Carmen G.
Por circunstancias de la vida mi madre, hija de dos
andaluces natos, nació en Brasil. Mis queridos abuelos, dejando atrás la crisis
de fin del siglo XIX en España, pensaron en cambiar de continente y, como la
mayoría, apuntaron hacia América y anclaron en los cafetales. Tres hijos más
les nacieron allí, todos varones, entre ellos María Julia, mi mamá, que era la
menor.
Pasados algunos años, las cosas parecían pintar un poco
mejor en Argentina y hacia aquí vinieron y se instalaron por el resto de sus
vidas.
Su bello rostro ovalado, enmarcado por una cabellera lacia,
negra y muy brillante, a la que ella ondulaba con unas planchitas, porque era la moda de esa época, contrastando con su
piel blanca y fina, la frente despejada dejando ver sus grandes ojos oscuros,
una nariz pequeña y, como epílogo de su cara, una boca dibujada, roja que
dejaba ver una sonrisa de perla blancas y muy parejas. De mediana estatura,
“rellenita”, ocurrente y alegre. Así, veía yo a mi madre ¡bella!, tan bella
como la fotografía que justo ahora está frente a mí, donde se la ve feliz, con
sus primeros y únicos 25 años.
Siempre me inquietó la idea de casi no tener recuerdos de mi
infancia a su lado. Tal vez, porque vivíamos con la Ita y sus hermanos varones,
solteros todavía, le daban mucho trabajo y mi madre siempre trató de ayudarla
para aliviarle esta situación. Tal vez, porque a los cuatro añitos yo ya estaba
escolarizada y se dio la llegada de Norberto, mi hermanito. Tal vez, nunca me
convencieron mucho las razones que encontraba. Lo cierto es que casi no
recuerdo sus mimos, sus caricias, juegos compartidos, alguna nana cantada para mí. Siempre, en esta
búsqueda, la figura de mi padre sale al paso. En los inviernos de gripe o
anginas o de sarampión, él era quien me acompañaba al regreso de su trabajo,
siempre con libritos de cuentos de regalo, el regalo de sus lecturas,
pinturitas, cuentos para colorear. Ella era la que me brindaba los cuidados: el
odioso té con limón y aspirinas adentro o el jugo de naranja con los mismos
atributos. Durante años, jamás pude disfrutar de un rico té y o un buen jugo de
naranjas, porque ese recuerdo no me lo permitía. Alguna vez estuvo internada,
por “los nervios” me dijeron y ahí quedó todo.
Cuando nos mudamos de barrio “toda la familia”, yo comenzaba
mi secundaria. Aquí si la recuerdo ocupada y preocupada porque yo estudiara,
como me decía “por lo menos terminá la secundaria”. Ella había estudiado en el
Colegio “La Santa Unión” un curso de manualidades. Recuerdo las amorosas cortinas
con visillos, todas al crochet, toallas, manteles, colchas interminables,
blancas, con hilo macramé, hechas por sus manos. Conservo una, muy bella, que
no puedo usar, porque uno de sus extremos comenzó a desarmarse y nunca encontré
a alguien que pudiera repararla. Y no que el hilo… y el punto…
Una tarde de verano, mientras se bañaba, descubrió algo en
su axila izquierda. Una hora más tarde estábamos en su médico, pero la premura
no sirvió de nada. Primero una pequeña cirugía, después otra muy importante e
invasiva. El lapso: dos años y entonces todo estaría bien. Pero antes de ese
tiempo comenzó el final. Ella 43 y yo con l4 para l5. Tal vez no podía
entenderlo, no sé. Si sé, ahora, a lo lejos, que me negaba a aceptarlo, a pesar
de ver sus retrocesos que cada vez me asustaban más y el único escudo de
defensa que encontré fue atacarla, desde esa adolescencia aterrada y
enfurecida, diciéndole que no creía en su enfermedad.
Pasó, a pesar de mi
empecinada resistencia, pasó.
No pude acompañarla.
No quise ver esa realidad. Llegué, detrás de todos hasta la puerta de mi casa,
ese 7 de junio, un bello día de otoño que perdurará por siempre en mis retinas.
El tibio sol del atardecer se sentó en el umbral a mi lado y, cuando se
perdieron de vista, pensé en un viaje.
Si todo esto era apenas por un tiempo.
En una noche clara y
estrellada, ya en la primavera de ese año, yo dormía en mi habitación. De
pronto, siento que a mis espaldas, alguien me arrebata la manta que me cubría y
un frío intenso me recorre y sobresalta, al tiempo que escucho una voz casi
celestial, la voz de un hombre que con dulzura y mucha convicción dice: “Todos
tenemos un ángel guardián que nos protege y acompaña”. En ese instante siento
que alguien, amorosamente me cobija, giro la cabeza pensando en uno de mis
abuelos, pero no fue así. Al lado de mi cama, la silueta de mamá, mami, mamita,
con los brazos como recogidos en el pecho, sin rostro, blanca, luminosa estaba
allí, a mi lado. ¡Tremendo susto!, manoteé la luz y grité. Vinieron mis abuelos
y ya no la volví a ver.
De estos
sucesos pasaron más de 50 años. Al tiempo, cuando los abuelos se fueron,
revisando historias, me encontré con esta foto de ella, que tiene la particularidad
de que aunque la cambie de lugar, cuando la miro siempre encuentro su mirada,
acompañada de su sonrisa, viéndome. Yo tuve que vivir sin la presencia de mi
madre, pero hasta ahora, hasta este mismo instante, siento su compañía.
¡Que hermoso esto que nos regalas! como el mensaje que conlleva.
ResponderEliminarUn abrazo.
Siempre duele la partida de la madre, más en tu caso, siendo tan pequeña cuando más la necesitabas. Estoy llorando.
ResponderEliminarSusana Olivera
Carmen. el día que lo leíste me produjo mucha congoja. Pensé en vos tan pequeña no entendiendo lo que ocurría. El enojo se da. Me ocurrió a mi con mi papa y ambos eramos grandes. Escuche por tv a un sicologo decir que ocurre esto. "culpamos al que se va porque nos va a quitar su presencia" .Por suerte tus hijas/os te tienen-
ResponderEliminarCarmen, que triste historia. Pero creo ciegamente que ella está a tu lado SIEMPRE!!!!!!!!!!!!! Un abrazo muy fuerte. Ana María.
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