Por Alberto Matías Nicolorich
Comienza esta narración, entremezclada con varios tópicos de
imágenes imborrables en mi mente que marcaron a fuego mi hermosa niñez,
compartida con primos, tíos, amigos con los cuales se desarrolla esta historia
Corría el año 1950 y con mis primeros cinco años pasan por
mi mente pantallazos de una niñez vivida a pleno, pues mi casa y la de mis
primos de Rosario era el lugar de encuentro de nuestros padres y nosotros casi
todos los fines de semana; y entre los muchos primos de todas las edades que
nos juntábamos, transcurría nuestra vida en esa hermosa casa de dos plantas que
mis tíos alquilaban en pleno Bulevar Oroño y Córdoba, frente al colegio
Marista.
En planta alta vivían mis tíos con sus hijos, dos mujeres y siete
varones, y en la de abajo también tíos con cinco mujeres y un varón. Cuando nos
juntábamos a comer éramos un batallón de chicos corriendo por todos los
rincones de la casa, pero todo era cuestión de organización. A la hora del
almuerzo, armábamos equipos para poner la mesa, otros para levantar los platos
y los más grandes a servir. Todo trascurría en forma ordenada y mientras los más
grandes lavaban, nosotros salíamos a jugar.
También ocurrieron dos acontecimientos que me marcaron, uno
el fallecimiento de mi tía Mari, que se la veló en la cama y todos a su
alrededor. Y el otro, de alegría, el casamiento de mi tía Margó, la menor de
las hermanas de mi madre, que también se realizó en la casa de arriba.
En el bulevar, las palmeras a la tarde esparcían su sombra
sobre nuestras cabezas y veíamos todo tipo de formas, que se iban adueñando del
atardecer, hora en que infaltablemente pasaba el Barquillero, ese personaje que
esperábamos alborozados. Cuando escuchábamos su silbato agudo y su típico “Bar…
qui… lleroo”, lo esperábamos ansiosos. Venía de calle Santa Fe hacia Córdoba,
vestido con una chaqueta blanca. No era muy alto, tenía cabello canoso y una
gorra tipo marinero, pantalones al tono y zapatillas o alpargatas blancas
El Barquillo era un tubo redondo de acero inoxidable y en la
parte superior tenía una tapa con una flecha que giraba sobre un tablero de
ruleta que tenía números del uno al tres y que, según dónde paraba la flecha,
era la cantidad de barquillos que te ganabas. Era una fiesta, pues todo se
compartía y nos sentábamos en los bancos o en el suelo a disfrutar y a contar
historias, algunas reales y otras inventadas de acuerdo a la imaginación del
que la relataba.
En esa época el colegio Marista tenia adelante, sobre el
bulevar, una cancha de futbol en la que hacíamos unos picaditos, luego de armar la pelota con trapos viejos o no tanto y
una media de muselina que siempre había en algún costurero.
Otras veces, íbamos con mi tío Luis al “Laguito”, que queda
en el boulevard y las vías, donde hoy se realizan las ferias. Allí, hacíamos
navegar un velero de tres mástiles construido por él por las aguas a veces
encrespadas por el viento; y, luego de disfrutar de la tarde, volvíamos
caminando a la casa.
Cuando caía la tarde emprendíamos el regreso a San Lorenzo
por la ruta 11, parte de pavimento y parte de tierra. Luego de un reparador
baño, cenábamos todos juntos y a dormir, mientras mis padres se quedaban en una
larga sobremesa.
Que lindo relato Alberto, un boulevard visto de otra manera, con esas antiguas casas mezclas de estilos, pero señoriales.
ResponderEliminarEl barquillero es una novedad para mi, lo oí nombrar pero nunca lo conocí. Celebro que tu niñez haya sido tan buena.
Un abrazo.
Me encantan las familias numerosas y lo que relatás sobre ellas. Felicitaciones!
ResponderEliminarSusana Olivera