Por María Elena Domenech
Con 4 años de edad todo se ve de abajo
hacia arriba como una ola gigante que, agitada, se nos viene encima. Todo es
fantásticamente enorme, desdibujado en sus dimensiones, inimaginables para la
mente de una criatura.
Así, veía yo a la casa de mi abuela
paterna donde pasaba varios días cada vez que me pedía que me quedara a dormir
por una noche. Estaba ubicada en la zona centro, calle Paraguay 650, y ofrecía
demasiados rincones y habitaciones que me producían tanto temor como gran
curiosidad.
Era su única nieta y allí hacía lo que
quería sin tener un solo gesto de desaprobación. Lo más atractivo era entrar a
un mundo desconocido: el consultorio de su marido, médico oftalmólogo, y jugar
con todos los aparatos y cajas con lentes de prueba que allí había. Eso,
pensándolo ahora y siempre, era sencillamente una insensatez; pero mi abuela,
que conmigo había perdido la cordura, me lo permitía . Recuerdo un escritorio
enorme con los recetarios médicos, el juego de tintero, pluma y secante, que
quedaba muy sucio después de mis visitas, y unos sillones de cuero negro fríos
y grandes. Las ventanas que daban a la calle estaban atrapadas por grandes y
pesados cortinados negros.
En la casa había salas con sillones,
algunas pinturas, esculturas y un piano, siempre oscuras y emanando ese olor a
humedad tan desagradable. Nunca veía a nadie y, siempre que podía, evitaba
pasar por allí, ya que las sombras de las esculturas me aterraban y anulaban
cualquier intento de acercarme al seductor piano. Elegía, entonces, caminar por
el primer patio, enorme y lleno de macetas casi de mi altura con todo tipo de
plantas. A ese patio daban todas las habitaciones principales , cada una de
ellas con imponentes muebles de estilo francés y los grandes protagonistas de
la casa: los espejos.
Inamovibles, atemporales, sigilosos
imponían respeto a la intrusa que alteraba la quietud de ese hogar. No podía
evitarlos, estaban en todos lados, me perseguían desde la puerta de los
roperos, paredes del dormitorio, coronando los grandes muebles del comedor, hasta
en los aparadores de la cocina. Me sentía vigilada por ellos que se levantaban
ante mí aumentando mi pequeñez.
Para refugiarme de su control, me
amparaba en el segundo patio, no tan grande y donde daban las pequeñas
habitaciones que eran de dominio de la empleada de la abuela, María, que vivía
allí y desempeñaba todo tipo de tareas.
El comedor principal era escenario de
las grandes reuniones familiares y cada soplo de vida que allí se generaba era
reflejado por los espejos. Todo lo que allí pasara era recreado por ellos que
absorbiendo vidas ajenas las almacenaban en su interior dejando un registro de
historias pasadas. Cualquier rayo de sol que se colara por las altas puertas de
las habitaciones, desencadenaban un carnaval de chispas, mascaritas de colores,
que rebotando en las paredes estallaban en arco iris agonizantes.
En realidad yo me veía de cuerpo entero
en alguno de ellos y, con la ayuda de un banco donde trepaba, me acercaba a los
más altos. Me parecía una casa de gigantes. ¿Por qué todo era tan alto allí? ¡Había
tanto para tocar y curiosear entre los brillos y las sombras! Los cajones del
tocador fueron saqueados muchas veces y el ropero de la abuela, que era mi
preferido, me daba gran trabajo, porque no llegaba a los estantes donde estaban
las cosas más atractivas. Sin embargo, los deseos eran satisfechos por la misma
dueña que ponía a mi alcance sus mejores prendas para que yo me disfrazara y
paseara por la casa haciendo sonar sus tacos chancleteados sobre la pinotea
oliendo a cera de las habitaciones. Todo era deslumbrante y nada se me negaba.
Había que disfrutarlo porque obviamente nada de eso era permitido en mi propia
casa.
Podría pensar que aquellos pesados
espejos fueron los más consultados para la toma de decisiones; los sombreros de
la abuela tenían que tener su consentimiento para ser usados; el lugar elegido
para que el árbol de navidad se multiplicara y causara asombro entre las
visitas; con qué labial de la abuela pintarrajeaba mi cara y qué joyas lucía en
mi cuello antes de ir a jugar ; la pollera plato o tubo de la ropa de María
para salir en domingo; cada cual se asomaba a ellos y veía lo que cada uno
quería ver.
Un día se quedaron solos y se fueron
cubriendo de polvo pegado a la humedad. Solo la línea fina que va dejando el
pasaje de un dedo pone al descubierto unas horas de su brillo.
Cuántos
de nosotros, hoy, quisiéramos ser Alicia y atravesarlos para encontrarnos con
las imágenes añoradas, los recuerdos de años muertos, la juventud que tuvimos.
Cuantas imágenes deben guardan esos cristales. Las que volverían a revivir cuantas cosas olvidadas por el paso del tiempo.
ResponderEliminarHermoso. Un abrazo.
María Elena, estoy anonadada ¡¡excelente tu relato!!, tu visión de niña le dan vida y participación a esos espejos y esta reflexión última sobre todo lo que guardan, me eriza la piel. ¡¡Te felicito!!
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