Susana
Olivera
… por ahí, por 1953, cuando yo tenía diez
años y era la mayor de los hermanos y mi hermano más joven no había nacido
todavía pero mamá ya tenía una hermosa panza… y empezaba el invierno, y hacía
fresco y ya todos habíamos retomado las clases en la escuela…
—Papá, hoy es sábado…
¿nos llevás al parque?
—No, hoy no… estoy
limpiando las estufas y cargándoles el kerosene. Me parece que esta noche va a
hacer mucho frío. Hay que probarlas antes de llevarlas a las habitaciones.
—Mirá viejito, los tres
queremos ir… un ratito después de comer.
—Mañana domingo, si está
todo ordenado y los deberes hechos y han
ayudado a su madre, a lo mejor…
Tarde de tareas. Meter en el ropero
todo lo que estaba sobre las sillas o por el suelo; invariablemente no cabía,
así que había que sostener con una mano las cosas adentro y con la otra cerrar
la puerta de golpe y meter la llave. Vigilar en la pieza de los hermanos que
hubieran hecho igual; ordenar los juguetes, lustrar los zapatos que usábamos
para la escuela, buscar medias iguales, terminar las cosas de la escuela…
El parque Independencia era mucho
mejor que la plaza, había juegos, el Laguito, el Palomar ¡y la calesita!
—Lleven estas masitas
para comer en el parque.
—No, mamá. No llevamos
nada, compramos todo allá. ¿Vos no venís?
—Me quedo a preparar la
“ejercitación” para toda la semana. Además, hay que almidonar y planchar los
guardapolvos. Vayan, vayan ustedes.
—Ufa, el almidón… Me
rasguña por todas partes…
Llegaba la hora. Papá llevaba su
habitual sombrero marrón, ¡saco y corbata!; y nosotros, ropa que no importaba
que se ensuciara.
Yo peleaba a brazo partido con los
hermanos para sentarme al lado de papá en esos asientos con listones de madera
para dos pasajeros; por eso, era una de atropellarse y empujarse para ver quién
subía primero al tranvía, al tranvía amarillo, al 15. Si yo ganaba, no decía
nada, pero los miraba burlonamente y ellos me hacían gestos indicándome que
después me la cobrarían. Qué me importaba. Papá, a mi lado, papá querido.
Venía el guarda a cobrar los boletos.
“¡Boletos! ¡Boletos!”. Tenía una maquinita redonda que colgaba de su cinturón. De
ella iba cortando uno a uno los papelitos que indicaban que ya habíamos pagado.
Guardaba el dinero en una pequeña cartera de cuero sujeta también a la cintura.
Otra pelea con los hermanos: arrebatábamos los boletos para ver si había alguno
capicúa. Papá se conformaba con un “¡bueno, basta!”. Pero no terminaba allí.
Había que hacer sonar la campanilla que avisaba al motorman que nos bajábamos.
El motorman estaba adelante, en una cabina vidriada y manejaba el tranvía con
dos palancas que hacía girar en redondo.
Estaba alto el cordón, por eso tenía
lengüetas de cuero cada dos asientos, que caían para hacerlo más accesible. Al
sacudirlas movía un brazo que golpeaba el timbre…así que saltábamos para
alcanzar las lengüetas y lógicamente, el timbre sonaba varias veces. Y con
violencia. “Descender por la puerta trasera”, decía y todo el tropel iba hacia
atrás…
Cada paso, era toda una aventura que
gozábamos con una alegría infinita, como cuando uno lee un cuento que sabe de
memoria y disfruta, anticipando lo que viene más adelante…
Primero, los juegos.
Papá nos hamacaba a los tres, y era
otra competencia para ver quién iba más alto. Yo ya sabía hamacarme sola, pero
no decía nada porque me encantaba que papá me hamacara. Papá querido. Pero
después yo seguía sola y seguro, seguro les ganaba a todos.
El tobogán. Tan alto. Siempre me
tiraba con tanta velocidad que caía al suelo sentada y me quedaba sin respiración.
Papá me golpeaba la espalda para ayudarme. Cuando recuperaba el aire, corría a
los chicos que se habían estado riendo de mí, descomedidamente.
Después, el Palomar.
—¿Nos comprás semillitas
para darle a las palomas?
—¿Por qué no trajeron
miguitas de pan? Mamá quería darles algo para que trajeran.
—Un paquetito, uno solo,
y lo repartimos entre todos.
—Sí, como si yo no los
conociera.
Y teníamos cada uno su paquetito. A
veces, corríamos y tirábamos las semillas al aire, y era un revolotear de
pájaros sobre nuestras cabezas; otras, nos sentábamos y se juntaban las
palomas, y también gorriones y otros pájaros y era un rumor de alas y arrullos
de las palomas y nuestras risas y sonrisas de papá desde lejos… Papá querido.
—Tengo sed. ¿Compramos
jugo de naranja?
—Vamos, papá… allí está
el carro. Y está también el que vende tortas fritas.
El jugo de naranja venía en una copa
negra (debíamos devolverla). Creo que era de baquelita. Tenía adentro un vaso
de papel encerado que se tiraba después de usarlo. El jugo era exquisito. Se
vendía en un carro que se parecía un poco a lo que ahora llamamos “combi” o a
los carritos choripaneros. Lucía una naranja enorme en relieve a cada costado y
otra arriba. El que vendía tenía un delantal blanco y un gorro redondo también
blanco.
Nos sentábamos a la sombra en algún
banco y, con las chorreadas, nos endulzábamos la ropa y la vida.
El Laguito. Había dos etapas: la
primera era una vuelta en un barco grande, que hacía un recorrido por bajo los
puentes. Lo que causaba otra de empujones era que había que sentarse en los
bordes para poder pasar la mano por el agua mientras el barco andaba. La
segunda etapa, la más importante: papá alquilaba un bote a remo y ¡remábamos
nosotros! El peligro era cuando nos poníamos de pie para turnarnos en la
remada… El bote se bamboleaba y debíamos hacer equilibrio para no irnos al
agua. ¿Otro peligro? Acercarse demasiado a los barcos, que llevaban pasajeros
para recorrer el lago porque había oleaje y el bote se movía para todos lados y,
además, el peligro más serio, era la presencia de otros botes a remo conducidos
por chicos más grandes que nosotros Con ellos intercambiábamos insultos más o
menos gruesos y tratábamos de escapar remando a toda velocidad.
Y el final. La calesita.
—Dos vueltas para cada
uno y nada más. ¿Oyeron?
—Sí, total, después
sacamos la sortija…
Papá querido. Nos saludaba con la
mano cuando pasábamos, a veces, llevaba la mano al ala del sombrero y festejaba
si alguno había ganado la sortija. Yo esperaba la vuelta completa para volver a
saludar a papá con la mano y lo seguía saludando aun cuando la calesita ya
había terminado su giro y lentamente iba parando para que entendiéramos que se
había terminado el juego… sin sospechar entonces que cada vuelta me acercaba
más y más al final del juego, al final de la infancia, al adiós, a tantos adiós
que da uno en la calesita de la vida…
Susana, como siempre tus descripciones son impecables. Felicitaciones!
ResponderEliminarGracias, Ana María. Nos vemos el martes...cariños
ResponderEliminarSusana 4 veces "papá querido", es seguro que tu amor por tu padre era inmeso. La calesita de la vida, por suerte, sigue girando, Dios quiera que por mucho tiempo! Hermoso tu recuerdo !!!
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