Por María Victoria Steiger
¡Hola, acá otra vez Victoria!
Después de las últimas novedades de casa, como les dije,
vivimos dos o tres años más en la casa grande.
Mi hermano, creciendo bien y aprendiendo las “indiadas” que
nos encargábamos de enseñarle.
La casa no era chica para tantos, pero mis padres decidieron
cambiar de barrio y usarla para un emprendimiento.
Supongo que también fue porque ya estábamos más grandes y
teníamos que empezar a movernos solas en la calle.
Ese barrio no era lindo, era muy comercial y tenía una
parada de ómnibus interurbano en la esquina. También había un boliche de
estación, que juntaba mucha gente en la espera, donde corría bastante vino y
algo para comer. En algunos horarios había unos cuantos “alegres”.
Mis padres buscaron un buen tiempo. Nadie quería alquilar a
una familia con tantos chicos. Además, la casa tenía que ser grande y a un
precio razonable.
Cuando vieron una que les gustó, los dueños quisieron
conocer a toda la familia.
La “consigna” era: las mayores catorce, trece y doce con
unos taquitos poco altos que ni sé de donde aparecieron, supongo que eran prestados
de alguna amiga de mi hermana mayor que si los usaba.
Las menores, con vestiditos iguales que eran los de los
domingos; y mi hermano, de camisa y con el pelo re aplastado. Nosotras no debíamos hablar o preguntar nada salvo
que nos hablaran a nosotras.
En realidad, visto a la distancia parecíamos disfrazados.
La visita a la casa fue toda una excursión. No quedaba lejos,
pero sumado a los preparativos resulto eterna.
Nos portamos bárbaro y hasta nos felicitaron. Ahora,
teníamos que esperar si nos la alquilaban.
Les cuento de la casa: estaba cerca del parque General San
Martín, que es el camino al Cerro de la Gloria, ¡un barrio muy lindo!
La novedad era que tenía dos plantas; tres dormitorios y
baño arriba y living comedor, cocina, un pequeño escritorio y otro baño chico
abajo más un patio grande y garaje, que terminó siendo el comedor diario.
Por supuesto, empezó la lucha sobre qué dormitorio queríamos
y con quién dormiríamos.
Todo eso no duró nada. Mis padres cortaron el tema
rápidamente.
Las tres mayores, juntas; y los cuatro chicos, al cuarto más
grande y con cuchetas. Mis padres, a la tercera pieza, que estaba más cerca del
baño. La posibilidad de elección quedó absolutamente descartada.
La mudanza fue dura. Unos días antes trajeron unos canastos
grandes para ir acumulando las cosas. Mi mamá y papá trabajaron más de noche
que de día, porque con todos dando vueltas y la necesidad las comidas era casi
imposible hacerlo.
También nosotras colaboramos en varias cosas. No era fácil,
pero aprendimos a envolver los platos y vasos que llegaron todos sanos. Los libros
iban en otro canasto y la ropa fue todo un tema. Mi mamá no quería que fuera
directamente a los canastos, porque se ensuciaba y, claro, decía que no sabía
cuánta mugre traían. Siempre fue exagerada con la limpieza y a mí se me pegaron
esas “mañas” también; así que iba todo envuelto en sábanas.
El día de la mudanza fue bravísimo. Todos estuvimos levantados
y vestidos a las seis de la mañana, hora en que venía el camión. Llegó muy
puntual y en muy poco tiempo se cargó todo, lo que parecía imposible con la
cantidad de cosas. Entre canastos y muebles no se veía lugar libre.
Cuando terminaron de subir todo, la casa se veía enorme y,
como sin vida. Me dio pena; pero igual teníamos todas ganas de empezar otra
etapa.
¡Llegamos a la casa nueva! Y… a trabajar.
Con la misma rapidez los empleados de la mudanza bajaron
todo, pusieron los muebles donde les iban indicando mis padres y todos los
canastos entre la cocina y el living.
Bueno, eso parecía una cosa imposible de describir.
Los de la mudanza se fueron y… casi todas teníamos ya que
hacer. Lo primero fue armar la cocina. A mí me tocó con mi mamá. Hacía un
tiempo ya era encargada de cocinar en algunos turnos. Las otras chicas fueron a
subir la ropa y tratar de ponerla por habitación. Después, mamá iba a ordenar
los placares o roperos.
Papá volvió a la casa a buscar las últimas cosas. Pobres,
habían quedado “solos” el canario, el perro y un gato al que habían encontrado
en la calle y, como éramos “pocos”, mi padre trajo a casa.
Además, él quería dejar todo bien cerrado.
Cuando papá llego, la cocina casi estaba lista y ya se
habilitó el mate. ¡Era como que todo empezara a funcionar mejor! Mate va mate
viene, tomaba color y olor a una casa.
Tardamos unos cuantos días en ordenar; pero las camas ya
estaban armadas a la nochecita. Al medio día, sándwiches para todos; y, a la
noche, ya una rica comida que ni podría acordarme que fue pero todos estábamos
“muertos”. Ya nos daban un dedo de vinito con soda y a estrenar el nuevo
dormitorio.
El gato desorientado cayó a los pies de mi cama y el perro fue
a lo de mi hermano.
Mis padres se quedaron un rato más charlando abajo.
Estaban planeando un nuevo negocio. Mi papá quería poner un
criadero de pollos en la casa grande y el local de venta adelante. Era el
“boom” de los pollos híbridos doble pechuga y con eso pensaba salir adelante.
Al principio, fue mucho trabajo, pero marchaba bastante bien. Mi mamá lo
ayudaba, nos dejaban en el colegio y se iban para el negocio. Los sábados, que
se vendía mucho, nosotras quedábamos en casa. Yo me hacía cargo del almuerzo; y
las otras ordenaban y cuidaban de los más chicos.
Nos habituamos rápido a la casa nueva. De a poco y de a dos,
empezamos a ir al centro solas. Estaba bárbaro y caminábamos muchísimo.
Teníamos hora para volver, si no la cumplíamos se acaban las salidas, así que
llegábamos un poquito antes y casi diría corriendo.
Estuvimos tres años en esa casa. Mi papá no andaba bien de
salud y empezamos a planear la vuelta con todos a Rosario.
Si esa mudanza fue dura, la que nos esperaba fue más que
durísima. Dejamos todos nuestros amigos, colegio y mis comienzos en la
Universidad de Mendoza.
Pero lo dejo para el próximo relato.
Las mudanzas saben ser muy duras, especialmente para los más chicos. La que contás parece ser algo que todos tomaron con entusiasmo. Muy original el tema.
ResponderEliminarsusna o.