Por José Mario Lombardo
Este relato fue publicado en el diario “Actualidad” de
General Villegas el 19 de agosto de 1995. En aquel año se recordaba la primera
función de cine realizada en París por los hermanos Lumiére en el Salón Indio
del Gran Café del Boulevard. Como hemos estado hablando sobre temas que se
acercan a algunas partes de este artículo, lo transcribo casi exactamente, solo
con pequeñas correcciones.
Ya desarrollada brevemente la historia de la historia, aquí
comienza la película:
A las seis de la tarde, en un lunes de pleno invierno, el
sol ya se ha ido. A las seis de la tarde empieza la función de vermú en el Cine
Teatro Español.
Hoy lunes dan: el noticiero, un capítulo de la serie en
episodios del “Capitán Márvel” y después del intervalo una de terror en blanco
y negro: “La tumba de la momia”. ¡Casi nada!
Como ayer falté al matiné por razones de fuerza mayor, pues
jugaba Eclipse y el domingo pasado el Capitán Márvel había quedado atado a las
vías del ferrocarril con el tren viniendo de frente, la única posibilidad que
yo tenía de ayudarlo era viniendo el lunes. Y aquí estoy. Antes de entrar me
compré unas pastillas de menta en el quiosco de don Pedrín. Los días lunes
siempre está don Pedrín. A mí me conoce y siempre me da saludos para mi viejo,
pero hoy no está. Está el hijo. El arquero.
Yo, como don Fábrega, me siento siempre en la misma butaca,
casi en el centro, tirando hacia la izquierda de la pantalla. El gallego me ve
y se viene a sentar conmigo. El gallego es un gran amigo. Hicimos el primario
juntos en “La 17” y, ahora, como va al “Nacional” y yo no, nos encontramos de
vez en cuando aquí, en el cine.
Comienza “El Nodo” y el gallego ataca mis pastillas de
menta. El Generalísimo Franco, en la pantalla, inaugura la obra hidroeléctrica
correspondiente. Siempre inaugura una obra hidroeléctrica. Después viene “San
Fermín” y los toros corren a unos tipos vestidos de blanco con los pantalones
arremangados y pañuelos al cuello supuestamente rojos (Recordar que todo es
blanco y negro en la pantalla). Al final, aparece el alcalde muy ufano con la
flor de siempre en la solapa y, acompañado por la banda municipal, felicita a
los heridos.
En el Noticioso Argentino hace como dos años que no aparece
Perón. Pero no faltan: los festejos boquenses en la Bombonera –¡Para mejor
Boca!– después de ganarle un clásico a Racing sobre la hora; un tipo que
fabrica bandoneones no sé dónde y la última etapa del Gran Premio del año
pasado. Se abalanza el caballo y fin del noticioso.
Cuando el Gallego tira el papelito de la última pastilla,
aparece el Capitán Márvel atado en las mismas vías y lo está por amasijar el
mismo tren del domingo pasado; pero a último momento logra desatar el meñique
de la mano izquierda, se suelta y gira como una luz antes de que lo enganche el
miriñaque de la locomotora.
Ocurre que giró justo para el lado de allá y salió volando
rasante… ¡Por eso, el domingo no lo vimos!
El Gallego, que sin pastillas no se aguanta, sale a comprar
otro paquete. Cuando vuelve, ¡otra vez el Capitán Márvel atado como un salamín!
Esta vez una cinta transportadora lo lleva irremediablemente hacia una cierra
circular enorme.
Se acabó. Continuará. Si no vengo el domingo que viene, al
pobre Capitán me lo dividen en dos.
Intervalo. Salida al hall. Visita al baño. Repaso de la
cartelera y vuelta a la butaca. Afuera, en la noche cerrada, ya helaba. Tan
temprano y ya helaba.
Empieza la película. Los títulos son más oscuros que la
noche, los nombres de los artistas hay que adivinarlos y la música es más un
presentimiento que un arte de combinar sonidos. En la primera escena nomás, el
profesor y la hija se meten en la tumba de Tutankamón o algo parecido, que está
más oscura que los títulos, y se chocan con un sarcófago. El profesor haciendo
una fuerza bárbara, le levanta la tapa, entonces, abriendo los ojos con
asombro, le dice a la hija que ha encontrado ¡una momia!
Aquí, voy a aclarar que, a pesar de la oscuridad, alguien
espía. Son unos morenos vestidos con unas ropas parecidas a las de aquellos
hindúes que mataban a Gunga Din en otra película; pero que sin embargo allí
estaban y con cara de pocos amigos, porque cuando el profesor se va con la hija
y con la momia, los tipos hacen blanquear en la terrible oscuridad, los ojos,
los dientes y esgrimen unos puñales así de largos. En la cabeza me parece que
llevan un turbante blanco.
La película, en verdad, me tiene un poquito inquieto.
Girando disimuladamente la cabeza, observo que el Gallego se ha deslizado por
la butaca y tiene la nariz a la altura de las rodillas, adoptando una posición
muy dificultosa como para poder mirar. Además ha dejado de comer pastillas.
Ahora se come las uñas.
El profesor con toda la comitiva –porque, lógicamente, lo
acompaña una comitiva– se ha vuelto a Londres trayendo consigo a la momia.
Esto, contra la opinión de la mayoría que supongo quería que fuese enviada por
encomienda, y la mía, pues yo hubiera dejado que se quedara tranquilamente en
su sarcófago acompañada por sus amigos de turbante.
Londres también está muy oscuro y además muy frio, porque
hace un frío en el cine que debe venir de la pantalla y para completarla
siempre es de noche en la bendita película. Por eso, debe ser que ni el profe ni la hija ni la comitiva se dan
cuenta que son vigilados, que son observados... ¿Por quién? ¡Por los tipos de
turbante! –también se vinieron para Londres los de turbante–.
El Gallego se incorpora animándose a mirar un poco, justo
cuando el jefe de los de turbante que no usa turbante, sino que viste sombrero
negro tipo hongo bastante inquietante, pone unas hojas que parecen de
eucaliptus o de laurel dentro de un jarro con agua hirviendo: mucho vapor,
mucha oscuridad, nada de sonido, nada de música. En otro plano, un inglés de la
comitiva en su habitación, fuma tranquilamente mientras simula leer –digo que
simula porque con esa luz no me va a decir que está leyendo–. Aparece otra vez
el de sombrero negro todavía con el tarro de agua hirviendo y no tiene mejor
idea que acercarse a la momia que está plácidamente acostada en una especie de
catre. Qué ganas de molestar, si se le vuelca el agua y la quema no me imagino
qué puede pasar. Pero pasa: con los vapores la momia comienza a moverse. Mueve
los dedos, la mano, el brazo y, por fin, ¡se sienta cómodamente en el catre!
¡Mamita! ¡Con los vahos de eucaliptus resucitó Tutankamón!
El gallego desaparece abajo del asiento. Yo me tapo un ojo y
miro con el otro, porque me han explicado que se logran interesantes efectos
ópticos.
Pero la película no da respiro: por una ventana se ve al
inglés que fuma y lee. La imagen se va agrandando; mientras se escuchan
extraños sonidos de pasos: sshhic… tang… sshhic… tang. Se darán cuenta que ese
ruidito molesto lo produce la momia, porque parece que Tutankamón era rengo. Se
me cierran los ojos. Dicen que el frío da sueño.
Cuando se me abren los ojos, el inglés ya es finado. Hay una
mano crispada en la pantalla y el ruidito se aleja. Este Tuntankamón debe ser
medio rencoroso, no le ha gustado para nada el clima londinense y se lo nota
muy molesto.
La película es cada vez más oscura, el cine está cada vez
más oscuro y se me ocurre que la noche ha de ser cada vez más negra. Me siento
solo y estoy solo. El Gallego no está. Tanteo debajo de su butaca y no está.
¿Se fue? Encuentro un pedazo de uña. Debe ser del Gallego.
El profesor y la hija no acaban de salir del espanto
producido por la muerte de su compañero y ya el de sombrero negro insiste con
los vahos de eucaliptus. La momia, que otra vez está acostada vuelve a
sentarse. La noche de Londres es tan oscura como la que me espera a la salida y
no sé con cual quedarme. La momia camina (sshhic… tang… sshhic … tang) por la
veredita del chalé del profesor y va perdiendo los vendajes hechos seguramente
con gasa de muy mala calidad. En cualquier momento Tutankamón se nos queda en
cueros. ¡Y con el frio que hace! La hija del profesor está en su habitación en
el mejor de los mundos, yo estoy mudo y en el cine debo estar solo. ¿Quién le
avisa que la momia se le viene al humo? ¡Nadie! Para completar la escena, la
piba, frente al espejo comienza a ponerse una extraña crema blanca en la cara
parecida a la manteca derretida y por detrás de su imagen reflejada, aparece
¡la imagen de La momia!
Con el tremendo e inesperado alarido de la hija del
profesor, salgo despedido hacia los pesados cortinados del fondo. Ahí, me doy
cuenta de que no estaba solo, en las últimas butacas una pareja no se interesa
mucho que digamos por lo que ocurre en la película, el acomodador duerme
apuntando los pies hacia la estufa y el Gallego, arrodillado al final del
pasillo y aferrado a las cortinas, pide perdón a los cielos por haber
concurrido al cine un lunes de invierno.
Ya no me detengo a averiguar qué diablos pretende hacer el
director de la película con esa maldita momia, con el profesor, con la hija y
con la salud de la población. Salgo al hall del cine que es un desierto. Hace
mucho frío porque estoy temblando. Afuera la noche es negra. Adentro la
película es más negra todavía. Yo me voy. Me las tomo. Salgo a la vereda y el
hijo de don Pedrín mira el reloj extrañado: “Falta para el final”. ¡Claro que
falta!, pero no me voy a agotar en explicaciones. Tengo frio y basta: Me voy.
¡Y no puedo dejar de temblar!.
Camino solo y aterido por esas calles frías y oscuras,
porque hasta las vidrieras de los negocios están apagadas. No hay un alma en el
centro. Cuando estoy por llegar a la esquina de la tienda creo percibir una
especie de shhic… tang… shhic… tang. No. Ya es demasiado. No me animo a llegar
a la esquina. El ruidito va creciendo. Para mí que me quedé dormido en el cine
y estoy soñando. Pero no. Ahora hasta veo una sombra larga que se va acercando
a la esquina por la calle transversal. ¡Mamita! Me subo al escalón de la
vidriera y me quedo pegado a la persiana de la tienda mientras la sombra se
acerca: shhic… tang… shhic… tang. Entonces, cuando parece que ya no hay salida.
Cuando estoy pensando seriamente en volver sobre mis pasos y meterme de nuevo
en el cine, aparece un hombre encorvado sobre su bastón arrastrando penosamente
su pierna derecha. Cuando me ve me dice sorprendido: “¡Que susto me diste!,
está tan oscuro que no te reconocí. Dale mis saludos a Pepe”. Yo salgo
corriendo como si me persiguiera la momia mientras le contesto a los gritos:
“Serán dados don Pedrín. Serán dados”.
Don
Pedrín iba al quiosco a remplazar al hijo. Al arquero.
Aquí demuestras tu vena de escritor, muy bueno.
ResponderEliminarUna abrazo
me encantó..........................muy buen relato ¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡¡
ResponderEliminarJosé Mario, qué bien pintada la situación y qué divertida ¡¡
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