miércoles, 22 de abril de 2015

Ángel

José Mario Lombardo

Por calle La Paz, entre Corrientes y entre Ríos, está el ingreso al Jardín de Infantes del Normal Nº 3. Durante varios años, allá por mil novecientos ochenta fui integrante de la cooperadora de esa institución. Recuerdo que una de las cosas que ayudamos a reacondicionar fue su patio. Hicimos un nuevo arenero, arreglamos los desagües perimetrales y también realizamos un mural con restos de cerámica de distintos colores sobre el muro que separaba el jardín del patio de la escuela.
Con el paso del tiempo, ese viejo muro se fue deteriorando y los directivos de la escuela y el jardín solicitaron al Ministerio de Educación provincial una ayuda para repararlo. Fue entonces que se propuso cambiar el tapial por un muro corrido de menor altura, pilares y un enrejado parecido al que tiene la escuela en su fachada.
Ya hacía unos años que yo no era parte de la cooperadora y me tocó en suerte, licitación mediante, hacerme cargo de la ejecución del nuevo cerco.
Acostumbrábamos con mi socio a recorrer diariamente las obras que teníamos en ejecución, porque considerábamos que, sin nuestra presencia, seguro que se cometía algún error o aparecía algún inconveniente o faltaba algún material para realizar los trabajos. En fin, nos suponíamos indispensables y nuestra gente estaba habituada a nuestra infaltable visita.
Una mañana llegué al Jardín y me quedé observando desde cierta distancia el avance del nuevo cerco. El primer patio, casi todo de arena, con el enorme árbol central que lo cubría totalmente con su copa, los senderos de entrada, el patio posterior de baldosas de cemento y las aulas laterales se conjugaban bastante bien con nuestro trabajo. Ya habíamos completado la parte inferior del cerco y ahora estábamos haciendo los pilares trabajando sobre andamios.
Sobre el andamio estaba Ángel. Ángel era uno de nuestros mejores albañiles: callado, casi ensimismado, solo interrumpía su trabajo para saludar o para escuchar alguna sugerencia. Si uno lo observaba, su trabajo parecía lento, parsimonioso, pero lo ejecutado por Ángel no tenía errores. Con el tiempo, comprendí que parte de su técnica era esa lentitud y esa lentitud le daba certeza a su trabajo.
Mientras pensaba en esas cosas, veía como desde el fondo del patio se acercaba muy decidida la señora directora…
Ángel siempre venía a su trabajo en bicicleta, una tipo inglesa de cubiertas anchas, guardabarros, frenos a varilla y un portaequipajes trasero donde traía la vianda, la cuchara de albañil y el martillo de carpintero. Vivía en la zona sur, en uno de los tantos asentamientos rosarinos donde viven miles que, como él, transitan diariamente el camino hacia su labor. La mayoría son obreros: albañiles, carpinteros de obra, pintores, ayudantes, etcétera, que toman sus bicicletas, colocan sus viandas en el portaequipaje y se aseguran de que llevan consigo sus elementos de trabajo. Son correntinos, entrerrianos, jujeños, santiagueños, tucumanos, también paraguayos que saben de carpintería de obra y chilenos o bolivianos que conocen el oficio de la yesería y que componen, en su mayoría, el plantel de obreros de la construcción de la ciudad. Viven allí. Casi todos vinieron de otras tierras y ya los más jóvenes, son nacidos en el lugar.
La decidida Señora Directora llegó hasta mí y me saludó.
Buen día José, quería hablar unas palabritas contigo…
Buen día, Nancy.
Nancy me miró y dijo: “En realidad quería referirme a uno de tus obreros”
¡No podía ser! ¿Qué habrían hecho? Con ellos nunca se sabe. Me preparé para lo peor.
Continuó: “En realidad quería comentarte algo con respecto a ese, ¿ves?... el que está ahí, arriba del tablón”.
 Me esperaba cualquier cosa, pero justo con Ángel, ¿Qué haría yo sin Ángel en este trabajo? Hacía el ladrillo visto como nadie y si debía remplazarlo, me iba a costar mucho conseguir otro albañil semejante.
Como yo no sabía que decir Nancy continuó: “Tú sabes que al entrar, todas las mañanas, formamos a los chicos en el patio, allá frente al mástil, izamos la bandera y los chicos cantan ‘Aurora’. Bueno, resulta que vengo observando que todos los días, desde que está arriba de ese tablón, mientras los chicos cantan, este hombre detiene su labor, se descubre y se queda muy firme mirando la ceremonia. Cuando terminamos el acto, vuelve a su trabajo. Silenciosamente vuelve a su trabajo”.
Y como yo continuaba sin poder decir nada ella terminó: “Era por eso nada más. Para felicitarte”.
Se fue y me dejó solo.

Me acerqué, saludé a todos, le alcancé un balde con mezcla a Ángel y me fui. Ese día no habría de faltar ningún material ni era tiempo de andar corrigiendo errores.

7 comentarios:

  1. Hola José Mario, tu relato me emocionó mucho, ya que es lo que en una época se le transmitía a todos los alumnos: el respeto por los símbolos patrios y todos los ciudadanos, desde el más humilde hasta el más encumbrado, lo hacían. Ruego para que se vuelva a esa costumbre. Cariños. Ana María.

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  2. En cada escuela, desde la más encumbrada hasta la más humilde, hoy, quizá con otros modos u otras formas, todas la mañanas se sigue repitiendo la ceremonia. Yo creo que los que faltamos arriba del tablón muchas veces somos nosotros, tanto los papás como los abuelos. Un abrazo Ana María, gracias por el comentario.

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  3. Ejemplo de laboriosidad, respeto y humildad. Hoy tendría que haber muchos Ängel.Me encantó tu texto, José-
    susana Olivera

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  4. José Mario, como vos y porque soy uno de esos ejemplares creo que los hay, tal vez no tantos, pero LOS HAY.

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  5. No había llegado a leer este relato, la gente del Interior como la llamamos muchas veces nos dan lección de respeto, algo que en las ciudades se fue perdiendo. Un correntino respetuosamente te llama: "Che Señor"
    Excelente relato.

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