Por Ana Inés Otaegui
Una niña de ojos claros, cabellos rizados, rubios como el
trigo, una sonrisa pícara, era lo más visible de Margarita. Nació en Lules,
provincia de Tucumán, en 1921. A los cinco años, perdió a su joven padre y
comenzó un cambio grande, enorme, en su vida. Las riendas de esa situación, las
tomó su abuelo Lisandro. Hombre de campo, de cabellera blanca y abundante;
mirada enérgica y dulce a la vez. Decidió internarla en un colegio pupilo,
dirigido por monjas, ya que consideraba que en el campo no podía educar
correctamente a una señorita. Todos los fines de semana, el abuelo la retiraba
y allí su felicidad renacía.
En su adolescencia, vino a Rosario junto a su madre, ya
casada nuevamente con un buen hombre. Mi mamá lo quería mucho, porque él era como
un padre.
El tiempo pasó. Casada, muy enamorada de mi papá, formó su
propia familia, bendecida por cinco hijos. Mis padres nos brindaron a mis
hermanos y a mí, un lugar lleno de amor y seguridad.
Ella cocinaba muchísimo. Le gustaba hacer, principalmente, todo
lo dulce. Cocina iluminada naturalmente, con dos grandes ventanales que daban
al patio; una mesa en forma de óvalo extensible, su horno Orbis, que nadie
tocaba, solo ella, eran el marco perfecto para ese deleite.
Y, allí, estaba Margarita, con un despliegue de utensilios,
ingredientes, cacerolas, la Kenwood batidora, con bols blancos de vidrio, cucharas metálicas, y mucho, mucho más…); tomando
la batuta con su cuchara de madera, como si estuviera dirigiendo una orquesta gastronómica,
daba inicio a ese arte culinario. Una tabla de madera, polvoreada de harina y
el palo de amasar, eran los cómplices de esas aventuras. Nunca faltaba la reina
de estos encuentros: “Harina Blancaflor”, “la del negrito” (en el envase) como
solíamos llamarla mis hermanos y yo. Huevos, que cuidadosamente recogíamos del
gallinero, ubicado en el fondo de nuestra casa. Ralladura de limones y
naranjas, por supuesto, de nuestros árboles frutales.
El perfume que se desprendía al cocinar sus exquisiteces, selló
en mí, un recuerdo imborrable. La casa, embriagada de esos aromas saborizados a
canela, a vainilla, a caramelo, a coñac, a anís, a bizcochos crocantes… El pan
dulce, lleno de nueces, almendras, frutas abrillantadas, era uno de los
trabajos más delicados, ya que su preparación se realizaba en varias etapas.
“Dulce de leche casero”, un clásico de los domingos, al que
la chaucha de vainilla le daba su toque personal. Y allí estaba yo, con la
cuchara de madera, revolviendo y contando hasta cien, pues ése era el punto
justo. Una vez enfriado el dulce y colocado en envases de vidrio, quedaba a la
luz, el premio mayor. ¿Cuál era? Raspar la cacerola con una cuchara metálica
dorada, principalmente a sus costados, donde quedaba adherido el dulce
cristalizado y crocante. Al comerlo, era como una especie de caramelo de leche
confitado. Como somos cinco hermanos, había que esperar todo un mes hasta que
nos tocara nuevamente ese ritual. ¡Era muy democrática esa ronda! Y se
respetaba a rajatabla.
La sonrisa de mi madre, al hacer estas dulzuras, tallaró en
nosotros, sus hijos, el calor de hogar. Madre presente, trabajadora y abnegada.
Gracias por despertar en mí el placer de cocinar.
“Como agua para chocolate”, historia que narra y
describe el arte y placer de la cocina. “Estar como agua para chocolate: es
decir, a punto de explotar de rabia o de pasión amorosa”.
Me lleno de olores con tu relato y recuerdo los olores en la cocina de mi madre y de mi abuela... a vos se te contagió el gusto por la cocina... A mí no!!!
ResponderEliminarCariños
Susana olivera
"Sabroso" relato Ana, dicen que al hombre se lo conquista por el estómago, pero aquí parece que tu madre era una seductora...
ResponderEliminarME ENCANTO TU RELATO. EN ESTA EPOCA TAN INDUSTRIAL ES DELICIOSO RECORDAR LO CASER, AUNQUE YO COCINO BASTANTE,
ResponderEliminar¡Cómo olvidar las tortas de Margarita! Yo las probé y eran riquísimas. Me encantó el relato, lleno de olores y sabores.
ResponderEliminar