Por Susana Olivera
Debe de haber sido alrededor de 1960 que ocurrió lo que
ahora voy a contar. Le llevo once años a mi hermano más chico y ese día debí
acompañarlo a la escuela, porque participaba en el acto del “Día de la Raza”.
Siempre me preocupó eso de “Día de la Raza”. ¿Día de qué
raza, de la de los descendientes de españoles, la de los europeos, la de mi
padre, hermosa mezcla entre española e indígena, la de los indígenas, la de los
negros?
Época de los Beatles, las luchas por los derechos de la
mujer, la tevé, que se hacía cada vez más popular… Yo sentía inquietud por
determinar qué se celebraba el 12 de octubre ¿La llegada de Cristóbal Colón a
América, por supuesto, acontecimiento importantísimo? Pero ¿y el sometimiento y
exterminio de los pueblos americanos?
Con esos pensamientos fui molesta, no por acompañar a mi
hermano, cosa que hice siempre, sino porque él era nada menos que ¡Cristóbal
Colón en ese “festejo”! Mamá le había hecho un bombachudo, medias largas,
sombrero chato, y chaqueta larga con bordes irregulares. También llevaba un
sable de juguete y una bandera.
Yo debía ayudarlo a vestirse y, luego, pasar a formar parte
del numeroso público, ya que estaban invitados los padres y familiares de los
alumnos y autoridades. La escuela Nº 64 “Teniente General Pablo Riccheri” está
próxima al entonces Comando del Segundo Cuerpo de Ejército y se le había
cursado invitaciones. Habían llegado ya –muy cumplidores– algunos uniformados.
También irían autoridades del Ministerio de Educación. El “inspector”, con toda
seguridad.
La fiesta era importantísima. Chicos de sexto repartían el
programa de festejos cuando uno entraba a la escuela. Era una invitación en
forma de librito que habían hecho ellos mismos. La tapa era una imagen de las
tres carabelas navegando intrépidas guiadas por un enorme pájaro blanco y
adentro había un papel mimeografiado con lo que se llevaría a cabo: Entrada de
la Bandera de Ceremonias, Himno Nacional Argentino, Palabras alusivas al 12 de
Octubre a cargo de la Señorita Mercedes Aguirre, Representación del desembarco
por alumnos de 2º Grado, etcétera.
La escenografía era impresionante: en Carpintería –espacio
al que solo concurrían los varones, porque las nenas tenían Labores– se habían
hecho de madera balsa las tres carabelas, que medían por lo menos un metro
cincuenta cada una y habían sido pintadas en “El Club de Niños Pintores”, por
un grupo de chicos aficionados al dibujo; frente a ellas, unas olas de
cartulina azul corrían de un lado a otro movidas de izquierda a derecha por dos
alumnos de segundo grado. Había árboles hechos de madera con hojas de tela
verde bajo los cuales se sentaban los “indios” en cuclillas. También matorrales
de la altura de los árboles. Toda esa parafernalia estaba ubicada frente a una
escalinata que tiene la escuela en el hall.
Los chicos debían disfrazarse en los salones de arriba.
Allí, estaban las madres vistiéndolos con las armaduras de cartón, pintando a
los “indios” con corcho quemado y convenciéndolos de que no se les veía nada
con los breves taparrabos. Las “indias” llevaban un vestidito muy corto hecho
con arpillera deshilachada y todos portaban grandes vinchas de plumas,
seguramente pertenecientes algún plumero en desuso.
Allí, vestí a “Cristóbal Colón”. Todos estaban nerviosísimos,
especialmente las maestras organizadoras. Corridas, préstamo del maquillaje,
armado de las vinchas, que perdían las plumas; los dos varoncitos que hacían de
curas se negaban terminantemente a salir con las sotanas también confeccionadas
en arpillera y largas hasta el suelo; maestras enojadas; gritos y retos.
Yo, con mis altaneros dieciocho años y mis ideas sobre los
derechos humanos, hoy agregaría de los pueblos originarios, sentía un desprecio
soberano por todo ese esfuerzo que me parecía una burla a nuestros antepasados.
Comenzó la fiesta. Todo bien, grandes aplausos después de
cada paso, gritos de admiración y sorpresa al ver la decoración de la
representación de los chicos de segundo. Una alumna de sexto grado con el
micrófono leía los pasos de la epopeya colombina: “Comenzaron a ver ramas
flotantes y pájaros… Rodrigo de Triana grita desde la Pinta ‘tierra a la
vista’…Colón sacó la bandera real y bajó desde la Santa María…”.
Aplausos y más
aplausos hasta que apareció “Cristóbal Colón”. Abrió una portezuela que tenía
una de las carabelas, y, sable y bandera en mano, gritó: “¡Hombres, hombres
desnudos!”
Salió blandiendo el sable con tal fuerza que pegó en la
carabela de la cual había salido, la tumbó sobre la próxima y por efecto dominó
fueron cayendo carabelas, árboles, matorrales y toda la escenografía quedó por
el suelo mientras los “indios” salían disparando tratando de evitar que cayera
sobre ellos la utilería de madera y cartón.
“Cristóbal Colón” estaba desconcertado, su sable mustio y
con un “puchero” que le anidaba en su cara. Un silencio sepulcral envolvió a
todos los presentes, hasta que se sintió una risita y otra y una carcajada
general sacudió el techo de la escuela.
No valían los gritos de las maestras llamando al orden, el
presuroso trabajo de voluntarios tratando de rearmar la escenografía, la voz de
la directora que –micrófono en mano– trataba de minimizar el inconveniente.
“Cristóbal Colón” lloraba desconsolado cuando me acerqué
para tratar de ayudar a recomponer y continuar la representación y una sonrisa
mía muy escondida me acompañó mientras pensaba: “Nunca va a ser igual el
desembarco de Colón. Acaba de cambiarse la historia”.
Nos descubrieron, pero para que la iglesia y los reyes solo se interesaran por las riquezas de este suelo.
ResponderEliminarTriste historia de nuestros aborígenes. Y nos enseñaron a festejar ... ¿Que?
Es muy bueno. La historia merecía ser revisada y ese pequeño colón lo hizo.
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