Diana Kallmann
Llegaron de Galicia, España, expulsados por la Guerra Civil, por el hambre
o por ambas cosas. No sé exactamente cuándo ni por qué, mis recuerdos son
borrosos, se remontan a mis cuatro o cinco años. Supongo que habrán pisado la
Argentina entre 1930 y 1940. Se afincaron en Riglos (La Pampa), en un enorme
terreno donde construyeron su casa y otra modesta que nos alquilaban. Tuvieron
dos hijos. Cuando llegamos, en los años 50, ya no vivían en el pueblo, se
habían ido a Buenos Aires, ya casados. Doña Encarnación y don David vivían
solos en la casa grande y alquilaban también alguna habitación que les sobraba
a trabajadores eventuales que llegaban al pueblo.
Don David cultivaba verduras en una quinta que en verano daba zapallitos,
chauchas, choclos, albahaca, perejil, lechuga, tomates, frutales y todo lo que
podía crecer en esas tierras siempre amenazadas por el viento y las heladas
invernales. Don David vendía las verduras a la gente del pueblo, algo que a mamá
le encantaba porque las cosechaba en el momento en que las pedíamos. Nos
mandaba a la mañana a comprar con un papelito, dinero y una bolsa. Lo divertido
era seguirlo a la quinta, un lugar prohibido para nosotras porque, pese a que
estábamos a pocos pasos, a don David no le gustaba que anduviéramos por allí. Nos
encantaba ver los almácigos a la luz brillante de la mañana. Lo seguíamos
haciendo equilibrio entre una hilera y otra para no pisar los canteros, bajo la
mirada siempre vigilante del viejo. Cuando regresábamos con la bolsa, mamá
celebraba el aroma de las verduras recién cortadas y las desplegaba en una
mesada del patio para lavarlas, entre baldes y coladores.
Doña Encarnación permanecía recluida en su cocina casi todo el día. De allí
salían olores sabrosos y desconocidos para nosotras. Hacía papas fritas en
grasa, algo que no se usaba en nuestra casa, y guiso de lentejas. Atraídas por
el aroma, nosotras comenzábamos a revolotear por allí y ella nos convidaba sus
delicias.
En verano hacía dulces y conservas para el invierno. Como era de esperar,
sobraban las frutas y verduras. A diferencia de su marido, doña Encarnación era
generosa y le gustaba darlas a quienes las apreciaban. Cuando el viejo hacía la
siesta, ella abría la ventana que daba a nuestro patio y susurraba, “Doña Cata,
doña Cata”, llamando a mamá para entregarle una fuente repleta de los frutos de
la quinta. No aceptaba el agradecimiento de mamá, levantaba una mano y decía “hala,
hala”, como indicando que no tenía nada que agradecer.
Años después me pregunté si don David habrá sido tan temible como lo imaginábamos
nosotras. Serio, enjuto, un tanto hosco, hablaba poco y parecía que solo se
comunicaba con las plantas. Sin embargo, a pesar de todos sus reparos en el
verano nos dejaba bañarnos en el tanque australiano que estaba cerca de los
cultivos, amparado por una higuera. Pasábamos largas horas allí con mi hermana
y nuestra amiga Irma, divirtiéndonos y saltando como locas. Supongo que sabía
que sacábamos higos de las ramas que daban al tanque, pero nunca nos dijo nada.
Creo que cuando se cansaba de nuestros gritos abría el agua del molino, que salía
helada, pero nosotras no nos achicábamos y seguíamos en el tanque hasta agotarnos.
Cuando salíamos, alrededor de las seis o siete de la tarde, mamá nos
esperaba con una ensalada de tomates y aceitunas verdes que nos encantaba.
Nunca más encontré el sabor de aquellos tomates de la quinta.
Doña Encarnación conversaba en la ventana con mi mamá, escuchaba sus voces,
pero nunca presté atención a lo que decían. Creo que ella recordaba cosas de su
España natal y se las contaba a mamá, que a su vez hablaría del campo donde se
crió. El clima y las cosas cotidianas seguramente formaban parte de esas
conversaciones. Mientras jugábamos, escuchábamos frases y palabras sueltas que
no nos interesaban.
Una mañana de invierno, mamá conversaba con ella en la ventana, supongo que
se quejaban del frío, de la helada que había caído y había blanqueado el patio,
la quinta y todo lo que nos rodeaba. En casa estaba calentito, papá había
acondicionado la estufa de querosén para evitar que diera olor, algo que
sentíamos en muchas casas de nuestros amigos del pueblo y nos molestaba. El
querosén era el combustible que más se usaba, para calefacción, para la cocina
y también para una heladera que prendían en verano y nunca entendí por qué para
fabricar frío se necesitaba esa llama.
Pese al frío, ellas estaban conversando en el patio y nosotras aprovechamos
para salir un rato. Entre todas esas palabras, de pronto una frase resonó en
mis oídos y me impresionó. Doña Encarnación decía: “Y, doña Cata, no nos
podemos quejar, llegó el invierno, al frío no se lo come el lobo”. Qué quería
decir con eso, porqué hablaba de lobos si nunca habíamos visto uno. Preocupada,
le pregunté a mamá dónde había lobos. Me explicó que en España, donde había nacido
doña Encarnación, en invierno hacía mucho frío y bajaban los lobos en busca de
alimento. Ella se había criado en el campo y había pasado mucho frío. Desde
entonces, cada vez que la miraba mientras sus manos se movían en la cocina, me
venía a la mente la solitaria imagen de una niña caminando por la nieve, con un
pañuelo negro en la cabeza y con mucha ropa. En verdad solo había visto la
nieve en las ilustraciones de aquellos enormes libros de cuentos que mis padres
compraban a un vendedor que visitaba Riglos todos los meses. Pero desde ese
día, doña Encarnación se transformó en la protagonista de todos los cuentos con
campos nevados.
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