Por Luis Molina
El tiempo pasa, lento en la juventud, rápido en la madurez,
siempre inexorable.
Hoy la recuerdo, tantas décadas han pasado y ya un lustro
que me dejó. Luego, quizás por soledad, comencé a escribir.
En la foto la veo con sus veinticuatro años y su bebé en
brazos. No me reconozco.
Supo luchar, superar el dolor de perder una hija de solo
siete meses en una época donde la meningitis era mortal. Con poco más de un año
no lo recuerdo, quizás mi mente quiso borrar ese momento.
Nunca tuvo lujos y sé que los deseaba. Luchó con denuedo por
cada cosa que obtuvo, perdió su compañero tan solo a siete años de casada. Con
un hijo pequeño, viuda joven no claudicó, soñaba que este fuera alguien en la
vida. Por eso, lo preparó desde pequeño, con poco más de cuatro años lo inició
en la lectura y las matemáticas. Así, aprendí a leer, sumar, restar y los
primeros pasos en la multiplicación. Yo odiaba la tabla del cuatro, pero ella
insistió.
Aun con cinco años comencé la escuela, donde me aburría haciendo
palotes. Prefería estar en casa, donde practicaba con el diario “La Tribuna”
que mi padre compraba por su afición al turf.
En mi segundo año escolar mi padre partió. Ella le puso el
pecho a la vida: horas de trabajo en más de una casa, además de aplicar
inyecciones que le restaban horas de descanso, más cuando debía levantarse
hasta un par de veces en la madrugada para ir a cumplir el horario de un
antibiótico. No importaba si era invierno.
En clase siempre me tocó leer. La maestra me hacía pasar al
frente por mi facilidad y pronunciación, quien diría que era mérito de ella,
premio a su constancia, en aquel tiempo en que me enseñó mis primeras letras, a
pesar de su casi analfabetismo.
Vivió una niñez dura, en un ámbito y época donde la mujer y
los hijos debían permanecer en segundo plano. Pero a mí me enviaba con mi
guardapolvo impecable y almidonado. Duro iba el morocho a la escuela.
Su rectitud era intachable. Nunca olvidaré aquel día que con
vergüenza debí pedir disculpas y devolver el soldadito de plomo que traje de la
casa donde ella trabajaba. El respeto y la honestidad no se negociaban.
Henchida de orgullo recibió la noticia de que yo había sido
elegido “El muchacho del mes” por el Rotary Club entre todas las escuelas de
Rosario. Gastó la página del diario donde salió la noticia, con foto incluida.
Cuando me regaló esa página para que mis hijos la leyeran, ya casi no se podía
hacerlo. El recorte tenía más de treinta años.
Le fallé, no quise seguir la secundaria. Preferí trabajar,
no me entusiasmaba volver caminando por detrás del cementerio a las once de la
noche. Avenida Francia, en aquel tiempo se cortaba en Pellegrini y se convertía
en un baldío de casi tres cuadras con un sendero entre el matorral, debía
concurrir en horario nocturno para poder trabajar en el día.
Tendría diez u once años cuando trabajé por primera vez. Envolvía
manubrios cromados de bicicleta con arpillera para que no se rayaran. Me
pagaban $ 0,50 por una tarde de trabajo. A los doce, comencé como cadete de
farmacia. El ruso Limanovich no me quería ver parado, así que si no había que
hacer nada en el local me enviaba al entrepiso a acomodar mercadería. Este
tenía una pequeña ventana ideal para bombardear con bolitas de naftalina a los
pibes vecinos. Luego, me mudé enfrente a un taller de mecánico para dentistas.
Era mejor la paga y, además, me movía en bicicleta. Así, mientras aprendía un
oficio recorría la ciudad a mis anchas, me encantaba la calle. De paso, ella
podía contar con algunos pesos más.
Tuvo suerte de conocer un buen hombre, con quien tuvieron
una hija, mi hermana. Yo aprendí un oficio. Nos mudamos a Pergamino, donde
conocí un ambiente diferente e hicimos nuestra primera casa. Al regresar a
Rosario unos años después, hubo que volver a empezar desde los cimientos; pero
tuvo su casa. Estoy en ella escribiendo ya tarde en la madrugada.
En la década del setenta me independicé en el trabajo. Siempre
me decía: “Guardá, comprá un terreno”. Nunca la escuche. Claro, la guitarra
eléctrica, la música, las chicas, eran demasiada tentación. Me dediqué a
disfrutar. Hoy me arrepiento, pero es tarde.
Un día me casé formando mi familia, ella fue abuela, a pesar
de no hacer buenas migas con su nuera. Comencé a tener problemas económicos, el
alquiler con dos hijos se me complicó. Dividió la casa dándome un lugar, mis
hijos crecieron, llegaron las nenas. Ella tenía problemas de salud pero su
orgullo y determinación la mantuvieron en pie.
Mi hermana se casó. Ella siguió cumpliendo años, en silencio
sin pedir nada, orgullosa siempre. Como yo trabajaba lejos de Rosario, no la
atendí como debía, mi matrimonio tambaleaba, menos tiempo le dediqué.
Un día notamos que algo estaba fallando. Se caía hacia atrás.
El neurólogo nos dijo que sus neuronas estaban muriendo y, luego, lo peor: el
Alzheimer, ese asesino silencioso que la cambió, la enfermedad que la llevó de
a poco durante largos dieciocho meses hasta el final.
Pienso…
¿Qué sentiría hoy al leerme?
Poder poner en sus manos y decirle: “Este es mi libro mamá”.
Recordar juntos aquellas primeras letras que me enseñó,
aquellos $ 0,50 que me dio el mejor día de mi vida a pesar de nuestras
estrecheces y volé a la biblioteca “Magnasco” a hacerme socio recorriendo una
vida de aventuras en cada tomo de la colección Robin Hood, junto a Salgari, a
Poe, a Verne y tantos otros.
Sentarla frente al monitor para que vea que dicen de su hijo
en Europa o América gente de diversos países. Pero ya no está.
Solo en la madrugada, pienso en ella, y solo se me ocurre
decirle…
Gracias mamá.
Luis cuanta sensiblidad y ternura manifiestas en tu relato.que emociona hasta las làgrimas
ResponderEliminarGracias por compartir .
Maria Rosa Fraerman