Por Susana O.
Cada 25 de Mayo, 20 de Junio o 9 de Julio era una fiesta
para la familia: íbamos todos a la esquina de Dorrego y Córdoba, porque por
allí pasaba el desfile militar. Salía del Comando del Segundo Cuerpo de
Ejército, en Moreno y Córdoba y se iniciaba en ese lugar. Pasaban los
efectivos, los Granaderos a Caballo, los soldados conscriptos, los tanques,
camiones, jeeps, cañones en sus cureñas. ¡Cómo aplaudíamos cuando pasaban los
abanderados! Cada chico llevaba una banderita y una escarapela inmensa. Tanto
la banderita como la escarapela la habíamos hecho nosotros mismos con cinta y
papel azul y blanco. Muchas veces la hacíamos en la escuela para prepararnos
para la celebración.
Toda una fiesta. Después del desfile en casa, en familia,
nos esperaban empanadas o locro.
Hoy se han perdido los desfiles, el sentido de los colores
celeste y blanco. Hasta nos han quitado el orgullo de celebrar nuestros
símbolos y nuestro Ejército en las fechas memorables, y estas se han cambiado
para poner en su lugar multitudinarios actos partidistas.
Había una fiesta que era muy especial en la Plaza San
Martín: la conmemoración de la muerte del libertador José de San Martín cada 17
de agosto a las 15, hora de su muerte. Antes de las tres de la tarde, se reunían
en el palco –previamente levantado en el centro de la plaza frente al Monumento–
las autoridades civiles, militares y religiosas; y, además, se conglomeraba
frente al palco numeroso público, entre los que estábamos todos los vecinos,
especialmente los chicos. Para esa fecha, venía la banda del Ejército y tocaba
marchas militares hasta que llegaban las tres de la tarde.
Entonces un toque de clarín que mantenía su nota lastimera
durante un minuto, exigía silencio total de todos los presentes. Era un minuto
de silencio en homenaje al héroe de la libertad sudamericana. El toque de
silencio era verdaderamente emocionante, todos teníamos un nudo en la garganta.
Después se izaba la bandera a media asta, entonábamos el Himno Nacional, se
llevaba una ofrenda floral al pie del monumento y luego venían los discursos.
En este punto, generalmente, los chicos nos dispersábamos en búsqueda de
emociones más contundentes.
Aparecía siempre por ese entonces –alrededor del año 1953–
un vendedor de diarios al que apodábamos “Jabalí”, no sé bien por qué. Siempre
vociferaba periódicos y revistas en la zona de la plaza. Los chicos lo
seguíamos y le gritábamos su apodo, cosa que lo hacía enojar mucho. Siempre,
aún desde la mañana temprano, estaba totalmente borracho, se tambaleaba para
caminar y tenía la lengua dura para hablar. A pesar de eso, no se equivocaba
con los vueltos. Lo habíamos probado muchas veces al comprarle el Billiken.
Siempre desaliñado, sudoroso, con los diarios bajo el brazo y una bolsita de
tela al costado del cinturón donde llevaba el dinero que juntaba de las ventas.
No era recomendable arrimarse demasiado a él por dos razones, una porque
repartía coscorrones a diestra y siniestra y otra, porque olía muy mal: a
orines, a transpiración, a bebida. Nosotros lo sabíamos muy bien.
En una oportunidad, en el momento más solemne del toque de
clarín se paró en medio de la plaza frente al monumento y con la lengua
entumecida, levantando el brazo que le dejaban libres los periódicos y erguido
su dedo índice, gritó: “Viva la Patria, aunque yo perezca”.
Los ojos de las autoridades militares que hacían una
respetuosa venia se abrieron como pelotas ante tamaño insulto. ¡Un borracho! Se
movían inquietos en el palco. Todos esperaban que alguien acabara con esa
situación. Mientras el clarín seguía su son.
El problema era que Jabalí no se conformó con “morir una
sola vez”, lo siguió repitiendo hasta que vino el guardián de la plaza –al que
nosotros llamábamos “Cuero de Vaca” seguramente, hoy lo pienso, por su vitiligo–
y lo sacó a la rastra. Y aun sacado del medio continuaba ofreciendo su vida por
la Patria. Fue necesario ayudar al guardián, porque Jabalí se había sentado en
el suelo, con sus diarios, olvidados, y continuaba haciendo su homenaje
personal, vivando a la Patria, ofreciendo su vida y desparramando sopapos a
todos los que trataban de sacarlo del lugar.
Exceptuando esta vez en que Jabalí se sintió
motivado al Holocausto, el 17 de agosto era un homenaje sentido y compartido
por todos. Otras épocas, otros valores, otros objetivos.
Fue una época donde los valores y signo patrios eran respetados, donde los colores patrios tenían un significado. Hoy solo se respetan para los partidos de la selección de fútbol.
ResponderEliminar¡Como hemos cambiado!
Hemos cambiado para tantas cosas... Me duele el olvido de nuestra historia.
Eliminarsusana
QUE DISTINTOS A LOS ACTOS DE MI PUEBLO EN ESOS AÑOS, EN LO QUE SE REFIERE A DESFILES MILITARES, PERO QUE PARECIDOS EN RESPETO, IMPORTANCIA DE LA FECHA Y ESCARAPELAS EN LOS PECHOS DE GUARDAPOLVOS BLANCOS. CUANTO PERDIMOS!
ResponderEliminarHermoso relato, lleno de colores e imágenes que vienen a mi mente. Gracias por tan lindos recuerdos, Ana Inés.-
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