Por Ana Teresa Padovani
Así de simple, se llamaba María. Había nacido en Campana y
era la mimada, entre sus hermanos varones. Tuvo una infancia normal en una
familia de trabajadores; una adolescencia llena de sueños, que no siempre se podían
cumplir, hasta que llego el amor. Caminando por la vieja plaza, sintió unos
pasos que la seguían. Era él, Tomás. Desde ese momento, estuvieron juntos para
siempre.
De ese amor nací un día y esa María dulce, callada, cariñosa,
se convirtió en mi madre.
Si bien era un momento que el amor no se demostraba con
palabras, ella se ocupó de que siempre me sintiera amada. Era la reina de los
pequeños detalles. No pasaba una noche sin que antes de dormir pasara por mi
cuarto y me arropara, o me trajera antes de acostarme la botella de aluminio,
con agua caliente, para que la cama estuviera más calentita en los fríos
inviernos.
Ella no me contaba cuentos de Caperucita. Sus cuentos eran
las viejas historias de familia, cuando su padre había salido de España para venir
a Argentina, cómo había llegado al barco, cómo estaban vestidos los olivares o
los naranjos que iba viendo en ese largo camino, cómo era su pueblo, Puerto
Soller, en Palma de Mallorca, cómo era el camino.
Tenía el don de contarlo con tanta claridad, que cuando de
grande pude llegar a conocer ese camino, sentí que ya lo había recorrido.
Era alegre. Cantaba mientras cocinaba, mientras hacia las
tareas de la casa. Cuando yo llegaba de la escuela, dejaba lo que estaba
haciendo, me servía la merienda y se sentaba a mi lado para escucharme. Nunca tenia
apuro. Tenía bien claro qué era lo primero en su vida. Hoy, estoy segura que
era una de esas personas que habían nacido para servir. Mimaba y amaba a papa.
Cuidó a sus padres hasta el final. Cuidó a su hermano menor hasta que él se
casó y formo su vida.
Yo me sentaba junto a ella, miraba su hermosa sonrisa, su
cabello siempre prolijo; y sus manos yendo y viniendo, mientras zurcía, con el
viejo mate las medias, que después de remendarlas quedaban otra vez como nuevas;
y, así, también desaparecía el siete de mi pollerita enganchada en el gallinero;
el agujero del pantalón, hecho jugando a las bolitas en el patio; y los botones
mágicamente volvían a su lugar. Y ni hablar de los buñuelos en los días de
lluvia.
Si me lastimaba, me curaba con un abrazo, con ese abrazo que
hoy añoro, porque me daba tanta seguridad. De ella no aprendí a coser. Nunca me
gustó. Pero sí aprendí a amar, a dar, a dar con generosidad, a compartir y
sobre todo a escuchar. He sido afortunada por aprender esto en mi niñez, pues me
ayudo a vivir en la esperanza.
Ella siempre estuvo orgullosa de su familia y por ella lo
había dado todo. Era inteligente, muy sensible, atractiva. Tenía una sabiduría
natural.
Esa forma de ser perduró hasta los últimos días de su vida.
Le costó mucho partir. Fue demasiado rápido, pero fue demasiado todo los que
nos dejó. Esta mujer que soy solo se lo debo a ella, que supo hacer de una
simple casa un gran hogar.
Aun hoy, ya grande, cierro los ojos y me transporto a su
regazo, y siento ese olorcito a mamá que es único y me parece revolver sus
bolsillos buscando un chocolatín. Cuantas veces quisiera quedarme en ese país
de mi infancia, preocupada solamente por el horario de la sopa de las muñecas y
descubrir el mundo en un calidoscopio. Pero vuelvo aquí, donde están mis hijos y
quiero ser lo mismo para ellos.
Nada más que una mamá. Una simple y muy querida mamá.
Hermoso recuerdo, ella nos dio todo y su palabras que aún resuenan con esos consejos que trasladamos a nuestros hijos.
ResponderEliminarMe gustó.
Bello relato el tuyo. Me encantó el olor a mamá... el afecto constante sin palabras, sus manos en las tareas de la casa.
ResponderEliminarSin dudas, vos sos una mamá con olor y sabor a mamá como fue ella.
Susana Olivera
ResponderEliminarsos unica querida amiga, sos una gran mamá, una gran esposa y una gran amiga. Te quiero