Por Norma Azucena Cofré
Llega el día de la madre, viejita, no estás físicamente;
pero sí en mi vida de la forma más sublime.
Tengo una imagen que me sigue siempre, mamá, cuando ibas a
cambiar los pañales a mi hermanito. Yo tenía seis años, te miraba con
admiración, te veía tan grande –creo que te miraba desde el suelo, porque
miraba hacia arriba–, tan hermosa, me parecías inalcanzable, única, una bella
mujer. Eras Mi Mamá, la más linda de todas.
No tenías ropas finas, pero sí elegancia, actitud.
Te ayudé con mi escasa edad, cuando hacías la temporada de
cosecha, en el trabajo más hermoso. Me llevabas para cuidar al bebé, mientras te
ausentabas.
Cuando decías “chicas hay que poner la mesa”, Alicia corría
a tomar a mi hermano en los brazos, el bebé comenzaba a llorar; decías “Norma,
hacé dormir al nene”. No sé por qué, pero se tranquilizaba y se dormía.
Mamá, vieja querida, me sentía tan orgullosa de vos. Miraba
todos tus movimientos, cuando cosechabas en la huerta las verduras que
cocinarías ese día; cuando matabas una gallina, la tomabas de las patas con una
mano, con la otra agarrabas la cabeza, hacías un movimiento apoyándola en la
rodilla y dabas un tirón fuerte, y la gallina se desnucaba, aleteaba mientras
se llenaba el cogote de sangre, hasta perder toda voluntad. Se formaba una
morcilla, era mi presa favorita.
Cuando estabas en la cocina y mientras preparabas kilos de
grasa para freír, hacías rellenos de empanadas, dulces caseros, tortas fritas, ¡te
escuchaba cantar!: “No cantes hermano no cantes, que Moscú está cubierta de
nieve y los lobos aúllan de hambre” o, “Porque no engraso los ejes, me llaman abandonao; porque no engraso los ejes me
llaman abandonao. Si a mí me gusta
que suenen, pa que los quiero engrasao, si a mí me gusta que suenen, pa qué los quiero engrasao”. Eras, viejita linda, como dice mi amiga Ana María, el
alma de nuestro hogar. ¡Ah! Me estaba olvidando de los cumpleaños. A todos nos
festejabas el cumpleaños, decías que hay que festejar la vida. Nos hacías una
torta grande con betún, como llamabas al merengue; y perlas plateadas y un
chocolate riquísimo con la leche que le comprabas a los gallegos. Eran los
cumpleaños más lindos, aunque no tenían cotillón ni suvenires. ¿Sabes mamá?,
creo que nunca te conté. Cuando vine a vivir a Rosario y llegó el cumple de
Rosana, comencé con los preparativos y mi cuñada Paulina aparece cargada de gaseosas,
fiambres y queso para hacer sándwiches, snaks, etcétera. Le pregunto: “¿Y eso?”.
Me responde: “¡Para la fiestita!”. La miré con cara rara, ¿qué clase de
fiestita? No sentía olor ni sabor a cumpleaños. Faltaba el chocolate que vos
nos preparabas. Me costó mucho aceptar el cambio, hasta que me acostumbré a esa
modalidad.
Mami, fuiste tan sabia, tan inteligente, aunque no pudiste
ir a la escuela más que hasta segundo grado. Nos contaste que la escuela estaba
muy lejos, y en los inviernos los esteros se desbordaban y no se podían cruzar
ni a caballo; pero leías y hacías cálculos mentales. Tu madre, la abuela Emma,
se había educado en un colegio de monjas y les enseñaba. Siempre manejaste
dinero y el negocio que abrieron con papá. No se te escapaba nada.
Otra cosa que me gustó mucho: jamás dudaste de nosotras
mamá, aunque supieras que estábamos mintiendo. Eso hizo, por lo menos en mí,
que me sintiera avergonzada si pensaba una mentira y prefería omitir antes de
tratar de engañarte. Fue una gran enseñanza, vieja, que me quedó grabada y la
apliqué “como casi todo” –porque me siento idéntica a vos en todo– en la
educación a mi familia de la que estoy orgullosa.
En tu juventud viviste en Santiago, la capital de Chile.
Conociste cosas y sabores que sentías que también debíamos disfrutar. Éramos
muchos hermanos, siempre cosías sin haber estudiado ese arte, solo por amor y
el deseo de vestirnos bien. Llegaba la Navidad y decías: “Para Navidad hay que
estrenar, tenemos que estar lindos porque nace el Niño Jesús”. A quién le hacía
falta zapatos, se los comprabas; a quién le hacía falta ropa, se la
confeccionabas. Preparábamos la mesa con las bebidas y ensaladas; ya que el
tradicional asado lo comíamos al lado de la estaca. Así, esperábamos al niño
Jesús.
Se gastaba una sábana, jamás la emparchabas, con ella hacías
pañales porque eran muy suaves y, decías “la miseria llama a la miseria, nunca
vas a ver en la casa de tus padres, una sábana emparchada o una frazada que no
sea campomar” La economía debe
alcanzar para cubrir necesidades, cuando compres algo tratá de que sea bueno,
tampoco te empeñes, todo tiene un tiempo”. ¿Te acordas viejita? Me hiciste una
pollerita escocesa tableada, me tomaste las medidas, cosiste, cuando me la
probaste por segunda vez y, para ubicar el botón, la tenías que achicar porque
se me caía, te enojabas y me decías: “¿Hasta cuándo voy a tener que achicar tu
ropa?”
Llegaba a la ciudad
alguna fruta o verdura que no conocíamos, porque eran caras y no había en la
zona, y comprabas, aunque fuera un puñado y nos hacías probar a todos.
¡Cuántos recuerdos mamá! ¿Cómo hacías para dar tanto amor?
La agricultura, y no exagero, en un espacio del patio tenía todas las verduras
necesarias para el hogar; las gallinas, los chanchos, los perros, los árboles
frutales; el negocio, con él “te ayudaba Zulema”; cocinar, lavar, coser, tejer
–ahí, sí, te fallaba la estética, aunque igual estábamos abrigados– Nunca te vi
cansada, viejita hermosa, ni con dolores que supongo los habrás tenido; tampoco
con los calores de la menopausia. Hasta en eso me parezco a vos: no padecí
calores. Cuánto te amo mamá. Te dejé siendo muy joven para seguir mi destino.
Soy madre de cuatro hijos y soy muy feliz. No hace falta que me pregunte si
fuiste feliz. Demostraste con cada uno de tus hijos la felicidad de ser mujer y
ser madre.
¡Feliz día, mamás!
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