torcaza caminadora, gorrión glotón, calandria de puro
canto, cotorra chilladora, carpintero trabajador, hornero albañil del monte. Y
más allá, en la isla arenosa, los bichos de la tierra que viven de la tierra:
vizcacha arisca y cuevera, nutria puro brillo de agua, cuis sigiloso, comadreja
predadora y usurpadora de guaridas ajenas, carpincho barroso. Sobre los
camalotes, culebras viajeras que pelechan sus cueros cambiantes dejándolos como
invisible ñandutí entre los yuyos. Culebras que despiertan después del invierno
tal como todo despierta a su alrededor, mientras la lancha navega cansinamente
por el canal que cobija a sus habitantes submarinos, esos que parecen hacerse
realidad cuando caen en la red o el anzuelo del pescador: el dorado de escamas
como lentejuelas, el patí, el bagre, la boga; el mandubí y el surubí de cueros
lustrosos grises y atigrados, el enorme manguruyú que se esconde en la isla
como un duende del agua, las palometas insaciables y las perezosas viejas del
agua durmiendo su siesta perpetua a la sombra de la orilla. Croan las ranas
saltarinas y los sapos anfibios, cantan las chicharras y los grillos porque
presienten el calor. Zumban las abejas sobre las flores silvestres y los
insectos sobrevuelan las aguas quietas que aparecen en los charcos orilleros o en
las lagunas costeras. Todo se complementa: los predadores en algún momento serán
presa del otro que necesita su sustento, los yuyos alimentan insectos, las
arañas tejen sus telas cazadoras. Todo se retroalimenta. Todos se devoran para
volver a crecer. La isla se come a sí misma para no extinguirse: muere y nace
al mismo tiempo.
La lancha lentamente llegó a su destino.
Estábamos en el “Charigüé, allí donde desemboca el arroyo “Las lechiguanas”.
Pantaleón, al frente de su rancho, nos esperaba en la costa. Atamos la lancha a
un árbol seco que hacía de amarradero y saltamos al viejo muelle de madera. Nos
saludamos y nos dimos a la tarea de preparar la comida. Pusimos un carpincho
bien adobado en el horno de barro, que ya estaba caliente y preparamos ensalada
de lechuga y tomate. Fue una amable reunión entre amigos. Pantaleón, muy
contento, aprovechó mientras se hacía la comida para contarnos y cantarnos sus
cosas: Era Pantaleón, y él lo expresaba con cierto orgullo, uno de los últimos trovadores
en condiciones de contar el origen y desarrollo de nuestra música popular en la
zona. Nos contó anécdotas relacionadas con Gardel, con Gabino Ezeiza, con
Ignacio Corsini y, mientras hablaba, adornaba sus relatos con sus versos
cantados por cifra o por milonga, en tonos mayores, tal como cantan los
cantores que improvisan. Sin embargo, él leía sus versos en un arrugado cuaderno
que ni tapas tenía y nos confesó que muchas veces, con la creciente, su rancho
se inundaba y, por eso, él perdía sus versos cuando sus cuadernos partían aguas
abajo con la correntada; pero apenas bajaban las aguas, el volvía a escribir
aquellos versos perdidos.
Pantaleón era delgado, de
estatura mediana, tenía el cabello blanco y rasgos criollos. Tenía voz aflautada,
manos muy hábiles para la guitarra y la risa fácil. Vestía camisa arremangada,
un gastado pantalón de gabardina y viejas botas de goma. Tenía por aquel
entonces (setiembre de 1979) unos 75 años y había vivido su juventud, siempre
en la zona de Rosario. Por eso, recordaba su vida transcurrida en medio del
desarrollo ferroviario alrededor del puerto, ese puerto largo larguísimo que
era la salida de nuestra riqueza agrícola. Los trabajadores del puerto y del
ferrocarril que se fueron afincando en los alrededores de calle Oroño, Güemes,
Alvear, etcétera. Pichincha, los comisarios, el transporte en la ciudad que
crecía. Los tranvías. Los mercados. El mercado central, el del Abasto. Después,
con el paso de los años, lo fue cautivando el río y, por eso, un buen día
decidió cruzar y se quedó a vivir en la isla que lo recibió como un hijo más.
Cuando el asado estuvo listo, pese
a su sabor salvaje no dejamos ni rastros del carpincho, lo regamos con buen
vino y terminamos disfrutando anécdotas y canciones de Pantaleón, que no quería
que aquella reunión se acabara: nos ofreció la isla en su canto, la ciudad con
sus anécdotas para luego, por fin, resignado, aceptar que la fiesta llegara a
su fin.
Nos despidió en la costa. Apoyado en un palo
del muelle, con el brazo en alto, vimos como nuestro amigo se perdía en la
bruma de la tarde mientras la lancha nos alejaba.
Regresábamos en la lenta lancha
río arriba. Teníamos a la vista las dos costas del Paraná, en una, la ciudad,
el puerto, las barrancas: lo urbano, y en la otra: la isla con ese verde que no
se acaba nunca.
Cuando amarramos, el sol ya se
escondía. Dibujaba la ciudad como una mancha a contraluz e iluminaba cada vez
más débilmente la otra costa. La de la isla. La del verdor primero. La de la
primavera.
Pantaleón
falleció en 1983.
Cual diestro artista que en lugar de pincel utiliza una pluma, nos pintaste un paraíso desconocido para muchos, pero que está allí al alcance de nuestra mirada cotidiana.
ResponderEliminarGracias.
Un abrazo..
José Mario, tus personajes me encantan y tambien la memoria y el detalle con que contás tus relatos.
ResponderEliminarGracias amigos. No soy yo el que cuenta sino los recuerdos que no se resignan a desaparecer. Es como en "El árbol del olvido": "me olvidé de olvidarme..."
ResponderEliminarQué bello texto, cuántas imágenes, qué privilegio poder describir así la naturaleza y sus criaturas... Qué suerte tenemos los que te leemos que "te olvides de olvidarte".
ResponderEliminarsusana olivera
Me encanto tu relato. Excelente descripción de la naturaleza y los seres que viven en ese lugar. Hermoso momento vivieron ustedes junto a Pantaleón, pero también el paso un lindo momento recibiéndolos. Fue reciproco. La soledad de esos parajes debe ser muy dura.
ResponderEliminarViniendo de las montañas, me hiciste ver el Río y las islas como si también hubiera nacido en ellas. Te felicito. Realmente describis un paisaje apasionante. Cariños. Ana María.
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