Por Luis Zandri
Nos ubicamos en los años de gobierno militar y terrorismo de
Estado por un lado; por el otro, subversión, militancia y atentados.
Yo trabajaba en Córdoba y Bulevar Oroño, en “La Comercial de
Rosario Compañía. Argentina de Seguros SA”, que tuvo una trayectoria de 67
años, desde 1925 hasta el 2 de septiembre de 1992, día en que cerró sus
puertas.
Un compañero de trabajo, el gringo “Luiggi”, se iba de viaje
a los Estados Unidos por seis meses, por lo que nos pusimos en campaña para
organizarle una despedida. Otros dos compañeros, el negro Crisci y el chino Suárez,
habían alquilado para un sábado un bar en calle Callao entre Avenida Wheelright
y Güemes, en pleno barrio Pichincha. Las dos manzanas ubicadas entre Wheelright,
Rodríguez, Güemes y Ovidio Lagos eran de cuidado y poco recomendables.
Había dos bares en las dos esquinas frente a la estación de
trenes Rosario Norte. Uno se llamaba “Los Colonos” y el otro, del que no
recuerdo el nombre, era regenteado por gitanos y la clientela era en su mayoría
de esa colectividad.
En esas dos manzanas había varios hoteles, algunos de baja
categoría, pensiones, conventillos, negocios de distintos ramos y en la esquina
de Wheelright y Ovidio Lagos funcionaba el “Varieté Panamericano”, mezcla de nigh club y cabaret, donde se ofrecían
shows con música, canto, baile, humoristas, magos y vedettes.
Además, se encontraba gran cantidad de prostitutas
merodeando por esas calles o en las puertas de los hoteles a la espera de
clientes, borrachos en los bares o en las calles durmiendo la “mona” en
cualquier rincón. Riñas y peleas estaban a la orden del día y había algún que
otro tiroteo con bastante frecuencia; y, en consecuencia, en el momento menos
pensado se producían razzias,
efectuadas por la Policía o el Ejército.
Cuando comenzamos a hablar de la despedida, el Negro y el
Chino ofrecieron el bar, ya que allí teníamos todo lo que necesitábamos para
organizarla, incluida la comida.
Llegó el día elegido y allá fuimos; éramos más o menos 30
personas en total, 28 hombres y 2 mujeres. Un grupo permanecía dentro del local
y el resto estábamos afuera charlando y bromeando, haciendo lo que hoy los jóvenes
llaman “la previa”. Un coloradito pecoso, como todos ellos, tenía un Renault
4L, el famoso “Correcaminos”, de color verde, que había estacionado frente a
las puertas del bar. De pronto apareció entre nosotros una mujer morocha,
maciza, muy obesa, calculo que debía de pesar más o menos 130 kilos.
Enseguida, se enganchó a charlar y bromear con nosotros, y
los muchachos ni lerdos ni perezosos fueron subiendo de tono con las bromas
hasta que en una esas ella se enojó y no tuvo mejor idea que depositar su
humanidad con todas sus fuerzas sobre el capó del pobre “Correcaminos”, que no
aguantó el peso y se hundió. ¡El colorado la quería matar!
Después, se calmaron los ánimos y seguimos con las charlas y
las risas, hasta que a alguien se le ocurrió una “brillante” idea: proponerle a
nuestra nueva amiga que hiciera un striptease en el bar. Al principio ella se
negó, pero tanto le insistieron diciéndole que la iba a pasar bien, que había
buena comida y que se iba a divertir, que finalmente cambió su parecer y aceptó.
Fue transcurriendo la cena normalmente, luego el postre,
charla va, charla viene, hasta que por fin llegó el momento esperado: ¡el striptease!
Bajaron las persianas del bar, la ubicaron a ella en uno de
los ángulos del salón, se escuchó una música lenta y sensual, adecuada para el
caso y… comenzó a quitarse una a una sus ropitas. Puedo asegurar que cuando
quedó desnuda, rogaba que la taparan, sinceramente, no fue un espectáculo
agradable.
¡Justo en ese momento sonó la voz de alarma! Unos de los
muchachos que oficiaba de “campana” gritaba: ¡Una razzia! ¡Llegaron los
soldados!
A la stripper la
vistieron en un santiamén, nadie sabía qué hacer. Si nos quedábamos adentro,
nos llevaban a todos; así, que… fue ¡“sálvese quien pueda! A correr cada uno
por su lado y que Dios nos ayude.
Habían clausurado la calle colocando un camión cruzado en
cada una de las esquinas. Yo salí para el lado de calle Güemes, como en las películas
de acción, corriendo agachado y a toda velocidad, y tuve la suerte de evadir a
los soldados, lo mismo que la mayoría de mis amigos.
Lamentablemente, un grupo de ocho o nueve no pudieron hacerlo,
ya que a ellos los retuvieron, los subieron a los camiones y se los llevaron
detenidos, pese a que tenían documentos.
Yo, por mi parte, estaba muy nervioso y con un susto mayúsculo.
Anduve deambulando un rato por los alrededores hasta que decidí caminar las 40
a 45 cuadras aproximadamente hasta llegar a mi casa en barrio Arroyito.
El lunes cuando fuimos a trabajar nos enteramos que uno de
los muchachos, con alma de héroe o de inconsciente, persiguió a los camiones
con su auto, gritándoles a los soldados que los soltaran, que no habían hecho
nada malo y que eran compañeros de trabajo. Tuvo suerte de que no lo llevaran
también a él. Después, se comunicó con el gerente de la empresa, quien a su vez
lo hizo con el abogado y finalmente él se ocupó de averiguar cuál era la
situación de los detenidos. Posteriormente, luego de recibir una reprimenda y
de estar unas cuantas horas detenidos, los liberaron en la mañana del domingo.
Este fue el hecho que me tocó vivir más de cerca
relacionado con una intervención militar de las que tan comunes eran por esos
tiempos, ya que había razzias todos
los días a cualquier hora y por toda la ciudad de Rosario.
¡Que época amigo! me tocó estar en una razzia donde hasta se llevaron a los músicos.
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