lunes, 4 de julio de 2022

"Paraíso florido"



Graciela Pereyra



Dieciocho tenía ella, él unos años más. De regreso de la Luna de Miel a Tucumán, arribaron a Ceres, esa ciudad pequeña santafesina en el límite con Santiago del Estero adonde él fue trasladado como ferroviario. Pensaron entonces “estamos de paso, nos quedaremos un tiempito y luego volveremos a nuestros pagos”. Un año después yo nacía, la primogénita de la feliz parejita, y tres años después mi único hermano. Y crecimos en la “Diosa del Cereal”, naturalizando todo lo que ocurría en nuestra feliz infancia. Teníamos poco, pero lo teníamos todo. ¿En qué calle vivíamos? No importaba. Nadie nombraba las calles, no era necesario. Si alguien nos preguntaba por algún lugar, le decíamos a tres cuadras de la plaza, de la diagonal a la izquierda, de los Rodríguez la casa que sigue, o queda del otro lado. Esta expresión tenía relevancia para los paseos, porque el ferrocarril atravesaba la ciudad dividiéndola en dos partes, transformándose en referencial, las salidas eran ir al “otro lado”.

Nosotros vivíamos en una casa pequeña con un gran patio que tenía un hermoso paraíso que daba una frondosa sombra y fue testigo de nuestros creativos juegos de la infancia. Ya de grande me enteré de que el nombre de nuestro barrio era justamente ese: “Paraíso Florido”. La gente era amable y simpática. Todo el mundo se saludaba, se charlaba en la vereda y algunas veces invitaban a ver televisión los que tenían el privilegio de tenerla.

Así es, que lejos de abuelos, tíos y otros familiares, los atentos y cordiales vecinos ocuparon un lugar importante en nuestras vidas. En especial, “doña Elena”, una señora alta de tez blanca, ojos azules y linda sonrisa. Ella fue un poco mamá de mi joven mamá. La que la auxilió cuando acongojada por el llanto le contó que se le había quemado su primera comida. La que le prestaba la tacita de azúcar o lo que le hiciera falta. La que con la charla amena mitigaba el dolor de las distancias y las ausencias de familiares que vivían lejos, de mi papá cuando su trabajo lo llevaba a otros lugares. Ella vivía dos casas de por medio de la nuestra, caminito que yo recorría con cierta frecuencia. Una puertita siempre abierta daba a un pequeño jardín a la entrada y un pasillo lateral me llevaba a su cocina. Detrás de una mesa grande, en una pequeña alacena guardaba siempre algo rico con lo que me sorprendía. Por entonces yo era una niña muy tímida. Así fue como una vez, al llegar a su casa, oí que tenía visitas, entonces empecé a caminar hacia atrás para no ser vista y silenciosamente para que ser escuchada. Lo que no había previsto era la presencia, a un costado, de un fuentón con agua al que caí produciendo un gran alboroto. Más allá de su sorpresa y atención, regresé mojada, avergonzada y sin dulces. No fue así otra vez en que Doña Elena sacó de su mágico mueble dos porciones de torta, una para mí y otra para que se la llevara a mi mamá que estaba enferma. De regreso a casa, comí felizmente mi parte y al llegar a la puerta de entrada estaba sentado un pequeño perrito del barrio. Con mi inocencia de niña, pensando que no quería dejarme pasar, con la mano extendida intenté desesperadamente negociar con él con un “tomá tota Lulú… tomá tota Lulú”, sacrificando así la porción de torta de mi mamá. En realidad, con el paso del tiempo, ya no distingo si este es un recuerdo genuino o selectivo de la memoria por la repetición en el tiempo de la graciosa anécdota. Pero sí es claro el recuerdo del cariño inmenso que la niña que fui llegó a sentir por quien, sin tener lazos de sangre, se ganó un lugar importante en mi memoria afectiva.

Tuve una infancia feliz, con libertad y alegría.

Los chicos jugábamos en las cuatro esquinas, a las escondidas, a la liebre, corríamos sin ninguna preocupación. Las chicas más tranquilas, a la maestra, a la mamá, a las payanas, a hacer tortas de barro con ladrillo molido como repostería, a hacer collares con flores de paraíso. Era común avisar que se iba a jugar a casa de una amiguita o que ella vendría a la nuestra; pero, eso sí, nunca a la hora de la siesta que ¡era sagrada! Todo el pueblo se aquietaba por un par de horas cuando el calor se adueñaba de las calles. Era una costumbre tan arraigada como festejar los carnavales con todo el vecindario. ¡Lluvia de baldes de patios vecinos! La sorpresa y la risa. Las carrozas tan creativas. Era todo tan familiar, la charla en sillones hamaca en la vereda, las bicicletas estacionadas afuera, las puertas sin llaves… mi barrio, mi querido pueblo de la infancia… era todo tan naturalmente familiar, que no se tenía conciencia de que podría ser distinto en otros lugares, en otros tiempos.

Así fue como la vida siguió transcurriendo y el “estamos de paso” quedó desdibujado en el tiempo. Pero aquellos niños que fuimos crecieron y la necesidad de ampliar horizontes llevó a mi padre a pedir traslado a Rosario con su familia, lo que se dio veintiún años después de llegar a esa ciudad cálida y tranquila. No fue fácil el traslado, la casa no se podía vender rápidamente lo que obligó a mi papá a quedarse en Ceres y a viajar; a mi hermano y mi mamá alquilar en Rosario; y a mí, que ya estudiaba en Rafaela, a viajar en búsqueda de mi familia, que circunstancialmente por primera vez estaba separada.

Rosario, hermosa ciudad que me deslumbró, pero también me asustó. En mis primeros viajes en tren, al llegar, recuerdo haber tomado en la estación un colectivo que pasaba por ese lugar. En mi pueblo no había. Estaba completo, lo que me obligó a viajar parada con mi gran valija. La falta de experiencia hizo que me sorprendiera el arranque y la inercia hizo que cayera sentada sobre la falda de la señora que estaba en el primer asiento. ¡Qué papelón! Al levantarme rápidamente sonreí pidiendo disculpas y me sorprendió la falta de respuesta de la señora que seriamente me miraba. Fue difícil adaptarme. No comprendía por qué la gente no se saludaba al cruzarse en la calle, yo lo seguía haciendo aún cuando me subía al colectivo y la gente me miraba de un modo extraño. No comprendía la prisa de tantas personas apuradas caminando por la peatonal. ¿Adónde irían? ¿Qué preocupaciones, historias de vida tendrían? Recuerdo haber sufrido dolor de cabeza durante casi un año por los ruidos y la multitud. Tampoco comprendía la indiferencia de la gente que pasaba rápido al lado de personas tiradas en la calle pidiendo.

Pasaron muchas décadas desde entonces. Y aunque cada tanto voy a mi pueblo natal, hoy amo a esta ciudad de adopción que me dio tanto. Parte de mi familia y muchos amigos nacieron aquí. Vivo en un edificio muy grande, que se transformó en mi propio barrio. Saludo, charlo y convivo. Hoy sí importan los nombres de las calles. Y aunque me costó ponerle llaves a la puerta y duele cada vez más la inseguridad, me acostumbré a los ruidos y a los hábitos de la ciudad. Más allá de toda etimología, hoy siento que el barrio son el alma y sentimientos que radican en uno y comparte con una pequeña sociedad en el lugar que se está y/o uno elige para transitar los días. Sin fronteras, en un pequeño pueblo o en una gran ciudad el barrio es un ámbito que ayuda al crecimiento personal desde la similitud, diferencia y el afecto.

3 comentarios:

  1. Me encantó Gra..recorrí Paraíso Florido con vos!!!👏👏👏

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    1. Hermoso relato, describe perfectamente nuestras costumbres en el pueblo y moviliza sentimientos guardados.Congrats!

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  2. Hermosísimo Gra!!! Recorrí tu Ceres querido junto a vos , al mismo tiempo recorrí mi pueblo, Funes y recordé anécdotas parecidas. Gracias! 😘

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